jueves, 26 de septiembre de 2024

La caballería comunitaria de ‘Fort Apache’ y el costumbrismo marcial de John Ford


En la constitución fundamental de la mitología cinematográfica estadounidense, sobre la estructura descomunal del Hollywood clásico, no existió un cineasta más trascendente que John Ford. El máximo exponente del western en el cine construyó con su filmografía un sustento inédito para la siempre extraviada identidad nacional de Estados Unidos, recabando en las travesías y asentamientos coloniales de los vaqueros que arrearon el ganado y los peregrinos que formaron los asentamientos que progresivamente conquistaron y poblaron un inmenso territorio. En una larga trayectoria, desde los años treinta hasta los años sesenta, el legado de Ford trazó un mapa que seguirían muchos de los autores del cine estadounidense, inclusive las subsecuentes generaciones desde el Nuevo Hollywood. En lo que al western se refiere, después del auténtico hito que marcó ‘La Diligencia’ (1939) y una década repleta de clásicos con la firma de Ford, que incluyó títulos como ‘Las uvas de la ira’ (1940), ‘¡Qué verde era mi valle!’ (1941) y ‘Mi adorable Clementine’ (1946), el padre del Western en el cine lanzó toda una trilogía sobre la caballería, la división del ejército que en el siglo XIX controlaba las extensiones territoriales especialmente en las regiones más desérticas y rocosas en la adversidad con los resistentes pueblos indígenas. La primera película de la trilogía es ‘Fort Apache’ (1948), que narra los acontecimientos que se derivan de la remisión del héroe de guerra Teniente Coronel Owen Thursday (Henry Fonda), quien a regañadientes debe hacerse cargo del Fuerte Apache, en donde choca fuertemente en la confrontación de su perspectiva con los las tribus indígenas, justo en medio de la disputa de las Guerras Apaches. 

Con el respaldo de un elenco amplio y suficiente, que incluye a Henry Fonda, John Wayne, Shirley Temple, George O’Brien, Ward Bond e incluso estelares del Cine de Oro Mexicano, como Pedro Armendáriz y Miguel Inclán, Ford construye un soporte esencialmente coral, en el cual teje una pequeña comunidad cohesionada en torno al fuerte de caballería, llena de pinceladas sobre las costumbres y en general la forma de vida de una sociedad profundamente tradicional y bucólica, relacionada en pequeñas celebraciones como la serenata, el baile, la comida y la cantina, entre otros gestos que por su simpleza pueden cautivar, a pesar del conservadurismo de su fondo marcial. Poco a poco, las confrontaciones entre los vaqueros de este western, lanzados a diferentes bandos por la incidencia del clasista y recalcitrante Thursday, que encuentra resistencia en el Capitán York (John Wayne), todavía en la rebeldía respetuosa de la subordinación, moviendo los hilos con lo que le permite su rango, hasta que pronto todo se traslada a la espectacularidad todavía vigente de unas inmensas batallas campales sobre el fondo pictórico de las extensiones desérticas estadounidenses, tan característico de Ford como consolidado sello de estilo, emulando la obra de pintores clásicos que atestiguaron esta época en Estados Unidos como Thomas Moran, Albert Bierstadt y Thomas Hill, con el talento legendario en este contexto del cinefotógrafo Archie Stout. 

‘Fort Apache’ logra sumar una amplia gama de valores. Lanza una trilogía que en su perspectiva completa definirá y sustentará en buena medida el western hacia el futuro de Hollywood, como la sólida anilla de la que se amarran los caballos. También hace toda una crónica de aquellas pequeñas comunidades que se construían en torno a los fuertes de caballería en el Estados Unidos del siglo XIX. Y, por supuesto, en el contraste cultural más consciente con los grupos indígenas, deja entrever no solamente las complejidades propias de ese desarrollo colonial, entre el pensamiento liberal y el conservador, incluyendo por supuesto la propia perspectiva de Ford, que, por ejemplo, Cosiche (Miguel Inclán), el mítico líder apache, se expresa en español como si esa fuera su lengua nativa.


jueves, 19 de septiembre de 2024

La memoria mágica de ‘Hecho en Inglaterra: las películas de Powell y Pressburger’ y el amor cinéfilo de Martin Scorsese y David Hinton


Martin Scorsese es una figura transversal en la historia del cine durante los últimos sesenta años. No solamente como una pieza esencial del Nuevo Hollywood, la vanguardia estadounidense de cine de autor de la generación de posguerra, sino también como un importante difusor del inmenso territorio que implica la cultura cinematográfica extendida en toda su extensión. Scorsese se ha prestado constantemente a ser un vehículo incondicional para la difusión y conservación de la cultura cinematográfica, en primer lugar desde su propia filmografía, dividida en una extensa vertiente en la ficción y otra considerable en el documental, siempre con la búsqueda de nuevas narrativas para contar otras historias, o las mismas, pero siempre de una forma tan nueva como auténtica. Pero Scorsese también ha impulsado el desarrollo del cine como arte desde la promoción cultural misma, especialmente con la fundación del World Cinema Project, que ha rescatado, restaurado y difundido un patrimonio cinematográfico diverso y profundo, a lo largo y ancho de todo el mundo. La cinefilia pura de Scorsese ha escrito un gran capítulo reciente con el documental ‘Hecho en Inglaterra: las películas de Powell y Pressburger’ (2023), dirigido por David Hinton, no solo director sino también editor, en el cual el mismísimo Martin Scorsese se remonta a su propia infancia para contar el relato mitológico de la que seguramente es la asociación de cineastas más influyente en la historia del cine: la de Michael Powell y Emeric Pressburger. 

