martes, 30 de noviembre de 2021
La odisea sureña de ‘O Brother, Where Art Thou?’ y la escapada clásica de los hermanos Coen
martes, 23 de noviembre de 2021
La violencia feroz de ‘Las poquianchis’ y el infierno sepulcral de Felipe Cazals
Después del impacto inmediato que habían causado ‘Canoa’ y ‘El Apando’ en diferentes escenarios, realizadas ambas en 1976, Cazals emprendió ese mismo año, en un auténtico “tour de force”, lo que sería el cierre de su “trilogía de la violencia” con ‘Las poquianchis’, en la que volvía al tema de la violencia, nuevamente como sustrato de una sociedad convulsionada en las injusticias, distante de los cielos arrebolados del Cine de Oro, lacerada por un sistema extenso de arbitrariedades profundas, arraigadas a la cultura misma. Con la fuente permanente y consistente de los hechos reales y la tendencia a la crónica tan realista que se adentra sin miramientos en la crudeza que ya había dado origen a las dos películas anteriores de su tríptico violento, Cazals le da una extensión sin precedentes a la violencia como un auténtico fenómeno cultura, derivado de la represión, la dominación y una segregación fundada en las inequidades propias de un poder voraz. En este caso, la historia se centra en el célebre caso de ‘Las poquianchis’, cuatro hermanas dueñas de prostíbulos y traficantes de personas en Guanajuato, Santa (Pilar Pellicer), Chuy (Malena Doria), Delfa (Leonor Llausás) y Eva (Ana Ofelia Murguía) coludidas con la administración local, y gradualmente convertidas en asesinas seriales. Cazals centra el relato en el testimonio de las hermanas Adelina (Diana Bracho) y María Rosa (Tina Romero), quienes fueron entregadas por su padre, Rosario (Jorge Martínez de Hoyos), obligado por la miseria, con la promesa de que trabajarían como empleadas domésticas en casas decentes. A los testimonios de las hermanas, se suma el de Lupe (María Rojo), otra de las sobrevivientes y simultáneamente, se rememora la lucha de Don Rosario por recuperar las tierras de las cuales lo despojó el gobierno.
La simultaneidad en el relato, con el histórico y insuperable despojo de la tierra y la degradación humana insoportable de la degradación humana, concilia un discurso extenso sobre la segregación, sobre la denostación, sobre la deshumanización extensa, sobre el secuestro de la dignidad. En la violencia feroz del burdel, las mujeres desarrollan mecanismos de supervivencia que consiguen que emerja una fuerza descomunal que puede llegar a ser tan brutal como el mismo esclavismo al que son sometidas. El infierno frío de los burdeles se construye sobre las manchas de la sangre, del barro, de las heces, de las lágrimas vertidas hasta el hartazgo, con una violencia que se libera como un grito de furia que es necesario para soportar el dolor transversal de todo el escenario. La recreación de ese cultivo degradante y violento es efectiva gracias al trabajo de Salvador Lozano Mena en la elaboración puntual de una escenografía que condena a los personajes con su oscuridad de calabozo permanente. La cámara de Cazals se abre y se fija crudamente sobre las acciones más rastreras de la tiranía extendida, que es característica de todo el poder, ya sea aquel institucionalmente más formal o el de las meretrices criminales. Constantemente la mirada está de frente a un horror intenso, rastrero, en medio de la indolencia y de la ira en las mismas proporciones. El caos interno del mismo México, entonces contemporáneo y todavía identificable, termina por invadir también la forma y la angustia termina por ser el prolegómeno de una melancolía que no es nueva, que siempre se ha podido adivinar en la cinematografía mexicana, más allá de las épocas, los estilos y las regiones. De esta forma, Cazals, en el mismo caldero de una Latinoamérica represora, donde hervía la Guerra Fría. Consiguió demostrar que la violencia se aferraba profundamente sobre la cultura, al punto de inundar la atmósfera, al nivel de convertirse en costumbre, en sistema, en una forma de vida que era al reflejo de un sistema esencialmente opresor.
