sábado, 31 de julio de 2021

La excavación de la fraternidad en ‘First Cow’ y la espesura hegemónica de Kelly Reichardt













La cineasta estadounidense Kelly Reichardt es una de las figuras a seguir en la revisión a fondo de la participación de las mujeres en el contexto del cine más autoral de su país. Especialmente en los más recientes quince años, Reichardt ha elaborado cuidadosamente una filmografía sustanciosa que como es tradicional en el amplio y extenso paisaje de la independiencia gringa, abreva de las fuentes narrativas que ofrecen los muchísimos outsiders que se esparcen por todo el territorio de los Estados Unidos, con el valioso aporte de Reichard señalando las la resiliencia de las mujeres en la adversidad. Su más reciente largometraje, nuevamente nos pone en la senda de los underdogs, ahora para encontrarlos en pos de defenderse de las adversidades devastadoras de las profundidades en las provincias de los Estados Unidos que iniciaba la segunda mitad del siglo XIX.  ‘First Cow’ (2019), nos cuenta la historia del encuentro de dos solitarios del western más tapizado por las espesuras de Oregon: Cookie (John Magaro), un cocinero huérfano crecido que paradójicamente ha tenido que esforzarse para alimentarse, y King-Lu (Orion Lee) un chino con alma de explorador que ha navegado los mares desde el eastern hasta terminar enclavado en los territorios adversos del western. Las habilidades empíricas de Cookie y la pericia instintiva de King-Lu les ha empujado a unirse en una amistad que produce la ebullición de este enclave en una sociedad agreste, en la que cruzan los límites de la legalidad para empujar a una equidad factualmente imposible, alrededor de las frituras endulzadas y los pasteles de fruta. 

En la película de Reichardt se respira el aire de ‘McCabe & Mrs. Miller’ (1971), en los interiores de las risotadas encerradas en las cabañas y las pieles curtidas que se asombran con cualquier novedad. Simultáneamente también crece como el musgo una relación de amistad tan trascendente que parece integrarse químicamente con el entorno, como magia naturalista de Apichatpong Weerasethakul en su ‘Tropical Malady’ (2006). La amistad, como los pasteles y las frituras, se cuecen y crecen como el negocio informal en sus propias limitaciones de nuestra pareja de desadaptados. Su éxito pequeño y jubiloso llama la atención de la pequeña economía de la subregión, que inmediatamente quiere forzar a quienes han conseguido subsistir en una alianza espiritualmente mancomunada hacia la industrialización masiva que los convertirá en los genios impagados de otra riqueza multiplicada. Pero la resistencia instintiva de los dos amigos ya ha ordeñado literalmente la teta abundante del rico que busca estafarlos por vías formales. Reichard tiene la gran capacidad de meternos en la intimidad de una auténtica confraternidad que solo requiere de dos individuos para ser suficientemente colectiva, en medio de un medio de una espesura abrumadora, que pareciera la espesura misma de la adversidad hegemónica que trata de exterminar la subsistencia de quienes escapan de las formas aceptadas en exclusiva para subsistir. Como los vaqueros tristes del ‘Midnight Cowboy’ (1969), de Schlesinguer, inhábiles para la adaptación y también para la aceptación del deber ser, Cookie y King-Liu están condenados a la muerte lenta, a la devastación humana. La excavación que nos propone Reichardt desde la apertura de su película, describe paralelamente los tiempos que vivimos, en los que revisamos las estructuras que enterraron a tantos con inclemencia, y simultáneamente nos habla de la reconstrucción minuciosa de un pasado que poco a poco minó diferentes formas de asumir la vida. Esa excavación de la fraternidad, natural al ser humano y que poco a poco se ha ido arrancando de sus instintos, plantea una introducción vigorosa que nos hace pensar en los recursos compartidos, en la posibilidad de que en el pasado existan alternativas para superar la crisis, en pos de la supervivencia, de la misma forma en la Reichardt excava en el la historia del cine de su país y del mundo, en donde encuentra la voz que necesita para este discurso necesario. 


sábado, 24 de julio de 2021

La voz humana de Chantal Akerman y la frontera monstruosa de ‘Del otro lado’

La exploración profunda en la melancolía, que caracteriza a la trilogía documental de Chantal Akerman, tiene su cierre del lado mexicano de la frontera monstruosa de país latinoamericano de Norteamérica. Después de respirar el aire congelado en la espera interminable de ‘Desde el este’ (1990) y tras la pena trascendida de ‘South’ (1999), la histórica cineasta belga revisa el revés de la desolación, al otro lado de la frontera, del lado mexicano, en donde los deudos y damnificados de las incontables víctimas de la migración se consumen en la pena interminable por la pérdida de sus seres queridos o por la pérdida de un hogar en el cual calentarse los huesos en paz. En la armonía global de su trilogía, Akerman cierra su perspectiva encontrándose con la melancolía intensa que atraviesa a los desdichados, a los abandonados, a los solitarios, a quienes resultan expulsados del imaginario entero de las hegemonías. 

