La cineasta estadounidense Kelly Reichardt es una de las figuras a seguir en la revisión a fondo de la participación de las mujeres en el contexto del cine más autoral de su país. Especialmente en los más recientes quince años, Reichardt ha elaborado cuidadosamente una filmografía sustanciosa que como es tradicional en el amplio y extenso paisaje de la independiencia gringa, abreva de las fuentes narrativas que ofrecen los muchísimos outsiders que se esparcen por todo el territorio de los Estados Unidos, con el valioso aporte de Reichard señalando las la resiliencia de las mujeres en la adversidad. Su más reciente largometraje, nuevamente nos pone en la senda de los underdogs, ahora para encontrarlos en pos de defenderse de las adversidades devastadoras de las profundidades en las provincias de los Estados Unidos que iniciaba la segunda mitad del siglo XIX. ‘First Cow’ (2019), nos cuenta la historia del encuentro de dos solitarios del western más tapizado por las espesuras de Oregon: Cookie (John Magaro), un cocinero huérfano crecido que paradójicamente ha tenido que esforzarse para alimentarse, y King-Lu (Orion Lee) un chino con alma de explorador que ha navegado los mares desde el eastern hasta terminar enclavado en los territorios adversos del western. Las habilidades empíricas de Cookie y la pericia instintiva de King-Lu les ha empujado a unirse en una amistad que produce la ebullición de este enclave en una sociedad agreste, en la que cruzan los límites de la legalidad para empujar a una equidad factualmente imposible, alrededor de las frituras endulzadas y los pasteles de fruta.
En la película de Reichardt se respira el aire de ‘McCabe & Mrs. Miller’ (1971), en los interiores de las risotadas encerradas en las cabañas y las pieles curtidas que se asombran con cualquier novedad. Simultáneamente también crece como el musgo una relación de amistad tan trascendente que parece integrarse químicamente con el entorno, como magia naturalista de Apichatpong Weerasethakul en su ‘Tropical Malady’ (2006). La amistad, como los pasteles y las frituras, se cuecen y crecen como el negocio informal en sus propias limitaciones de nuestra pareja de desadaptados. Su éxito pequeño y jubiloso llama la atención de la pequeña economía de la subregión, que inmediatamente quiere forzar a quienes han conseguido subsistir en una alianza espiritualmente mancomunada hacia la industrialización masiva que los convertirá en los genios impagados de otra riqueza multiplicada. Pero la resistencia instintiva de los dos amigos ya ha ordeñado literalmente la teta abundante del rico que busca estafarlos por vías formales. Reichard tiene la gran capacidad de meternos en la intimidad de una auténtica confraternidad que solo requiere de dos individuos para ser suficientemente colectiva, en medio de un medio de una espesura abrumadora, que pareciera la espesura misma de la adversidad hegemónica que trata de exterminar la subsistencia de quienes escapan de las formas aceptadas en exclusiva para subsistir. Como los vaqueros tristes del ‘Midnight Cowboy’ (1969), de Schlesinguer, inhábiles para la adaptación y también para la aceptación del deber ser, Cookie y King-Liu están condenados a la muerte lenta, a la devastación humana. La excavación que nos propone Reichardt desde la apertura de su película, describe paralelamente los tiempos que vivimos, en los que revisamos las estructuras que enterraron a tantos con inclemencia, y simultáneamente nos habla de la reconstrucción minuciosa de un pasado que poco a poco minó diferentes formas de asumir la vida. Esa excavación de la fraternidad, natural al ser humano y que poco a poco se ha ido arrancando de sus instintos, plantea una introducción vigorosa que nos hace pensar en los recursos compartidos, en la posibilidad de que en el pasado existan alternativas para superar la crisis, en pos de la supervivencia, de la misma forma en la Reichardt excava en el la historia del cine de su país y del mundo, en donde encuentra la voz que necesita para este discurso necesario.