El amor trascendente, la añoranza, la melancolía, el dolor, el alma. El cine en su poder extraordinario como experiencia tiene la capacidad de desprendernos de donde estemos, de liberar nuestro pensamiento consciente para llevarnos a otro espacio, en donde habita la memoria, la imaginación, el sueño. La capacidad del cine de crear esa experiencia en donde el tiempo y el espacio evaden ser medidos racionalmente. Esta es una facultad que se percibe en la sensibilidad como cineasta de Ishtar Yasin, quien con ‘Dos Fridas’ nos traslada cinematográficamente a experimentar un espacio trascendido por el amor, el dolor, la nostalgia y la conciencia profunda del paso del tiempo. La historia específica de la realización de esta película habla fuerte y claro de la aproximación emocional de Ishtar al cine como arte, como un poderoso medio expresivo. Después de que la película fue estrenada originalmente en 2018, con buenos resultados en su recorrido de exhibición, pero la directora se encontró con la necesidad de hacer su propio corte de edición en 2024, un corte personal, que verdaderamente representara su voz profunda con respecto a la idea. Como una verdadera artista que antepone su perspectiva del cine como arte, consiguió que la película finalmente se convirtiera en lo que ella siempre deseó que fuera. ‘Dos Fridas’ cuenta una historia real. La de la costarricense Judith Ferreto (María de Medeiros), quien cuidó a Frida Kahlo (la misma Ishtar Yasin) durante la convalecencia de los últimos años de su vida, creando un vínculo de amor espiritual tan extenso y tan profundo que podría sobrevivir a la muerte de la intensa pintora mexicana. Como si se tratara de una suerte perversa de aquel azar indomable que obsesionaba a Buñuel, las circunstancias llevan a Judith a un estado de contemplación inevitable y permanente de sí misma y de su relación con Frida, marcada profundamente por un amor supremo y lleno de matices.
Ishtar Yasin nos introduce desde el primer momento en un tiempo generoso con la mirada del espectador. Nos entrega imágenes elaboradas en detalle desde una perspectiva pictórica, en varias ocasiones reconstruyendo las mismas obras de Frida, y muy especialmente una lógica de montaje interno en la que los planos se reconvierten de tal forma que nos instala pronto en la situación crítica y de postración de Ferrato, desde donde inmediatamente se encuentra con la tan particular muerte mexicana, la Catrina entre muchos nombres, que le habla de cerca convocándola a irse con ella. La representación deslumbrante de María de Medeiros encarna por sí misma una narrativa al interior de la película, en la versatilidad de su expresividad se traza el proceso que producen en Judith las convulsiones emocionales que se desatan en la suma de sus padecimientos aunados con la ausencia de Frida, que inunda completamente el espacio de las habitaciones de su casa hasta trascenderlo de un espíritu existencial. Sobre la humanidad de Ferrato, con las evoluciones interpretativas de María de Medeiros, se reflejan grandes transiciones en los estados de percepción, de la memoria, al sueño, a la alucinación, a la imaginación. En cada una de las habitaciones de aquella experiencia vital, aparece la mismísima Frida (encarnada por Ishtar), fantasmagórica en cada uno de esos espacios, y desde esa proyección, que es la mismísima que produce la psique de Judith, también se trazan las evoluciones emocionales de la misma Frida en su propio padecimiento, y entonces es donde las dos Fridas se confrontan, como en la célebre pintura de Kahlo, conectadas por unas venas que son mucho más que fisiológicas, que incluso se trasladan a un territorio misterioso, de conexión profunda e inquebrantable. En el terreno de un cine especialmente clasicista, vienen a la mente por momentos los vínculos intensos que se construían en el periodo postneorrealista de Visconti, en su trilogía alemana, en donde los reyes se derrumban progresivamente, por la vía de auténticos metales conductores de energía, como Helmut Berger o Dick Bogarde. Ese proceso de inmensos y profundos procesos tan furiosos como melancólicos, en el trauma vital de la existencia, también es frecuente en el cine de Lucrecia Martel, en donde de repente se libera una atmósfera en el aire que penetra los pulmones y domina las emociones, sobre todo en ‘La mujer sin cabeza’, en donde María Onetto irradia con la violencia de su trauma todo espacio que ocupa. En ‘Dos Fridas’, la simbiosis de las dos mujeres, cuyo lapso de aquel encuentro en el tiempo presente y en la carne viva es resguardado por Judith en el fondo del alma; es el centro de un tejido metafísico, que trasciende así el tiempo y el espacio, que borra los límites entre pasado, presente y futuro, entre la casa de Judith, la casa azul de Frida, el hospital. Al elaborar ese paisaje etéreo, la película alcanza una profundidad que raya en una contemplación que puede ser abismal y siempre es trascendente.
El corte personal de Ishtar Yasin para ‘Dos Fridas’ se cierra con el epílogo de un cortometraje que explora el mítico inframundo prehispánico, en un paradisiaco banquete platónico que combina personalidades trascendentes en la historia de México, América Latina y la humanidad completa, como Marx, Freud, Artaud, Breton, Diego Rivera, Tina Modotti, Nefertiti, Yuri Gagarin, entre varios más. En ese descenso a las mismísimas grutas del Macario de Gavaldón (las mismas de Cacahuamilpa), se construye la metáfora grande de todo un abrazo colectivo en ese fondo oscuro, además con el aporte interpretativo de figuras relevantes como Luis de Tavira, Ángeles Cruz o José Sefami. Una fiesta luminosa en la que prepondera el deleite extendido: el de la comida, el de las risas, y también el de la conversación profunda en la poesía y en la reflexión filosófica. Ese espacio en el que la muerte se convierte en un refugio apacible y caluroso en el que están presentes las presencias destellantes de un amor jubiloso, de auténtica dicha que ha superado los límites angustiosos de la mortalidad para por fin encontrar una paz absoluta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario