Las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sobre Japón fueron especialmente lacerantes y traumáticas, por los efectos devastadores de la explosión de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki, pero también por la violencia descarnada que se vivió en las disputas por el poder al interior del país. En ese contexto de inmensos autores que sustentaron buena parte de su obra en los sentimientos transversales y profundos del país, entre los que se cuentan Akira Kurosawa, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y Mikio Naruse, quien realizó una disección mucho más profunda, que incluía la autorreflexión sobre los propios crímenes de Japón, fue Masaki Kobayashi, quien con su “trilogía de la Condición Humana”, ahondó en la diversidad de las heridas en la memoria japonesa de posguerra. Kobayashi se basó muy especialmente en la saga literaria homónima del escritor Junpei Gomikawa, a la cual le sumó una buena cantidad de sus propias vivencias personales en la guerra y la posguerra inmediata. La primera película de la histórica trilogía de Kobayashi es ‘No hay amor más grande’ (1959), toda una epopeya sobre la resistencia antiesclavista al interior de Japón. Cuenta la travesía activista de Kaji (Tatsuya Nakadai), un pacifista antibelicista, objetor de conciencia frente a la guerra, quien es reclutado para ir al frente y como alternativa ofrece sus conocimientos en la logística y el rendimiento en la industria de la guerra para evitar el traslado al campo de batalla. Es enviado a un destino muy lejano en las profundidades de Manchuria, en la China ocupada por Japón, en donde la mayoría de trabajadores son prisioneros chinos esclavizados. Kaji emprende entonces toda una lucha diplomática y de auténtico poder para cambiar la realidad de aquellos hombres torturados.
Como base, Kobayashi lanza su película desde la plataforma del amor: el de Kaji y Michiko (Michiyo Aratama), una pareja que decide conformarse para soportar la adversidad de la guerra y sus circunstancias. Algo similar a lo que Naruse planteó en ‘Nubes flotantes’ (1955), en donde ese vínculo existencial es un refugio que soporta las inclemencias hasta donde le es posible. En el trayecto que se plantea, Kaji se encuentra con humanidades entrañables mientras al mismo tiempo se le plantan frente a sus ojos horrores mucho más crueles de los que se había planteado solo desde la teoría y la hipótesis, desde sus ideas iniciales del pacifismo. Poco a poco, debe curtirse obligadamente para poder actuar, para poder intervenir y generar un cambio. Kobayashi frecuenta los encuadres que simultáneamente ponen de fondo el espacio: un mundo desolado, casi desértico, con una atmósfera apocalíptica. De repente, en momentos críticos, la mirada de Kobayashi también es directa, abierta, para retratar la crueldad y transmitirla sin filtros. Esa crueldad también se percibe constantemente en la obra contemporánea de Kurosawa, quien por este años también era dado a representar los estragos de la violencia más intensa. Kobayashi lo refleja también en rostros convulsionados con la contemplación del horror, instalados al borde del abismo.
Como en ‘Roma, ciudad abierta’ (1945), en donde Rossellini le hace todo un homenaje a la resistencia antifascista, Kobayashi también plantea en ‘No hay amor más grande’ todo el entramado de las células guerrilleras que procuran moverse organizadamente para liberarse del azote de la barbarie. Sin embargo, Kobayashi se distancia de la perspectiva esperanzadora que surge en el horizonte de la obra de Rossellini y se acerca mucho más a un escepticismo implacable, similar al espíritu posterior de Miklós Janczó en ‘Los desesperados’ (1966), en donde se impone la contrarrevolución. Sin embargo, lo que nunca se rompe es el principio fundamental de la película, el vínculo amoroso de la pareja, como un indicativo de que ese afecto es el que jamás se extingue.
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