jueves, 29 de agosto de 2024

La Europa criminal de ‘El elemento del crimen’ y el thriller callejero de Lars von Trier


Desde la densa tradición histórica de la Escandinavia, surgió un cineasta danés que ha sacudido el panorama del cine europeo con una propuesta constantemente provocadora, arraigada en importantes tradiciones artísticas y culturales de Occidente, tan antiguas que puestas en la modernidad de los últimos cuatro décadas han resultado en una perspectiva extraordinaria para observar el mundo contemporáneo. Lars von Trier ha sabido mantenerse arraigado a esa gran tradición especialmente germánica e italiana, más profundamente romana, desde lo literario y lo pictórico, y simultáneamente ha reflexionado profundamente sobre la evolución del cine, específicamente como precursor del inquietante Dogma 95. Su nombre se dio a conocer en el mundo del cine con ‘El elemento del crimen’ (1984), que dio pie a la que se conocería como “la trilogía europea”, en el contexto de su filmografía, en donde hace toda una disección de una naturaleza profunda del continente, desde lo histórico más colectivo hasta lo humano más individual. ‘El elemento del crimen’ se ubica en una Europa que se percibe distópica pero que también respira la crudeza de las grandes capitales en el siglo XIX o la primera mitad del siglo XX. En ese escenario oscuro, Fisher (Michael Elphick), un veterano policía, intenta resolver el caso de un feminicida serial, para lo cual utiliza un controversial método de hipnosis desarrollado por su antiguo profesor Osborne (Esmond Knight), en el que Fisher podrá adentrarse directamente en la mente del asesino. Un método censurado por sus características antiéticas y sus riesgos específicos. 

Lars von Trier elabora en ‘El elemento del crimen’ todo un documento antiguo, en el sepia, que se percibe con las anotaciones del escritor, del sabio, con los gráficos y los apuntes de un pensamiento misterioso, sobre la gran tradición de las novelas de folletines, de los crímenes clásicos de los asesinos seriales. Aquí la frontera de identidad entre el investigador y el criminal se diluye por completo y Fisher va transformándose gradualmente en el monstruo, como si fuere el organismo que recibiera un veneno progresivo, que va despertando gradualmente su violencia, su perversidad. Los espacios que construye Lars von Trier son permanentemente nocturnos, oscuros, sucios, llenos de suciedad, de espacios clandestinos, oscuros, de huellas, de rastros, de una criminalidad primitiva. Las advertencias del maestro se van concretando progresivamente desde la perspectiva de un personaje que se va distorsionando poco a poco, cuya mirada se convierte poco a poco en una mirada mucho más perversa. Deja entrever recursos que más adelante en su filmografía se harían característicos, como la exposición poética de todo aquello que siempre se ha confinado al terreno de lo horroroso, de lo terrorífico, incluso de lo prohibido. La muerte y la descomposición, entendida como un proceso transversal, poco a poco se instala en la comprensión de una evolución natural. De un proceso envestido de una belleza inesperada. 

Lars von Trier no fue el primer cineasta que se alimentó de esa raíz antiquísima del arte europeo, en el que predominan Da Vinci o Rembrandt, tanto como Dante o Maquiavelo. Ahí repercute también la música surgida de la Ilustración, del clasicismo europeo en toda su extensión. Lo precedieron también cineastas como Visconti, Pasolini y Fassbinder. La confrontación con la modernidad de esa esencia cultural inmediatamente genera una reflexión descomunal sobre la ética y la moral de estos tiempos. En ‘El elemento del crimen’, el director danés abre la puerta de una baúl antiguo en el que se descubre una intensidad extraordinaria, que está vinculada a los orígenes mismos de grandes civilizaciones europeas, incluso con el espíritu de la denuncia y del reconocimiento de una condición humana en la que vive de fondo una perversidad que nos miró siempre directo a los ojos.  


jueves, 22 de agosto de 2024

La conciencia de la muerte en ‘Opening Night’ y el alma rota por John Cassavetes y Gena Rowlands


En el corazón de Estados Unidos, en medio de la industria cinematográfica más poderosa del mundo, la figura fundacional de John Cassavetes consolidó la esencia del cine independiente no solo en aquel país, sino en Occidente, con el alimento evidente de una sustancial herencia teatral y el espíritu de las vanguardias que pedían un cine intensamente de experiencias. La obra de Cassavetes nunca hubiera alcanzado las alturas extraordinarias que alcanzó sin la presencia abrumadora de Gena Rowlands, una de las personas (no solo mujeres) más extraordinariamente talentosas en la historia específica de la actuación para el cine. Películas como ‘Faces’ (1968), ‘A Woman Under The Influence’ (1974), ‘Opening Night’ (1977), ‘Gloria’ (1984) y ‘Love Streams’ (1984) hicieron del cine estadounidense un componente trascendente de la cultura en Estados Unidos, desde una perspectiva fundamentalmente más autoral que el de Hollywood en lo estructural. Específicamente en ‘Opening Night’ (1977), Gena Rowlands encarna una espectacular convulsión en el proceso creativo: la de una actriz que, capturada por el alcoholismo en la intensidad de los preámbulos al estreno, es sacudida por el horror de una muerte violenta que se escenifica enfrente de ella misma, para arrastrarla a las profundidades del cargo de conciencia y a cuestionarse la trascendencia de su arte bajo el cielo inmenso y oscuro de toda la existencia.

