jueves, 14 de diciembre de 2023

El desprecio homofóbico en ‘Temblores’ y el sismo reaccionario para Jayro Bustamante


Después de ‘Ixcanul’, la primera película de su “trilogía del desprecio”, que exploraba a fondo la esencia racista en el uso generalizado en Guatemala de la palabra “indio”, el director guatemalteco Jayro Bustamante, cuatro años después, le dio pronto un cierre inspirador a su trilogía con dos películas casi consecutivas. La segunda de la trilogía, la que desglosaba el fondo del siguiente insulto guatemalteco (que podría ser también latinoamericano), el que se refiere con homofobia a la homosexualidad, el de “hueco”, se tituló ‘Temblores’ (2019). En esta película, Bustamante cuenta la historia de Pablo (Juan Pablo Olyslager), un hombre de clase acomodada y de tradición cristiana evangélica, casado y con dos hijos, quién descubre su orientación homosexual y decide dejar su casa para irse a vivir con su amante. Esta revelación de su naturaleza desata una arremetida estructuralmente reaccionaria que va a lanzarse furiosamente a recapturarlo en sus filas. 

Así como en ‘Ixcanul’, en ‘Temblores’ un ser humano descubre su humanidad a través de la sexualidad y eso implica que sea sacudido violentamente por el impulso reaccionario de una sociedad castigadora que se empeña decididamente en no permitir que estos seres humanos se escapen de sus márgenes. El mundo de ‘Temblores’ se parece cada vez más al de una prisión. Una en la cual los encuentros más humanos se dan en el patio frío y rocoso de un espacio subterráneo, en donde se puede ser tal cual se es, donde se puede existir de forma auténtica, mientras que en las habitaciones lujosas de la gran casa conservadora parecen la reclusión estricta de las celdas, en donde yace algo tan monstruoso como una pesadilla, de donde no se puede escapar. La luz es capaz de colarse en todos los escenarios de esta cárcel, por las ventanas, por las puertas, en medio de los barrotes, como si la libertad esperara afuera ansiosa por Pablo, quien ansía salir, pero no puede zafarse de la tortura de su amor de padre, del vínculo doloroso con sus hijos, que es utilizado violentamente por toda una dictadura evangélica para impulsar con ese chantaje un impresionante proceso de tortura, de aquellas mal llamadas “terapias de conversión”. 

Los colores de Bustamante aquí también son fríos, como en ‘Ixcanul’ y por momentos los diálogos derrapan en una obviedad que arruina aquello que ya está contundentemente elaborado con las imágenes y los sonidos. Y como en una construcción de fondo surrealista de Paul Thomas Anderson o Jim Jarmusch, los temblores aparecen como fenómenos que reparten democráticamente el horror, el espanto que deja entrever la fragilidad de los victimarios y de las víctimas, lo que a fin de cuentas permite que la naturaleza revele tranquilamente la inmensa artificialidad de las estructuras jerárquicas que terminan por determinar arbitrariamente el destino de los seres humanos, muy lejos de la felicidad, incluso como un fenómeno esporádico. El sonido resulta fundamental para elaborar esa atmósfera asfixiante, especialmente en lo que se refiere a la distancia que se impone frente a los protagonistas y su propia realización. Los ambientes y los incidentales fuera de campo le suman abundantemente a la angustia y también expresan la verdad de los sentimientos que se resisten a desaparecer por más que son metidos debajo del tapete, de la piel. Esa persistencia de los sentimientos auténticos le agrega grandes cantidades a la tortura, además de la naturaleza inalcanzable y esporádica de la felicidad, de la realización, poniendo el dedo en el renglón aquel en el cual pareciera estar escrito que no se puede tener todo al mismo tiempo, mucho menos cuando las filiaciones humanas son extremadamente impositivas y tiránicas por sí mismas, en un modelo de mundo que no admite la más mínima alternativa al manual que ya tiene redactado para vivir la vida.


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