Como es bien sabido, Francia ha jugado siempre un papel fundamental y fundacional en la historia del cine. La cinematografía francesa ha desarrollado su propia identidad desde los inicios mismos del Séptimo Arte pero también se ha prolongado más allá de esta función para integrar ramificaciones esenciales. Sin embargo, como diría Humphrey en ‘Casablanca’, “siempre tendremos París”. Siempre tendremos la posibilidad de volver a la identidad francesa, de recrearnos en los principios cinematográficos y humanísticos del Realismo Poético, de la Nouvelle Vague, porque es un alimento necesario para los realizadores franceses y del mundo. Siempre resulta ser un sitio acogedor y amplio donde es posible sentirse libre. Esta es la oportunidad que nos brinda ‘La mujer joven’, ópera prima de la directora lionesa Léonor Serraille, que le valió ganar la Cámara de Oro en el Festival de Cannes de 2017. En esta película, Serraille nos cuenta la crisis de Paula Simonian (Laetitia Dosch), quien en los albores de sus treinta queda expuesta a la física supervivencia después de terminar una relación de diez años que le costó la ruptura de los lazos con su madre. Paula tendrá que reaccionar ante la urgencia, sin preparación alguna, sin experiencia previa en la vida al exterior, en una París agreste, en donde el cemento se impone a las luces.
Para emprender este trance tragicómico y por momentos angustiante, Léonor Serraille aprovecha los planos medios que pueden abarcar simultáneamente el contexto, las acciones y las emociones de esta mujer joven con los nervios a flor de piel. Poco a poco nos vamos adentrando en su emoción, a medida que va cruzando los obstáculos violentos que se le presentan y que enfrenta por momentos con absoluta inocencia, de forma silvestre. Recuerda inevitablemente a Varda y especialmente una de sus películas emblemáticas, la conmovedora ‘Sin techo ni ley’ (1985), que a su vez es heredera de ‘El signo de Leo’ (1962), uno de los primeros largometrajes de Eric Rohmer, en cuyas tramas se emprende la épica urbana de la supervivencia, flirteando y sucumbiendo constantemente con la indigencia. Un tema especialmente francés que Renoir había tocado desde otra perspectiva en su encantadora ‘Boudu, salvado de las aguas’ (1932). De hecho, podría considerarse a la mismísima ‘Los 400 golpes’ (1959) de Truffaut dentro de esta corriente temática. Serraile lo aborda aquí con una perspectiva especialmente humana y femenina en medio de un contexto histórico en el cual la distancia se ha exacerbado a cambio de la individualidad. Esta sensación de la mujer poseída por su conmoción emocional la define perfectamente y de forma también emocionante con preciosas caminatas por los pasillos comerciales, acompañados un jazz integral que recuerda inevitable y sensitivamente aquellos recorridos poéticos inolvidables de Jeanne Moreau en ‘Ascensor al Cadalso’ (1958), de Louis Malle, con la trompeta embriagadora del legendario Miles Davis. Aquí Paula se debate en un proceso espiritual doloroso y profundo que es casi como un nuevo parto, una purga emocional que raspa, que hiere, que deja cicatrices pero que ilumina. Hace pocos vimos una situación comparable en otras edades en Lady Bird (2017), de Greta Gerwig. La comparación entre estas dos cintas nos revela los matices diversos y disfrutables de dos tradiciones cinematográficas suficientemente extensas.
Siempre tendremos París, como dijo Humphrey, y ese espacio nos permitirá contemplar el avance del tiempo por el cine. En algunas ocasiones nos servirá para comprender que la verdad que durante tanto tiempo esculpió la cinematografía francesa sigue vigente y que es perfectamente adaptable a estos tiempos en donde el miedo a enfrentar la realidad está presente en la juventud y representa una particularidad especial para las mujeres. De cierta forma, en una acotación estimulante y optimista, la también joven Léonor Serraille nos dice que la identidad cinematográfica francesa tenía razón en sus postulados, en sus principios, en sus reflexiones con respecto a la existencia.
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