martes, 16 de noviembre de 2021
La violencia narcótica de ‘El apando’ y el cultivo carcelario de Felipe Cazals
José Revueltas, el crucial y revolucionario escritor mexicano, fue encarcelado en 1968 en la histórica cárcel de Lecumberri, por su participación activa en el movimiento estudiantil de aquel año, señalado injustamente como cabeza de aquella amplia y diversa manifestación. Revueltas estuvo preso dos años en aquella prisión y en ese lapso escribió ‘El Apando’, en el que describía las condiciones infrahumanas que se vivían al interior de aquel lugar. En el marco de la estatización del cine y aprovechando la gran respuesta de la crítica que había recibido ‘Canoa’ (1976), con el Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín, Cazals decisión emprender la adaptación de ‘El Apando’, con el respaldo en esa tarea del mismo Revueltas y de José Agustín, autor destacado de la contracultura mexicana. Consiguiendo el permiso para filmar en Lecumberri, con la promesa de filmar un documental sobre el avance de los centros carcelarios, Cazals construyó la que sería para la historia la segunda entrega de su trascendental “Trilogía de la violencia”. ‘El apando’ se centra en el plan para ingresar droga a la cárcel de tres presos adictos: Albino (Salvador Sánchez), Polonio (Manuel Ojeda) y ‘El Carajo’ (José Carlos Ruiz), con la complicidad de los amantes de los dos primeros, ‘La Chata’ (Delia Casanova) y Meche (María Rojo), quienes encuentran en la madre del Carajo (Luz Cortázar), la posibilidad de evadir la revisión de los genitales a la que se someten las mujeres por parte de la celadora (Ana Ofelia Murguía).
‘El apando’, la celda de castigo a la que son lanzados constantemente los tres hombres, es materialmente el infierno en la tierra, en donde soportan poniendo la cabeza en la bandeja del visor de la puerta, como si del Bautista bíblico se tratara, mientras Albino y Polonio desatan la furia de su propia desgracia en la abstinencia con ‘El carajo’, tuerto y repulsivo en sus males, arrastrado en las miasmas que tapizan la piedra fría de su reclusión. Las mujeres, también adictas, representan para ellos la liberación profunda de su evasión narcótica, en la sexualidad brutal, con el deseo insoportable que requiebra gradualmente los márgenes de la ley carcelaria. Las alucinaciones de los adictos son un escape descomunal del horror cotidiano, valiéndose de la corrupción estructural de una policía ultraconservadora, que preserva un régimen lacerante, construido sobre una montaña de cuerpos violentados de mil maneras. La fotografía de Alex Phillips Jr. tiene la versatilidad suficiente para construir el paraíso psicodélico de la sexualidad incontenible de los delirantes, con el coito místico en el vientre del Albino, y al mismo tiempo conecta de forma cruel los cables a la tierra realista y demencial de la cárcel, en una supervivencia de rasguños y golpes mortales que desgarran, fracturan, derraman los pisos con sangre. Cazals constriñe constantemente los espacios restringidos de Lecumberri para construir escenas que pueden ser el centro de la conferencia irresistible de la conspiración o un cuadro dantesco animado en el mismo caos. En ese trabajo se destaca la funcionalidad del diseño de producción de Carlos Grandjean, que logra expresar esa dualidad de los estados de percepción con pequeños rasgos que lo definen todo. Después de ‘Canoa’, Cazals extiende la violencia descomunal de aquella desgracia para hacerla estructural, para trasladar la deshumanización a las esferas de un sistema auténticamente represor, en las entrañas, en la violencia más básica, más instintiva, desprovista incluso de cordura. Capturados por una pasión insoportable, en la necesidad urgente de la evasión, los presos de Lecumberri son desposeídos integralmente, atrapados entre los fierros insalvables de la cárcel, que es capaz de atravesarlos, igual que el yugo que los somete, que está presente más allá de los confines siniestros inmensos e impasibles de Lecumberri.