En ‘Deste el este’, Chantal Akerman excluye casi por completo la música y solamente se la deja al ámbito de la incidental, cuando hace parte del propio retrato individual o colectivo de los seres humanos que le abren la puerta. El silencio le da paso a la potencia de las miradas en medio de la incertidumbre que se rodea de lo gélido. En ‘Sur’, utiliza la vía del crimen para entrar en la caverna aterradora de la brutalidad racial, compartido con eficiencia el dolor lacerante de víctimas tangibles, quienes se expresan espontáneamente ante la cámara hipnótica de la directora. En ‘Del otro lado’, todo se suma y se multiplica. Se suman las miradas de la incertidumbre, las penas lacerantes de las pérdidas y aparece también la voz de Akerman, de la autora documental. Su voz humana, a lo Cocteau, poco a poco va empujando desde la trastienda una verdad aterradora, en la que se divisa un auténtico genocidio, la sistematicidad del desahucio hasta la muerte misma por inanición. En un desierto interminable transformado en campo de concentración. Como siempre, Akerman barre las calles bañadas por una luz triste, en diferentes momentos del día y de nuevo se percibe el aire pesado de la tristeza, de las comunidades con familias separadas para siempre, con un pie en México y otro en Estados Unidos. Los viejos se consumen lentamente, incluso con la enfermedad que los entume para siempre, como si la tristeza hubiera sido un virus que los postrara en el calor del hogar. Los jóvenes enseñan los dientes con su sonrisa a la defensiva de los ánimos, con un espíritu infantil que poco a poco deja asomar las emociones insoportables de la distancia, de la deriva de quienes no son de un lado ni del otro lado. Akerman, con su paciencia irrompible, toma el tiempo suficiente para que todos se sienta en la confianza suficiente como para vomitar el monstruo que les devora las entrañas. Y ese monstruo es la misma frontera, que se extiende como una boa constrictor infinita, haciendo pedazos las vidas que se tejen en medio de la desigualdad, del desequilibrio descomunal de las fuerzas. Los coletazos del monstruo fronterizo laceran más allá de su propio alcance, hasta arrancar a pedazos la vida de los seres queridos y la identidad que proporciona la identidad misma. Los caminos en este nuevo territorio truenan entre las terracerías y después se introducen en la maleza, para después recibir las ráfagas de viento, en medio de la oscuridad. El traveling lateral, característico de Chantal, aquí sirve para recorrer el costado infinito de la frontera monstruosa, que se extiende más allá de lo que la vida alcanza, como si su longitud fuera una metáfora de la pena, de la devastación cultural y de la apabullante rutina que enmudece una hecatombe que atraviesa las generaciones y que anestesia a todos a golpes ensordecedores de la costumbre, de lo que se vuelve paisaje.

sábado, 17 de julio de 2021

El sur herido de Chantal Akerman y la atmósfera mortuoria de ‘Sur’



Después de su enigmática ‘Desde el Este’ (1993), Chantal Akerman regresó al cine documental, seis años después, para realizar la segunda entrega de su trilogía en el ámbito de los viajes a aquellos territorios transformados por los acontecimientos. Con el espíritu constante de capturar la energía palpable que emerge de los traumas profundos, que caracterizó a su filmografía, tanto en la ficción como en el documental, en casos bien definidos, Chantal Akerman se desplaza Jasper, Texas, un pueblo predominantemente afroamericano, en donde fue asesinado brutalmente el activista James Byrd Jr. Sin la intención de desentrañar en un afán detectivesco los pormenores de aquel crimen racial, Akerman explora a fondo en la comunidad que ha sido golpeada de fondo por la muerte de uno de los suyos, para después recorrer las calles y captar esa atmósfera melancólica como de pueblos fantasmas. 

