martes, 26 de octubre de 2021
La parábola contemporánea de Annette y las pulsiones cinematográficas de Leos Carax
lunes, 18 de octubre de 2021
El viaje en libertad de ‘En el curso del tiempo’ y el cine a cuestas de Wim Wenders
Después de haberse consagrado en su propio país con ‘Falso movimiento’ (1975), Wenders se dispuso a darle un cierre a su trilogía de road movies, nuevamente con Rüdiger Vogler en el papel principal. De vuelta en el blanco y negro que ya había presentado en la trilogía con ‘Alicia en las ciudades’ (1974), Wenders emprende nuevamente el viaje en ‘En el curso del tiempo’ (1975) para explorar las profundidades de una amistad profunda y repentina entre dos hombres inicialmente desconocidos entre sí. Se trata del encuentro entre Bruno (Rüdiger Vogler), un técnico que viaja a lo largo de la frontera entre la Alemania Federal y la Alemania Democrática reparando los proyectores de los viejos cines de los pueblos, cada vez menos frecuentes en la provincia, y Robert (Hanns Zischler), un psicólogo infantil con principios suicidas que decide acompañar a Bruno en su viaje, incluso como ayudante, mientras explora su propio pasado.
Wenders construye su película sobre Bruno, el reparador de los cinematógrafos, que hace toda una campaña de auténtica reparación exhaustiva, pueblo por pueblo, en donde al menos cultiva un instante, una memoria que va a alimentar posteriormente su propia melancolía. El viaje es libre, extenso, y en cada acción adquiere una relevancia extraordinaria en medio del paisaje descomunal que consigue Wenders con el gran respaldo de Robby Müller en la fotografía, quien ya había conseguido trazar el fondo idóneo para esos espacios en ‘Alicia en las ciudades’. Las máquinas son el vestigio de un tiempo que corre a toda velocidad sin que se sienta en el deleite de cada momento. Robert se convierte en otro arqueólogo del pasado inmediato con la imprenta de su padre, en donde encuentra el espacio para transmitirle las palabras que surgen de las heridas que aún tiene abiertas. La melancolía se concentra en las pequeñas y hermosísimas salas de cine, con el resplandor pegando en las paredes repletos de imágenes conocidas de la nostalgia cinéfila. En la radio de la furgoneta de Bruno, suenan con frecuencia las letras del rock estadounidense que especialmente él canta a voz en cuello, contagiando irreversiblemente a Robert de un entusiasmo espontáneo y simple que por momentos parece arrancarlo de las profundidades de la tristeza. La influencia de la cultura estadounidense, ya imperial para ese entonces, se expresa abiertamente en los diálogos, en los hechos y también en la realidad misma de la película, que se alimenta de la aventura propia del cine independiente estadounidense, que también recababa del espíritu antiquísimo de los viajes, que terminan siendo toda una purga interna. Más de 30 años después del fin de la Segunda Guerra, devastadora especialmente para Alemania, es como si el tiempo se hubiera detenido siguiendo precisamente su curso. Como si en el reflejo propio de supervivencia se hubieran concentrado muchas décadas en solo unas cuantas y pronto los aparatos de las luminarias anteriores se hubieran transformado rápidamente en reliquias que Wenders tuvo la visión de reconocer cuando la distancia todavía no permitía demasiada perspectiva para valorarlo de esa forma. En ese proceso es fundamental la música Axel Linstädt, también influenciada por las guitarras eléctricas de la contracultura estadounidense, que parece aportar a la construcción de una nueva cultura con pinta de milenaria, una nueva mitología que se construía en los caminos. Bruno y Robert viajan reparando, en una actividad letárgica pero imparable, como si estuvieran encomendados a una tarea crucial, que fuera necesaria en un misterio aún irreconocible, de esos que se valoran con el tiempo. En el parabrisas del remolque, se refleja el cielo que describe de la mejor forma el espacio abierto e ilimitado que les espera siempre al frente, que se extiende frente a ellos mismos. O también en la motocicleta antigua, a lo ‘Easy Rider’ (1969), se resisten con auténtica rebeldía al peso devastador de los días, asumiendo esa pequeña revolución como la resistencia fundamental.