‘Opening Night’ está llena de recovecos, de corredores, de habitaciones oscuras, de salas abiertas y luminosas, de contraluces, de pasadizos atravesados por el dolor y la furia resistente de Myrtle Gordon, el personaje tan adorable como doloroso que encarna Rowlands, infundido por la agitación suprema en lo espiritual de la creación artística. De la representación de una mujer que es lanzada de un extremo a otro en la ficción por la violencia, por el desprecio, por la negación, mientras que en su vida misma se confronta con los fantasmas de la culpa y la conciencia absoluta, con la brutalidad de la contemplación de sí mismo frente a una inmensidad inabarcable. El espacio alegórico de Cassavetes en ‘Opening Night’ es, aún más que en sus otras obras, conceptualmente la metáfora de la mente humana, de una condición de la que nadie se puede librar, del escenario atravesado por espectros, por miedos, por ansiedades, por deseos, por pulsiones incontrolables. Gena Rowlands le da vida a cada espacio, a cada circunstancia, rompiendo en mil pedazos el proceso creativo que se previó para su personaje en la ficción. Rebota en los corredores, cae al suelo y su mirada atraviesa el techo para concentrarse en un espacio exterior que no podemos ver. Es una visión delirante por el terror. Esta vez, Cassavetes nos permite por momentos ver el fantasma que ve Myrtle Gordon y que sobrecoge cuando se ve reflejado en la mirada portentosa de Gena Rowlands dirigida a la extensión del espacio cinematográfico, por fuera del encuadre. El rostro de Gena Rowlands, simultáneamente patrimonio material e inmaterial de la cultura mundial, se quiebra, se rompe, se corta, hace mil evoluciones entre la belleza interminable y el dolor que se asoma desde la oscuridad. Myrtle Gordon no puede dejar de cargar la responsabilidad que le cargó encima la muerte atravesando la noche lluviosa en la ciudad, en un instante fatal en medio de la velocidad cruel de la modernidad. El tiempo que no se detiene, el mundo que no para ni siquiera en ese momento en el que de repente esa luz cruel de la verdad de la muerte atraviesa la humanidad. Al final, se cruza completo todo el túnel, de la mano de un arte resistente, en la improvisación, en el experimento, en el impulso vital, con la fuerza de las manos que sostienen el derrumbe de la vida entera. Ahí Gena es monumento. Es el resplandor de un fuego alto, voraz y de mil llamas, que jamás arderá igual de nuevo. 


jueves, 15 de agosto de 2024

La humanidad desahuciada de ‘La plegaria del soldado’ y el mundo insalvable de Masaki Kobayashi


En el paso de los años cincuenta, hacia la modernidad de los años sesenta, Kobayashi se tomó un respiro importante para emprender el cierre de la “trilogía de La Condición Humana”. Después de dos películas especialmente demandantes en las que todo un personaje épico, como ya lo había hecho de Kaji, había construido el camino más detallado posible por el infierno de la realidad japonesa en diferentes frentes desde las fauces de la guerra hacia lo que derivaría en la posguerra. En esa tercera parte de la saga, Kobayashi profundiza en los efectos de la guerra, para distanciarse más claramente de las ideologías. En ‘La plegaria del soldado’ (1961), Kaji (Tatsuya Nakadai) y un puñado de compañeros a la deriva buscan evitar ser capturados por el ejército soviético y en esa elusión se encuentran con los últimos grupos de ocupación japonesa en Manchuria, quienes los consideran remisos. Tras escapar violentamente y cada vez más diezmados por el hambre y la enfermedad, buscan un refugio en el que puedan finalmente mantenerse con vida hasta que las circunstancias violentas de una guerra álgida pueda dar un respiro y así un espacio para poder volver de verdad a la vida. Las esperanzas de Kaji, fundamentadas en su pacifismo ya emblemático se iban viendo minadas gradualmente, en el derrumbe progresivo de su propia existencia en medio de un territorio insuperable, de un infierno sin puerta de escape. 

