jueves, 21 de diciembre de 2023

El desprecio fascista en ‘La Llorona’ y el terror sociopolítico de Jayro Bustamante


Después de estrenar ‘Temblores’ (2019), la segunda película de su “trilogía del desprecio”, casi inmediatamente el guatemalteco Jayro Bustamante lanzó el cierre de la trilogía, que sería con ‘La Llorona’ (2019), que fue filmada casi en simultáneo con ‘Temblores’. Es el turno del tercer insulto frecuente en Guatemala, el de “comunista”, en el que se expresa intensamente el anticomunismo esencialmente más macartista, aquel predominante en Latinoamérica en la disputa ideológica deshumanizada de la Guerra Fría en toda la región. Bustamante nos confina aquí a la casa asediada de un dictador que enfrenta un juicio frente a un tribunal de memoria histórica. Se trata de Enrique Monteverde (Julio Díaz, un evidente alter ego del sanguinario dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt), tirano que es acusado de genocidio del pueblo maya Kaqchikel por falsas acusaciones de subversión que enmascaran un racismo esencial, como el de cualquier genocidio. Mientras que su esposa Carmen (Margarita Kenéfic), está en sintonía con su espíritu fascista, su hija, la médica Natalia (Sabrina de la Hoz) está profundamente convulsionada por el un conflicto moral y ético que enfrenta el vínculo con su padre y su propio juicio sobre la verdad de la Historia. Las víctimas del dictador están decididas a convertirse por todas las vías en la pesadilla del victimario, por todas las vías posibles y la punta de lanza es Alma (María Mercedes Coroy, la misma doncella de ‘Ixcanul’ en una fase de trascendencia mística), quien acude ante el abandono de casi todos los sirvientes indígenas de la familia.

Bustamante estructura todo un tejido tan armónico que es capaz de hilar el mito profundo de La Llorona, la denuncia política más feroz que se puede concebir y un diseño de precisión sobre el género cinematográfico del terror. La monstruosidad en ‘La Llorona’ adquiere todos los matices necesarios para tocar todas las acepciones de ese término. El monstruo tiránico, el del dictador, que se niega rabiosamente a renunciar a su beligerancia, a su violencia ya incorporada, repleto de orgullo, de una soberbia fascista, criminal. El monstruo de la propia conciencia que se come a dentelladas al primer monstruo, al dictador, que es capaz de cruzar el umbral de la conciencia para torturar la mente, en los sueños. Y por supuesto, el monstruo del género cinematográfico mismo, el monstruo potente que es incansable, paciente y cruel, que tiene la venganza implícita, que no quiere tener ni la más mínima compasión con el victimario. En esa conjunción de monstruos de Bustamante, convergen todos los elementos fundamentales de la cultura guatemalteca, cruzando la política, los Mayas e incluso una sociedad intensamente fragmentada. En este terreno, la casa de Monteverde empieza a verse invadida por un mundo resistente, que es indestructible: el de un pasado milenario que ha sido manchado por una violencia devastadora. Ahí vive también el clasismo, el racismo, el fascismo íntegro, con un asesino que se retuerce en sus instintos violentos mientras es torturado por la mística profunda de una espiritualidad que puede llegar tan lejos como se lo proponga. Por supuesto, resulta esencial para elaborar el derrumbe de ese pequeño castillo el trabajo del cinefotógrafo Nicolás Wong, que apaga las luces igual que se apagan al interior de los monstruos vencidos, el diseño de producción de Sebastián Muñoz, que poco a poco tira abajo la casa, la va demoliendo para que las víctimas crucen los muros de la casa y de la mente del tirano. 

En la “la trilogía del desprecio” vive mucho de la circunstancia latinoamericana. Viven los enclaves históricos que derivaron en una pena que solo puede volverse pasado hasta que se haga una verdadera memoria. 


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