lunes, 11 de octubre de 2021
El viaje histórico de ‘Falso movimiento’ y el cine literario de Wim Wenders
Para mediados de la década de los setenta, Wim Wenders ya era uno de los cineastas más destacados de Alemania y sin duda uno de los puntales del Nuevo Cine Alemán, tras haberle otorgado gran visibilidad a aquel movimiento de auténtica vanguardia, gracias al Premio de la Crítica en el Festival de Cine de Venecia por ‘El miedo del portero ante el penalti’ (1972) y por haber iniciado lo que sería su histórica trilogía de road movies con ‘Alicia en las Ciudades’ (1974), la aventura transatlántica e intergeneracional que expresaba la gran influencia que tenía sobre él la transformadora cultura estadounidense del momento. La segunda película de aquella trilogía fue ‘Falso movimiento’ (1975), nuevamente protagonizada por Rüdiger Vogler. Nos relata el viaje de Wilhelm (Vogler), un aspirante a escritor, desde la ciudad de Glükstadt, al norte de Alemania, con rumbo a Bonn, en las riberas del Rin. En el trasbordo de trenes en Hamburgo, Wilhelm se maravilla con Therese (Hanna Schygulla), una hermosa actriz de la cual consigue el número telefónico. En el compartimento del tren viaja junto a Laertes (Hans Christian Blech), quien a veces prefiere responder tocando la harmónica que con palabras, quien a su vez está acompañado por Mignon (una jovencísima Nastassja Kinski haciendo su debut actoral), quien no le quita los ojos de encima a Whilhelm y no emite palabra o sonido alguno. El viejo Laertes y la niña Mignon no tienen un marco encima, así que Wilhelm los invita a hospedarse en un hotel barato, al que se les une Therese. Allí conocen a Bernhard, un austriaco aspirante a poeta, quien les plantea llegar hasta el hogar de su tío millonario: un castillo con vista panorámica del Rin. Así se conforma finalmente la manada que no solo buscará una cumbre geográfica.
El recorrido geográfico que plantea Wenders en ‘Falso movimiento’ no es largo geográficamente, pero en las profundidades de su relevancia metafórica es un viaje profundo y extenso. Wilhelm es un artista atormentado por la falta de inspiración en su ciudad natal, en donde sufre los estragos de la monotonía. Laertes, como el personaje Shakespeariano, viaja con su propia Ofelia, encarnada en Mignon, también con su febrilidad de fondo, a la que protege pero al mismo tiempo la condena a una vida en la miseria. La obra que Wilhelm busca como escritor de una nueva página pareciera ser la que él mismo va construyendo en su propio viaje, en la que colecciona personajes a su paso, tomados directamente del pasado alemán quebrado en dos partes por la guerra. En el castillo prometido, los viajeros se encuentran en cambio con las ruinas de un industrial (Ivan Desny) vencido por la ruina material y emocional, en la penumbra de lo que fue su propia grandeza, con la televisión convertida en un accesorio descompuesto y solo el vino como aliciente para soportar el peso del derrumbe. En ese escenario, también se purgan las verdades, que fluyen revelando progresivamente el más grande horror: el del fantasma del Holocausto que todavía es joven en ese infierno post-apocalíptico. Wenders utiliza al narrador para contar la historia, como si fuera el libro del escritor en ciernes, recogiendo los pasos de su propia pequeña travesía por el norte de Alemania, en las cercanías de las fronteras, cambiando constantemente la altura y por ende la perspectiva, como si se revelara el panorama que es difícil observar desde el encierro, desde la mirada enterrada de la pesadumbre. Sin embargo, el pequeño ensayo de esta comunidad fracasa inevitablemente ante la divergencia propia de las personalidades, que terminan por dar cuenta de la heterogeneidad de una sociedad nueva, enmarcada por un cine que procuraba redescubrir el rostro de un nuevo país, y en ese esfuerzo, Wenders timoneaba esa exploración.