A diferencia de ‘Desde el este’, Akerman apela a los testimonios de los pobladores de Jasper para presentarlos usualmente en un retrato vívido, en el que expresan el registro mismo del instante en el que las cámaras están con ellos, en el que ellos mismos incluyen un nuevo testimonio que va a ser albergado por el gran testimonio colectivo de ‘Sur’. Estos testimonios son contrastados con aquellos de los blancos que fungen como autoridades, de la policía, de la academia. Nunca se exponen créditos con los nombres de quienes se expresan, lo cual los suma necesariamente a la amplia diversidad que se difumina a la luz de la mirada colectiva. Los largos travellings aquí no van definiendo un paisaje humano, como en ‘Desde el este’, sino que, con lentes angulares, dan la sensación de estar recorriendo un círculo de casas de madera preciosas, con esas hermosas fachadas en las que se puede ver pasar a los carros y a la gente en las sillas rechinantes. Pero la gente está recluida y solo emerge profusamente de las iglesias en donde se reúnen a cantar para aliviar las penas en el espíritu embriagador del góspel, con el dolor y el placer conviviendo intensamente. Simultáneamente, Akerman recorre la carretera a través de la cual fue defenestrada la humanidad de James Byrd y emerge entonces la pena profunda y la indignación insoportable por la violencia racial. La continuidad del movimiento lateral del travelling y el recorrido sobre los caminos recorridos de forma cruenta, generan una sensación de continuidad que parece el devenir del tiempo, mientras que las casa de madera apenas contienen a quienes miran al vacío, poseídos por la incertidumbre, igual que a los músicos de blues, que se conectan para emitir unos cuantos acordes jubilosos, acompañados por su propia voz. En ‘Sur’, los rostros y las casas son parte de un mismo conjunto orgánico que materializa una energía de resistencia pura frente al terror. Un terror dictado por la sevicia del odio racista. Así como las casas y los carros parecen ser invadidos por la vegetación de verde intenso y por el cielo eléctrico del atardecer, las voces, los rostros y las miradas se integran con naturalidad a una atmósfera en la que se respira una melancolía que tiene que ver con la ausencia, con la carga descomunal de la discriminación. Solamente la comunidad y la identidad parecen tener la fuerza suficiente para resistirse a una amenaza que parece inextinguible, como la del racismo. En los planos vigorosos y repletos de vida que nos ofrece Chantal Akerman en ‘Sur’, podemos divisar la extensión de la humanidad, condensada en la circunstancia violenta, en la determinación de las emociones a partir de una tragedia, con la sombra de un crimen de causas aún vigentes. En ese contexto, el viaje de Chantal, como en ‘Desde el este’, habla de nuestra propia vulnerabilidad y de la necesidad impostergable de encontrarse.

sábado, 10 de julio de 2021

El oriente suspendido de Chantal Akerman y la espera melancólica de ‘Desde el este’











Chantal Akerman es una de las figuras esenciales en la historia del cine hecho por mujeres. La legendaria cineasta belga trazó una filmografía de más de cuarenta años, especialmente diversa, que atravesó el documental, la ficción, los cortometrajes y los largometrajes, en el cine y la televisión. Su extraordinaria ‘Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles’ (1975) representó la proclamación de un cine auténtica y propiamente femenino, hecho por una mujer, sobre las mujeres, sobre la circunstancia de las mujeres desde una mirada femenina. Uno de los acontecimientos más importantes en el contexto histórico del aporte de esta gran artista europea es su trilogía documental en la que registra viajes a diferentes lugares del mundo, en donde se planta a recolectar la esencia de los espacios transformados por la circunstancia específica. La primera entrega de la trilogía es ‘Desde el este’ (1993), en donde hace un recorrido por las ciudades de ‘cortina de hierro’ recién derribada, adentrándose en las profundidades de la sociedad misma, en el escenario en el que la transición política e histórica sucedía y flotaba en la atmósfera.

Akerman nos introduce desde la periferia de las grandes sociedades todavía culturalmente socialistas al este europeo. La nieve se funde con los barrizales de las grandes industrias en la extensión inmensa del paisaje. La observación es privilegiada, cuidada, estimulada, para descubrir la vida propia de los detalles de la circulación escasa por las vías, en un invierno intenso. También se puede ver desde el interior de las casas, hacia el exterior donde el viento mese los árboles aún plenamente verdes en alguna localidad todavía tibia. En los alrededores de las discotecas y en salones de baile, deambulan los paseantes y danzan embriagadas por la noche las parejas. Akerman se planta como un espectro y se devora con su cámara los espacios gigantescos de la arquitectura soviética. O solamente la mueve lateralmente mientras desfilan los rostros hondos del pueblo de la Europa Oriental, que espera los trenes, el metro, los autobuses, cubriéndose del frío e inundados por la somnolencia. Miran a la cámara desde su pausa permanente, como si nos auscultaran de vuelta, respondiendo a nuestra propia mirada. Pueden apreciarse nuevos espectáculos luminosos urbanos en el horizonte, amaneceres o atardeceres, dominados por la luz melancólica y perezosa de la burocracia a medio prender o a medio apagar, mientras las siluetas fantasmagóricas de los ciudadanos cruzan las plazas y los espacios inabarcables. También se adentra en la intimidad acogedora de los hogares, en donde se resguardan todos del frío y de la incertidumbre para enfocarse en comer, en mirar la televisión, en tocar el piano, en jugar con el carrito, en poner una canción en el tocadisco, en preparar los sándwiches de embutido como Jeanne Dielman, en la mecánica embriagadora de los oficios cotidianos, con la calidez de la presencia del otro, en el resplandor abrigador de los aparatos electrónicos, mientras el misterio se les asoma por los ojos. La gente se mueve dentro y fuera de los países reacomodándose en el nuevo escenario de la política. Los militares visten sus uniformes y que se distinguen en medio de los gorros mullidos. Casi inconscientemente, se aglomeran para soportar el frío, pero también la inestabilidad. La neblina difumina el sol como si fuera una metáfora del futuro inmediato. Chantal Akerman también entrega música, desde la que suena por los dispositivos análogos hasta aquella que resuena preciosa de los instrumentos musicales, reblandeciendo una espera indefinida, en la que no se sabe bien qué es lo que se espera. Akerman no se instala con su mirada prodigiosa para observar racionalmente las consecuencias del cambio de régimen en los países entonces recién abandonando el comunismo. Con la complejidad de su instinto, se hace presente en los lugares donde habitan los seres humanos y extrae de ellos el eco de todo un proceso histórico. 


