Uno de los objetivos fundamentales de toda cinematografía nacional es el de crear un arte con identidad, que se exprese en los términos propios de la cultura de un país y que refleje profunda y extensamente la existencia de un pueblo, o de varios pueblos que cohabitan en un mismo país, o en varios países. Encontrar esa voz única encuentra correspondencias con toda la humanidad, encuentra vasos comunicantes con toda la universalidad. El cine mexicano ha transitado durante décadas por muchas etapas repletas de altibajos, incluyendo por supuesto su prolífica Época de Oro y un cine de autor posterior siempre incisivo y con una perspectiva social que denunciaba con gran valentía. Durante los últimos treinta años, las diferentes reformas cinematográficas han elevado considerablemente la producción y en ese contexto, aunque todavía en las sombras, han aparecido suficientes películas que van en la dirección de explorar la identidad del México contemporáneo. Una de las películas recientes más destacadas del cine mexicano, que justo va en la dirección de la propia identidad mexicana, es sin duda ‘Ya no estoy aquí’ (2019), de Fernando Frías, director capitalino que presentó el año pasado su segunda ficción de largometraje, titulada ‘Ya no estoy aquí’ y que se llevó los premios del Jurado y del público en el Festival de Cine de Morelia, uno de los más prestigiosos del país. ‘Ya no estoy aquí’ cuenta la historia de Ulises (Juan Daniel García Treviño), miembro de una pandilla de cholombianos, seguidores de la fusión musical y dancística que se formó de la fusión local en Monterrey, entre los cholos estadounidenses y la cumbia Colombiana. Ulises debe escapar de la ciudad y cruzar la frontera hasta Nueva York, para salvarse de las amenazas del narcotráfico creciente especialmente durante la segunda mitad de la primera década del siglo en México.
Después de presentarnos un panorama extenso y descriptivo del entorno en el que se desarrolla esta cultura legítima y compleja, Frías va acotando cada vez más su observación, para invitarnos al entorno ritual de danza y música y de los terkos y después llevarnos hasta las profundidades humanas de Ulises, un joven trascendido por la melancolía, lleno de añoranza a su corta edad y que solamente existe culturalmente dentro de su grupo, dentro de su tribu que tristemente es despedazada por unas circunstancias cruentas en las que la vida se pone en juego. El deambular de Ulises por la metropolitana Nueva York no le alcanza para encontrar ese latido personal que solamente se encuentra con la tierra, con la empatía profunda alrededor del arte, de un arte colectivo y que se defiende como puede de la extinción. Las cumbias y vallenatos históricos de Alfredo Gutiérrez y Lisandro Meza es ralentizada hasta que la voz se convierte en una vibración gutural que trasciende, que aletarga y profundiza una melancolía pesada, una tristeza honda. La liberación del baile callejero es captada con gran destreza en planos que presentan composiciones en movimiento, en escenarios que son mucho más que urbanos, que son existenciales y de auténtica defensa social, de orgullo y de identidad. En los comienzos de los años noventa, en Colombia apareció una película que también conversaba sobre esas relaciones intensas entre la música liberadora y el abandono cultural profundo, titulada ‘Rodrigo D: no futuro’ (1990), de Víctor Gaviria, en donde el ritmo era el punk que las comunas de Medellín, que ahora cruza el tiempo y el espacio convertido en cumbia kolombiana, en la encarnación de una nueva identidad molida a palos por la pobreza, la violencia y la desigualdad. La fotografía de Damián García señala también las luces y las sombras del delirio placentero del encuentro colectivo de pertenencia y el abandono en la soledad descomunal de un mundo que siempre prefiere mirar a otra parte.