martes, 9 de noviembre de 2021
La violencia ilustrativa de ‘Canoa’ y la memoria estructural de Felipe Cazals
Durante los años sesenta, el cine mexicano tuvo una larga transición en la que tuvo que superar la extinción del resplandor deslumbrante del Cine de Oro. Los directores clásicos se veían abocados a hacer películas en un contexto mucho más independiente, mientras que surgían cineastas influenciados por la propia tradición cinematográfica mexicana y por la contracultura propia de la época en todo el planeta. La estatización del cine en los años setenta implicaron la creación de una serie de instituciones que impulsaron decididamente a una nueva generación de cineastas que le darían inicio a una etapa en la cinematografía mexicana que dejaría muchas de las mejores películas del país. En esa camada de grandes cineastas, se encontraba Felipe Cazals, un cineasta especialmente agudo y reflexivo con respecto a los avatares furiosos que surgían de la relación entre política, sociedad y cultura durante la segunda mitad del siglo XX. Su “Trilogía de la violencia”, estrenada completa en 1976, constituiría una de las aportaciones más significativas para el reconocimiento y la identificación del cine mexicano a nivel global. La primera de estas películas es ‘Canoa’, con guion de Tomás Pérez Turrent, en la que se reconstruye el linchamiento de Julián (Roberto Sosa), Ramón (Arturo Alegro), Miguel (Carlos Chávez), Roberto (Jaime Garza) y Jesús (Gerardo Vigil) cinco jóvenes empleados de la Universidad de Puebla que viajan como excursionistas al pueblo de San Miguel Canoa, para escalar el volcán de La Malinche. La animadversión contra los forasteros se va haciendo creciente y la atmósfera se hace para ellos cada vez más peligrosa, en medio de la dictadura local del parrocó del pueblo (Enrique Lucero).
Cazals utiliza el recurso del falso documental para darle un marco profundamente realista a un hecho inaudito. El testigo (Salvador Sánchez), se instala casi como un oráculo griego, como el poeta que canta las desgracias propias de la tragedia, siempre apelando a la perspectiva auténtica del campesino, de quienes están sometidos por la represión diversificada del sacerdote, encarnado por un Enrique Lucero breve y penetrante, que convierte a su personaje en un tirano tan cruel como cínico y casi silencioso. Simultáneamente se va encendiendo la maquinaria propia del horror, con los jóvenes mexicanos que cantan a José Alfredo a voz en cuello, embriagados por la felicidad simple y lúdica de su propia juventud y de su propia compañía. A medida que las puertas se cierran para ellos, Cazals va construyendo un auténtico infierno, en medio de la lluvia, en el que la oscuridad rompe la noción de las instancias y los héroes de la escalada poco a poco se van transformando en víctimas, van perdiendo la sonrisa y sus rostros se van transfigurando progresivamente en el patetismo propio de la amenaza mortal. El monstruo con sotana y lentes oscuros se hace omnipresente a través de los parlantes atronadores, que resuenan en todo el pueblo y en los espíritus de un pueblo temeroso de perderlo todo en las garras de un comunismo ilusorio, convertido en el nuevo Satanás, con el estigma que pesaba sobre el movimiento estudiantil que crecía vigoroso a solo unas horas en la Ciudad de México. La sistematización precisa de la tiranía, en los tributos, en los diezmos, en la dignidad, en el nombre de las personas y en la condena celestial, se va elaborando también meticulosamente en la ilustración documental, que termina por ser a fin de cuentas la ilustración de una violencia extensa, en cuyo centro, resguardados en la casa de Lucas (Ernesto Gómez Cruz), un campesino indígena, se esconden una juventud ansiosa de vivir su vida de una forma memorable, insistente en ese fin, invadida por el miedo mortal del estigma masivo, de las antorchas que van en busca de su anulación como sujetos de la sociedad.