El relato de Scorsese se remonta a su acercamiento accidental al cine de Michael Powell a través de la televisión y con ‘El ladrón de Bagdad’ (1940), producida por el legendario Alexander Korda y que contó con Powell como uno de los varios directores. Scorsese fundamenta su apreciación en las reacciones instintivas de su infancia; en la fascinación natural por el espectáculo cinematográfico al que se exponía, primero en la sala de su casa familiar y después en la sala de cine, en donde su encuentro fue con ‘Las zapatillas rojas’ (1948), a todas luces su película favorita de la dupla británica eje de la historia. Con ese fundamento en una fascinación transparente y honesta, Hinton (y Scorsese) empieza a tejer un relato en el que se busca el encuentro de dos orígenes, el de Michael Powell asistiendo las fantasias mudas del cine británico y el de Emeric Pressburger escapando de la muerte de guerras y entreguerras para renacer (como él mismo lo define) en Inglaterra, donde incluso tuvo que aprender a hablar de cero un nuevo idioma, casi como quien aprende a caminar de nuevo. Rápidamente se reparten los oficios. Powell el director, Pressburger el guionista y ambos los productores. Entonces lo que emerge es una disputa extraordinaria por el control de una obra tan particular y extraordinaria que Scorsese define tan atinadamente como la mejor alquimia entre lo experimental y lo comercial. 

‘Hecho en Inglaterra: las películas de Powell y Pressburger’ es un compendio de un amor de cinefilia tan profundo que es incluso místico, espiritual, religioso. Una travesía por las peripecias de un arte trascendente que se bate con la industria del entretenimiento y, muy especialmente, la memoria fundamental de un auténtico patrimonio universal: el de películas como ‘Las zapatillas rojas’, ‘Los cuentos de Hoffman’, ‘La vida y muerte del Coronel Blimp’, ‘Escalera al cielo’, ‘Un cuento de Canterbury’, ‘Narciso negro’ y otras cuantas que son capaces de infundirle hasta nuestros tiempos, a cualquier espectador atento, la esencia profunda de la naturaleza humana, en una amplia variedad de estados de percepción que solamente un cine como el de Powell y Pressburger es capaz de tocar en rincones tan profundos y complejos. 

jueves, 12 de septiembre de 2024

La Europa de posguerra de ‘Europa’ y el mapa humano de Lars von Trier


El cierre de la “trilogía europea” significó para Lars von Trier la consagración definitiva como una figura destacada del cine europeo en aquella transición al final de la Guerra Fría, de cara a un futuro diferente, justo como se planteaba el panorama para todo aquel continente al cierre de la Segunda Guerra Mundial. La disección especialmente extendida y profunda de Trier se complementa aquí con todo un tratado sobre las circunstancias excepcionales de Alemania en 1945, cuando cargaba más pesado que nunca el estigma de los crímenes más abominables. Leo Kessler (Jean-Marc Barr), un joven estadounidense, viaja a Alemania, como muchos en aquel entonces, al terreno fértil de la posguerra, para trabajar en la compañía de ferrocarriles con su tío (Ernst-Hugo Järegård). Ahí empieza un viaje de auténtico ensueño en medio la profunda melancolía de un país devastado, en donde subsiste una extraordinaria belleza para Leo, quien se encuentra especialmente con Katharina Hartmann (Barbara Sukowa), la encarnación misma de aquel mundo; una femme fatale con visos extraordinarios de fantasía. 

Trier traza un mapa extraordinario que se alimenta consistentemente de las potencias expresivas del cine tan frecuentes en las vanguardias de los años veinte y treinta. Con dobles impresiones, cambios del blanco y negro al color sobre el mismo plano, transiciones desde el espacio, en el recorrido profundo del tren por un territorio oscuro, mientras que se vive un misterio profundo, en conspiraciones gansteriles, en amores furtivos, en una supervivencia agitada, que corta el aire a cada instante. La elaboración de Trier es la de toda una experiencia cinematográfica, construida con el espíritu de un cineasta que no precisamente está en la experimentación entendida como la búsqueda de un nuevo recurso, sino en el desempolvar aquella vieja experimentación que extendió y siempre ha extendido los límites del cine. Además, en el caso específico de Trier, con la descomunal herencia, voluntariamente elegida, del arte europeo de varias décadas desde la Edad Media hasta mediados del siglo XX. 