En ‘La plegaría del soldado’, Kobayashi lanza a su héroe a las adversidades del camino, a una ruta en la que va a contemplar de primera mano el terrible panorama de deshumanización, de la muerte, del desahucio, de la violencia, de los instintos de supervivencia disparados en la situación de urgencia. De forma extraordinaria, las expectativas ideológicas de Kaji, quien busca un aliado en el pacifismo y en el socialismo, se convierten también en las expectativas de su propia vida. En el camino áspero que se plantea enfrente de Kaji, la guerra se trasciende a la humanidad, a la existencia, como una representación dolorosa de la vida y, por supuesto, de la condición humana. La supervivencia crítica saca a flote vicios que rápidamente conducen al crimen, a la muerte, al asesinato. Kaji mantiene viva su conciencia todo lo que le es posible y la voz interior retumba en sincronía con nuestra propia observación desde la distancia en tiempo y espacio. La sensación cada vez más persistente es la de un horizonte que se esfuma; de un destino que se apaga, de un futuro que deja de existir. Los instintos destrozan gradualmente cualquier tipo de posición ideológica, que rápidamente va transitando hacia las emociones más intensas; hacia la violencia más extraordinaria que surge de la furia, del hambre, de un rencor intestino. 

Sobre la humanidad pacifista de Kaji, Kobayashi traza el mapa de un mundo atravesado por la guerra, por la muerte, por un horror que es capaz de penetrarlo todo. Es el mismo mundo desde el cual despuntó todo el cine moderno, el que gestaron las vanguardias en todo el mundo. La trilogía de la Condición Humana tiene la capacidad de plantear la dimensión completa de una violencia lacerante que atravesaba al mundo entero, y desde esa perspectiva, trazar todo un estudio de la humanidad, de la condición humana sometida a sus instintos, a sus emociones, a los sentimientos profundos, que a fin de cuenta le permiten simplemente avanzar, como a Kaji, que siempre tuvo en sus pensamientos a Michiko, la mujer que amaba, a quien siempre puso como destino para salir de la oscuridad, para dar cada uno de sus miles y miles de pasos atravesando el infierno.  


jueves, 8 de agosto de 2024

La humanidad superviviente de ‘El camino a la eternidad’ y la guerra insuperable de Masaki Kobayashi


Masaki Kobayashi filmó la segunda parte de la trilogía de “la condición humana” casi simultáneamente a la primera. Inmediatamente después de ‘No hay amor más grande’, apareció ‘El camino a la eternidad’ (ambas en 1959), continuando con la aventura dramática y dolorosa de Kaji (Tatsuya Nakadai), ya como todo un emblema mítico, atravesando el escenario devastador de la ocupación japonesa en Manchuria, en medio de la algidez más cruenta de la Segunda Guerra Mundial. Kobayashi, por la vía de un melodrama intenso y lleno de diversas rutas en la profundidad, siempre anclado en el vínculo amoroso de pareja especialmente arraigado, como el salvavidas del pantano. En esta segunda película, después de los incidentes como burócrata en Manchuria, tras la mediana frustración de su esfuerzo antiesclavista, es enviado al frente de guerra, como soldado raso. Inmediatamente se tiene que enfrentar con la violencia humillante de los superiores inmediatos, en un régimen deshumanizante que siempre pone a prueba los nervios y el estado mental. En el cuartel se encuentra con Shinjo (Kei Sato), un soldado comunista que decididamente está planeando la fuga. Las decisiones de Kaji se verán modificadas por la tragedia que se presenta al interior de las filas, por los efectos de la violencia psicológica incisiva. Entonces retoma el activismo, pero en medio de un escenario aún más criminal que el que había conocido en las oficinas de la ocupación japonesa en Manchuria. 

En el fango especialmente espeso del Japón de la Segunda Guerra Mundial, ‘El camino a la eternidad’ hace que ‘No hay amor más grande’ sea un inmenso prólogo que da el contexto para una situación especialmente crítica, tan dolorosa que la segunda parte de la trilogía de “la condición humana”, de Kobayashi, solamente se puede apreciar realmente con la perspectiva de ese panorama de gran infamia. Kaji, aferrado casi químicamente a un pacifismo profundo, no puede existir de otra manera, no es capaz de dejarse endurecer por las condiciones crudelísimas que atraviesa, ni siquiera cuando es testigo presencial, directo, a unos cuantos metros, de los horrores más intensos de la guerra. Al mismo tiempo, con una devoción abrumadora, su amada Kachiko (Michiyo Aratama) sigue sus pasos como una sombra, impulsada por una pasión sobrenatural, como si fuera a esta altura ya más un espíritu, como si su amor estuviera más vivo que ella misma. Así ella conquista las distancias y llega hasta las barracas para amarse con Kaji y darle una última imagen para que él guarde para sobrevivir. Las expectativas llegan a un punto tan bajo, tan relativo a lo básico que lo que queda es apenas esperar no morir, sostener al menos una vida con una cantidad de traumas que se puedan cargar. 

