sábado, 14 de julio de 2018

El espectáculo emocional de Ingmar Bergman y la memoria desgarradora de ‘Gritos y susurros’


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Esta semana, se cumplen cien años del natalicio del fundamental cineasta sueco Ingmar Bergman, una de las figuras más importantes en el desarrollo del cine europeo durante tres décadas. Bergman marcó la pauta del cine al iniciar la segunda mitad del siglo XX, con una cantidad de clásicos que solamente puede ostentar un grupo de cineastas realmente reducido. Después de su vertiginosa y abundante filmografía durante los cincuenta y sesenta, Bergman marcó su primera obra maestra en la década de los setenta con ‘Gritos y susurros’, una película vigorosa, espasmódica y pasional como solo es posible para un artista de su calibre e intensidad. ‘Gritos y susurros’ nos sitúa históricamente en los albores del siglo XX, en la agonía de Agnes (Harriet Andersson), quien es visitada por sus hermanas Karin (Ingrid Thulin) y Maria (Liv Ullman) en el desenlace de su enfermedad, mientras es protegida maternalmente por su criada y madre sustituta Anna (Kari Sylwan). El agudo, terrorífico e ineludible dolor que padece Agnes reabre exponencialmente las heridas memoriosas de la familia, las huellas placenteras y dolorosas de la sexualidad y la convivencia de Karin y María con sus parejas, además de la mirada prácticamente sobrenatural de Anna, hasta el punto de sacar a la luz la auténtica cara de un grupo familiar clasista, reprimido, represor, cruda y violentamente pragmático.

Para emprender esta película, Bergman convocó a una buena parte de sus actores favoritos, incluyendo a la inspiradora Liv Ullman y a la sobrecogedora Ingrid Thulin, quienes aquí, encarnando a Karin y Maria, tienen una confrontación escénica que sirve de eje para sostener las pasiones turbulentas de una auténtica danza emocional. No es menos impactante la actuación de otra de sus actrices de cabecera: Harriet Andersson, quien se escuece del dolor de tal forma que nos presiona el pecho como espectadores. Además, también está presente el muy versátil Erland Josephson, otro frecuente en la filmografía de Bergman, quien interpreta al cálido doctor David. Con este elenco que conoce casi como una extensión de sí mismo, el prodigioso director sueco construye un espectáculo lleno de matices para la observación y la escucha. Para la narración utiliza la voz de la misma Agnes como narradora, contando en gran parte el trasfondo de esta familia que se encuentra en este punto lleno de pena. Después, utiliza las diferentes voces de las protagonistas, para que cada una presente su testimonio de la situación y las derivaciones que implica internamente, incluyendo la voz de la querida y leal Anna. Bergman marca estos testimonios con contraluces para el inicio y el final, enmarcados en una propuesta fotográfica llena de zonas de luz que en muchas ocasiones definen por completo la existencia de los personajes en el espacio. La cámara fluye de forma especialmente ligera, casi como si nos pusiera en la posición de un ente que recorre esta gran casona, prefiriendo siempre el montaje sobre el plano, la recomposición sin el corte de edición, con un trazo escénico impecable en cada instante. Los detalles, los primeros planos y los fondos como de teatro guiñol están presentes aquí dentro de todo el impresionante desarrollo de un diseño de producción lleno de rojos y arabescos floridos, con trajes esplendorosos que sirven de fondo a unas pieles casi perceptibles, a unas miradas que parecen surgir de ese mismo entorno para invitarnos, para integrarnos a este entorno tan atrayente y al mismo tiempo tan violento. Los amaneceres y los atardeceres son permanentes, como una representación de los ciclos que aquí se abren y cierran de forma casi dictatorial, sin tener en cuenta las tribulaciones de estas mujeres intensas, expuestas, llenas de vida y muerte.

Después de haber expresado sus ideas con respecto a la existencia y el mundo durante las décadas anteriores, con ‘Gritos y susurros’, Bergman entro a una década prolífica cinematográficamente expresando lo más personal de su propia humanidad, de su mirada única como artista. Se puede decir que gradualmente empezó a recogerse sobre sí mismo, en una contemplación intensa de su existencia.

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