Desde la densa tradición histórica de la Escandinavia, surgió un cineasta danés que ha sacudido el panorama del cine europeo con una propuesta constantemente provocadora, arraigada en importantes tradiciones artísticas y culturales de Occidente, tan antiguas que puestas en la modernidad de los últimos cuatro décadas han resultado en una perspectiva extraordinaria para observar el mundo contemporáneo. Lars von Trier ha sabido mantenerse arraigado a esa gran tradición especialmente germánica e italiana, más profundamente romana, desde lo literario y lo pictórico, y simultáneamente ha reflexionado profundamente sobre la evolución del cine, específicamente como precursor del inquietante Dogma 95. Su nombre se dio a conocer en el mundo del cine con ‘El elemento del crimen’ (1984), que dio pie a la que se conocería como “la trilogía europea”, en el contexto de su filmografía, en donde hace toda una disección de una naturaleza profunda del continente, desde lo histórico más colectivo hasta lo humano más individual. ‘El elemento del crimen’ se ubica en una Europa que se percibe distópica pero que también respira la crudeza de las grandes capitales en el siglo XIX o la primera mitad del siglo XX. En ese escenario oscuro, Fisher (Michael Elphick), un veterano policía, intenta resolver el caso de un feminicida serial, para lo cual utiliza un controversial método de hipnosis desarrollado por su antiguo profesor Osborne (Esmond Knight), en el que Fisher podrá adentrarse directamente en la mente del asesino. Un método censurado por sus características antiéticas y sus riesgos específicos.
Lars von Trier elabora en ‘El elemento del crimen’ todo un documento antiguo, en el sepia, que se percibe con las anotaciones del escritor, del sabio, con los gráficos y los apuntes de un pensamiento misterioso, sobre la gran tradición de las novelas de folletines, de los crímenes clásicos de los asesinos seriales. Aquí la frontera de identidad entre el investigador y el criminal se diluye por completo y Fisher va transformándose gradualmente en el monstruo, como si fuere el organismo que recibiera un veneno progresivo, que va despertando gradualmente su violencia, su perversidad. Los espacios que construye Lars von Trier son permanentemente nocturnos, oscuros, sucios, llenos de suciedad, de espacios clandestinos, oscuros, de huellas, de rastros, de una criminalidad primitiva. Las advertencias del maestro se van concretando progresivamente desde la perspectiva de un personaje que se va distorsionando poco a poco, cuya mirada se convierte poco a poco en una mirada mucho más perversa. Deja entrever recursos que más adelante en su filmografía se harían característicos, como la exposición poética de todo aquello que siempre se ha confinado al terreno de lo horroroso, de lo terrorífico, incluso de lo prohibido. La muerte y la descomposición, entendida como un proceso transversal, poco a poco se instala en la comprensión de una evolución natural. De un proceso envestido de una belleza inesperada.
Lars von Trier no fue el primer cineasta que se alimentó de esa raíz antiquísima del arte europeo, en el que predominan Da Vinci o Rembrandt, tanto como Dante o Maquiavelo. Ahí repercute también la música surgida de la Ilustración, del clasicismo europeo en toda su extensión. Lo precedieron también cineastas como Visconti, Pasolini y Fassbinder. La confrontación con la modernidad de esa esencia cultural inmediatamente genera una reflexión descomunal sobre la ética y la moral de estos tiempos. En ‘El elemento del crimen’, el director danés abre la puerta de una baúl antiguo en el que se descubre una intensidad extraordinaria, que está vinculada a los orígenes mismos de grandes civilizaciones europeas, incluso con el espíritu de la denuncia y del reconocimiento de una condición humana en la que vive de fondo una perversidad que nos miró siempre directo a los ojos.