sábado, 3 de julio de 2021

La fuga episódica de Hong Sang-soo y la deliberación femenina de ‘La mujer que escapó’












Hong Sang-soo es sin duda alguna uno de los cineastas cruciales en la historia del cine surcoreano. Durante los últimos veinticinco años, se ha caracterizado por exponer a fondo las relaciones humanas en la sociedad de su país, a fondo en la vida misma de seres que usualmente se van revelando en la exploración de sus dolores y placeres. Películas como ‘Un cuento de cine’ (2005) ‘Noche y día’ (2008) y ‘Hahaha’ (2010), han construido una narrativa consistente y sin matices culturales, siempre con las virtudes de la universalidad, que simultáneamente han expresado como pocos la cultura coreana contemporánea. La más reciente película de Hong Sang-soo se titula ‘La mujer que escapó’ (2020) y por ella el ya histórico realizador surcoreano se llevó el Oso de Plata en el Festival de Cine de Berlín. En ‘La mujer que escapó’, Hong nos lleva de la mano con Gam-hee (Kim Min-hee), una joven mujer que visita a sus tres amigas más cercanas, con quienes había perdido contacto, aprovechando un viaje de negocios de su esposo. La primera mujer que visita es Young-Soon (Seo Young-hwa), una mujer divorciada que disfruta de cuidar su jardín y alimentar a los gatos. La segunda es Su-young (Song Seong-mi), profesora de pilates que se debate en su vida social y la tercera es Woo-jin (Kim Sae-byuk), propetaria de un pequeño cine. Gam-hee redescubre de forma cada vez más consciente el placer de sus relaciones de amistad.

Hong utiliza una estructura sólida y consolidada, muy a lo Kim Ki-duk, de road movie sin enlaces, siempre episódica, con mujeres que se sientan frente a frente, se someten a sí mismas para repararse, para verse a los ojos y sonreírse. Hong Sang-soo se resiste al corte y permite apreciar la conversación, con pequeños acercamientos para ver los rostros, como si nos invitara a la placidísima sala, al muy acogedor café, al precioso comedor con la ventana enmarcando un paisaje nublado. Se habla de todo y de nada, se disfruta el placer embriagante del diálogo, con bebidas y comidas, sillas y sillones mullidos y poco a poco en medio de los temas azarosos se asoma el alma de alguien buscando el abrazo de otra alma. Gam-hee está soportada en el cojín mullido de una relación sin tormentas, resignándose a las niñerías de su esposo, así que navega libre en su travesía de la amistad y se encuentra con islas diferentes, en las que a veces tiene que salvar a los náufragos y otras veces tiene que salvarlos ella.  En los diálogos estamos parados atrás de los dialogantes, viendo cómo uno de ellos reacciona a la intensidad de su propia vida y a de vez en cuando podemos ver al interlocutor en alguna cámara de seguridad, como en otro planeta de siluetas difusas. También se escapa a través de las pantallas, de la misma pantalla del cine dentro de este cine, en donde ya hemos escapado como lo hizo la heroína que emprendió el rescate de sus amistades olvidadas que aún le abren los brazos de par en par. Hong Sang-soo no solo nos permite estar presentes en el deleite sereno de la conversación fraternal, sino que nos deja ahí cuando los personajes abandonan el cuadro, para que veamos el cielo, las sillas, los gatos, los caminos. La misma Gam-hee, al despertar en el sofá o en cualquiera sea el espacio que le han asignado para descansar, abre la ventana para respirar el aire mañanero y Hong nos permite también respirar ese aire mientras vemos la tonalidad azulosa del sol que apenas despunta. El placer es tan simple que se hace trascendente y hace vibrar esa necesidad de volver a reunirnos alrededor del fuego, de algún fuego como el de la amistad o la camaradería, para envolvernos en la calidad curativa de nuestras voces compartidas.