El cine bélico tiene una historia tan larga como la del cine mismo. El relato detallado del infierno ha pasado por la ficción y por el documental, desde las construcciones vibrantes del Realismo Socialista hasta los testimonios de varios directores hollywoodenses desde el frente estadounidense. Pero Masaki Kobayashi, con la segunda parte de su tríptico sobre la condición humana, trazó una línea que marcó el camino de un cine que no podía ser ajeno a las inmensas transformaciones culturales que se daban en paralelo a la extraordinaria evolución. Especialmente, en el contexto del cine japonés, se trataba de una inmersión que servía para contrastar y comprender mucho más las obras también trascendentes de aquellos nombres también trascendentes, como Kurosawa, Ozu, Mizoguchi y Naruse, porque las heridas de aquel país, en sus circunstancias tan específicas, servirían sin duda para plantearse precisamente la condición humana. Ese misterio indescifrable mediante el cual se atravesó muy particularmente la conmoción del siglo XX. 


jueves, 1 de agosto de 2024

La humanidad cruel de ‘No hay amor más grande’ y la épica antiesclavista de Masaki Kobayashi


Las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sobre Japón fueron especialmente lacerantes y traumáticas, por los efectos devastadores de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, pero también por la violencia descarnada que se vivió en las disputas por el poder al interior del país. En ese contexto de inmensos autores que sustentaron buena parte de su obra en los sentimientos transversales y profundos del país, entre los que se cuentan Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Mikio Naruse, quien realizó una disección mucho más profunda, que incluía la autorreflexión sobre los propios crímenes de Japón, fue Masaki Kobayashi, quien con su “trilogía de la Condición Humana”, ahondó en la diversidad de las heridas en la memoria japonesa de posguerra. Kobayashi se basó muy especialmente en la saga literaria homónima del escritor Junpei Gomikawa, a la cual le sumó una buena cantidad de sus propias vivencias personales en la guerra y la posguerra inmediata. La primera película de la histórica trilogía de Kobayashi es ‘No hay amor más grande’ (1959), toda una epopeya sobre la resistencia antiesclavista al interior de Japón. Cuenta la travesía activista de Kaji (Tatsuya Nakadai), un pacifista antibelicista, objetor de conciencia frente a la guerra, quien es reclutado para ir al frente y como alternativa ofrece sus conocimientos en la logística y el rendimiento en la industria de la guerra para evitar el traslado al campo de batalla. Es enviado a un destino muy lejano en las profundidades de Manchuria, en la China ocupada por Japón, en donde la mayoría de trabajadores son prisioneros chinos esclavizados. Kaji emprende entonces toda una lucha diplomática y de auténtico poder para cambiar la realidad de aquellos hombres torturados. 

Como base, Kobayashi lanza su película desde la plataforma del amor: el de Kaji y Michiko (Michiyo Aratama), una pareja que decide conformarse para soportar la adversidad de la guerra y sus circunstancias. Algo similar a lo que Naruse planteó en ‘Nubes flotantes’ (1955), en donde ese vínculo existencial es un refugio que soporta las inclemencias hasta donde le es posible. En el trayecto que se plantea, Kaji se encuentra con humanidades entrañables mientras al mismo tiempo se le plantan frente a sus ojos horrores mucho más crueles de los que se había planteado solo desde la teoría y la hipótesis, desde sus ideas iniciales del pacifismo. Poco a poco, debe curtirse obligadamente para poder actuar, para poder intervenir y generar un cambio. Kobayashi frecuenta los encuadres que simultáneamente ponen de fondo el espacio: un mundo desolado, casi desértico, con una atmósfera apocalíptica. De repente, en momentos críticos, la mirada de Kobayashi también es directa, abierta, para retratar la crueldad y transmitirla sin filtros. Esa crueldad también se percibe constantemente en la obra contemporánea de Kurosawa, quien por este años también era dado a representar los estragos de la violencia más intensa. Kobayashi lo refleja también en rostros convulsionados con la contemplación del horror, instalados al borde del abismo. 

Como en ‘Roma, ciudad abierta’ (1945), en donde Rossellini le hace todo un homenaje a la resistencia antifascista, Kobayashi también plantea en ‘No hay amor más grande’ todo el entramado de las células guerrilleras que procuran moverse organizadamente para liberarse del azote de la barbarie. Sin embargo, Kobayashi se distancia de la perspectiva esperanzadora que surge en el horizonte de la obra de Rossellini y se acerca mucho más a un escepticismo implacable, similar al espíritu posterior de Miklós Janczó en ‘Los desesperados’ (1966), en donde se impone la contrarrevolución. Sin embargo, lo que nunca se rompe es el principio fundamental de la película, el vínculo amoroso de la pareja, como un indicativo de que ese afecto es el que jamás se extingue.