viernes, 25 de mayo de 2018

El trance melancólico de Hirokazu Koreeda y la justicia controvertible de ‘El tercer asesinato’

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Hirokazu Koreeda es uno de los cineastas más destacados del más reciente lustro. Sus películas han recogido la tradición japonesa en todos sus matices milenarios, por supuesto incluyendo el trascendental legado japonés, hasta ahora especialmente relacionado con los retratos familiares de Yasujiro Ozu. Sin embargo, con ‘El tercer asesinato’, Koreeda se acerca al thriller, al misterio más trascendente, aquel que proclamó Akira Kurosawa con su legendaria ‘Rashomon’. La historia de ‘El tercer asesinato’ gira en torno a Shigemori (Masaharu Fukuyama), un joven abogado que debe enfrentar el caso de Misumi (Koji Yakusho), un asesino confeso para quien se buscar la cadena perpetua en lugar de la pena de muerte. Shigemori decide profundizar en la investigación del caso, más allá de la simpleza de su propósito inicial, y de esta forma se involucra en un debate filosófico excepcional alrededor del homicidio, de la justicia, de la legalidad, de la legitimidad. Desde este planteamiento, Koreeda despliega en panorama estético notable en el cual se librarán estas batallas internas.

La sensación que construye Koreeda es de una apacibilidad que por momentos alcanza el trance reflexivo, en un tono melancólico amplio, construido por silencios, pausas y un piano puntual y expresivo en la música de Ludovico Einaudi, en espacios bañados por una luz tan elegante como triste, a cargo de Mikiya Takimoto. La cámara de Koreeda encuadra auténticas composiciones pictóricas y especialmente en las conversaciones entre Shigemori y Misumi construye un vínculo particular que gradualmente se va integrando al máximo, hasta representar el entendimiento, la comprensión con el otro. El debate filosófico en esta película es intenso. Es una experiencia que se vive sin embargo de forma especialmente sosegada, trascendental, incluso desde el punto de vista físico para el espectador, con una sensación de paz particular para un tema especialmente intenso. Por supuesto, siempre hay espacio para los escenarios familiares característicos de Koreeda, vinculados directamente a la cultura japonesa, referentes especialmente a la filmografía de Ozu. Sin embargo, en esta película, la oscuridad del alma se asoma, pero no lo hace de una forma siniestra, sino en un espacio idóneo para establecer esa disertación filosófica sobre la justicia, sobre los valores enmarcados en ese principio humano.

Uno de los valores más reconocibles de la cultura japonesa es la honestidad y en ese valor está la clave que desenvuelve finalmente este thriller especialmente profundo. Es el valor que al final se impone y el que determina las decisiones de los personajes. Todo esto nos lleva a pensar a posteriori en el brillante concepto de Koreeda, que específicamente recrea una experiencia completa, que recuerda por momentos al más destacado Antonioni y por otros al más trascendente Kubrick. Es una película ejemplar para comprender la importancia del silencio, para apreciar la existencia desde una perspectiva que simultáneamente puede ubicar a los personajes de forma única en el espacio y también retratar sus emociones de forma intensa, incisiva, con transiciones constantes y fluidas entre la conciencia, la memoria y la imaginación. El concepto procura las formas mismas de una reflexión especialmente profunda, en donde la luz aparece gradualmente, siempre acompañada invariablemente del dolor del reconocimiento, de la comprensión, de la conciencia frente a la relatividad de los principios. Koreeda sabe muy bien explorar esa vicisitud que implica la existencia, la confrontación frente al mundo real y la especial vinculación de nuestras emociones con ese contexto. Misumi, el preso confeso, se mueve en las oleadas emocionales que provocan su situación, despertando una desconfianza que enriquece el thriller de forma apasionante, mientras que Shigemori cumple con el ejercicio ético de su profesión de abogado, al pie de la letra, con absoluta honestidad y responsabilidad, y entonces descubre que los principios sobre los cuales se ha edificado su oficio no responden necesariamente a la condición humana. Se da cuenta de que es necesario contrastar sus experiencias diversas para apreciar la verdad.

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