sábado, 24 de julio de 2021

La voz humana de Chantal Akerman y la frontera monstruosa de ‘Del otro lado’

La exploración profunda en la melancolía, que caracteriza a la trilogía documental de Chantal Akerman, tiene su cierre del lado mexicano de la frontera monstruosa de país latinoamericano de Norteamérica. Después de respirar el aire congelado en la espera interminable de ‘Desde el este’ (1990) y tras la pena trascendida de ‘South’ (1999), la histórica cineasta belga revisa el revés de la desolación, al otro lado de la frontera, del lado mexicano, en donde los deudos y damnificados de las incontables víctimas de la migración se consumen en la pena interminable por la pérdida de sus seres queridos o por la pérdida de un hogar en el cual calentarse los huesos en paz. En la armonía global de su trilogía, Akerman cierra su perspectiva encontrándose con la melancolía intensa que atraviesa a los desdichados, a los abandonados, a los solitarios, a quienes resultan expulsados del imaginario entero de las hegemonías. 

En ‘Deste el este’, Chantal Akerman excluye casi por completo la música y solamente se la deja al ámbito de la incidental, cuando hace parte del propio retrato individual o colectivo de los seres humanos que le abren la puerta. El silencio le da paso a la potencia de las miradas en medio de la incertidumbre que se rodea de lo gélido. En ‘Sur’, utiliza la vía del crimen para entrar en la caverna aterradora de la brutalidad racial, compartido con eficiencia el dolor lacerante de víctimas tangibles, quienes se expresan espontáneamente ante la cámara hipnótica de la directora. En ‘Del otro lado’, todo se suma y se multiplica. Se suman las miradas de la incertidumbre, las penas lacerantes de las pérdidas y aparece también la voz de Akerman, de la autora documental. Su voz humana, a lo Cocteau, poco a poco va empujando desde la trastienda una verdad aterradora, en la que se divisa un auténtico genocidio, la sistematicidad del desahucio hasta la muerte misma por inanición. En un desierto interminable transformado en campo de concentración. Como siempre, Akerman barre las calles bañadas por una luz triste, en diferentes momentos del día y de nuevo se percibe el aire pesado de la tristeza, de las comunidades con familias separadas para siempre, con un pie en México y otro en Estados Unidos. Los viejos se consumen lentamente, incluso con la enfermedad que los entume para siempre, como si la tristeza hubiera sido un virus que los postrara en el calor del hogar. Los jóvenes enseñan los dientes con su sonrisa a la defensiva de los ánimos, con un espíritu infantil que poco a poco deja asomar las emociones insoportables de la distancia, de la deriva de quienes no son de un lado ni del otro lado. Akerman, con su paciencia irrompible, toma el tiempo suficiente para que todos se sienta en la confianza suficiente como para vomitar el monstruo que les devora las entrañas. Y ese monstruo es la misma frontera, que se extiende como una boa constrictor infinita, haciendo pedazos las vidas que se tejen en medio de la desigualdad, del desequilibrio descomunal de las fuerzas. Los coletazos del monstruo fronterizo laceran más allá de su propio alcance, hasta arrancar a pedazos la vida de los seres queridos y la identidad que proporciona la identidad misma. Los caminos en este nuevo territorio truenan entre las terracerías y después se introducen en la maleza, para después recibir las ráfagas de viento, en medio de la oscuridad. El traveling lateral, característico de Chantal, aquí sirve para recorrer el costado infinito de la frontera monstruosa, que se extiende más allá de lo que la vida alcanza, como si su longitud fuera una metáfora de la pena, de la devastación cultural y de la apabullante rutina que enmudece una hecatombe que atraviesa las generaciones y que anestesia a todos a golpes ensordecedores de la costumbre, de lo que se vuelve paisaje.

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