La estructura de film noir como columna vertebral le permite a Trier darle firmeza a su experiencia, no solamente en lo cinematográfico sino también en lo narrativo, y en en ese viaje excepcional, plantea una reflexión sobre las circunstancias históricas de Alemania en la posguerra más inmediata. La película se planta en todos los frentes y expone con gran habilidad la manipulación de un escenario caracterizado especialmente por el vacío de poder. En esa revisión de todos los polos, cabe también la de la cacería sobre los antiguos nazis, muchos de ellos simplemente familiares, o soldados rasos de los mandos genocidas. La desembocadura de esa inmensa afluencia de ríos diversos, de causas y cauces, le da espacio notablemente a una tragedia cruda, como la que caracterizaría a Lars von Trier en los años posteriores. Una tragedia cruda que no por ello, o tal vez incluso por eso, no deja de ser poética. Y especialmente adquiere un matiz atmosférico diferente por el cielo estrellado de auténtica constelación que ha elaborado Trier, quien sabe muy bien que esa belleza se puede contemplar al mismo tiempo que se vive el horror, porque para él siempre han sido indivisibles, partes del mismo ente de la condición humana. Al cierre de la trilogía, el gran cineasta danés, que estaría a unos cuantos pasos de proponer el Dogma 95, estaba plantando fundamentalmente una declaración de principios que está ancalada a los orígenes continentales de la cultura europea, pero que mueve las aguas con la pregunta constante sobre el futuro del cine; sobre cuáles son las posibilidades que todavía son vigentes, de aquellas que se descubrieron en los albores y las que aún están por ser reveladas. 

jueves, 5 de septiembre de 2024

La Europa inmanente de ‘Epidemic’ y el proceso creativo de Lars von Trier


En la algidez de la transición de los años ochenta a los años noventa en Europa, que representó especialmente, más que en cualquier otro lugar del mundo, el paso de la Guerra Fría a la globalización, Lars von Trier lanzó la segunda parte de su “trilogía europea” con ‘Epidemic’ (1987), en la que trasladó muchas de las inquietudes y búsquedas de ‘El elemento del crimen’ (1984) al terreno de la creación específica de la ficción. En ‘Epidemic’, Trier se centra muy especialmente en la escritura de la ficción en el cine, en la elaboración a dos cabezas, a cuatro manos, de un guion cinematográfico entre el mismo Lars von Trier y Niels Vørsel, representándose a sí mismos, en la búsqueda de una historia de terror para presentarle a un productor. Ese proceso está vinculado profundamente con la exploración del thriller en ‘El elemento del crimen’ y precisamente ahí se traza todo un mapa en el cual pueden verse las señas particulares de una Europa que nuevamente estaba de frente a una transformación. 

‘Epidemic’ parte de un mundo verificable, fácil de identificar. De una modernidad ya casi globalizada para ese entonces. Trier utiliza un grano extraordinario en la emulsión de su película, de tal forma que la imagen constantemente se percibe como impresiones, como manchas que poco a poco nos van trasladando a un proceso creativo que se fundamenta muy especialmente en un proceso intelectual. Rápidamente, la película entra con naturalidad en el terreno de la ficción (con el mismo Lars von Trier encarnando a su personaje en otro nivel de la ficción: el Doctor Mesmer), en donde empieza a desplegarse un mundo antiguo, como si se tratara de una disección de la Europa moderna para buscar la Europa profunda, aquella que está en las entrañas, de una naturaleza inmanente. En la historia que está en el corazón de ‘Epidemic’, Trier y Vørsel exploran y vigilan las incidencias de una epidemia de carácter desconocido que se complica extraordinariamente. Poco a poco, esas incidencias se trasladan al mundo real, en el siguiente nivel arriba de esta ficción, y es imposible no trazar un vínculo más con la realidad apabullante de la pandemia en el que todavía se percibe como nuestro presente. Este cruce en los escenarios siempre se percibe, especialmente en el cine de Trier, como una transición en los estados de percepción, en la naturaleza misma de la existencia del ser humano. 

En tiempos en los cuales la discusión sobre la realidad es más vigente de lo que cualquiera hubiera imaginado, esta película representa el surgimiento de Trier como aquel autor que era capaz de cruzar con absoluta naturalidad el terreno de la percepción, con áreas muy diversas. Que era capaz de hacer resonar siglos del arte europeo en un presente que se siente especialmente vigente, con una extraordinaria perspectiva para que de esta forma pueda comprenderse el tiempo mismo desde la mirada extensa de la naturaleza humana. Es una propiedad que tienen solamente los mitos y esa profundidad instaló a Trier en el escalón de directores, como Pasolini, Fassbinder, Tarkovsky u Ozu, que eran capaces de excavar en las profundidades de su propia cultura para levantar toda una escultura con una gran cantidad de perspectivas, para apreciar no solamente esa cultura, sino además para crear todo un espacio en el cual se reflexiona sobre la condición humana. Desde este punto de vista, esa conversación entre la realidad y la ficción es sin duda alguna la conversación entre la razón y el ser. Entre dos tiempos que siempre se concilian y que no pueden expresarse siempre tan armónicamente, no solo en el cine, sino en general en el arte.