jueves, 28 de diciembre de 2023

El trauma instintivo de ‘El niño y la garza’ y el espacio místico de Hayao Miyazaki


En el amplio mundo de la animación, probablemente no exista otro nombre más reverenciado unánimemente que el de Hayao Miyazaki. El cineasta japonés ha construido a lo largo unas cuatro décadas un legado cinematográfico que no solamente ha demostrado abrumadoramente los alcances de la animación como medio cinematográfico, sino que también ha logrado convocar en su arte profundo las gigantescas aristas milenarias de la cultura japonesa, cruzando la historia, el arte, la religión y la más profunda humanidad del alma oriental de raíz. De un tiempo para acá, se ha anunciado continuamente el final de la carrera de Miyazaki, con una última película. Una declaración que el mismo director ha llegado a respaldar. Sin embargo, parece que es más fuerte su necesidad expresiva que permanece intensa, viva, como si no pudiera controlar una potente pulsión creativa. Así lo demuestra su más reciente película (ya no sería recomendable decir que la última), titulada ‘El niño y la garza’ (2023), en donde nuevamente se abre de par en par la puerta para que entremos a ese espacio, tan místico como alucinante, que es su cine. ‘El niño y la garza’ nos lleva a acompañar a Mahito (Soma Santoki, voz en japonés), un niño de doce años que pierde a su madre en un incendio, justo en medio de la Guerra del Pacífico entre Japón y China. Su padre, un empresario de munición, se casa con la hermana de su difunta esposa y se traslada con Mahito al campo, donde lo cuidan varias ancianas solteras y sin hijos. El dolor de Mahito por la orfandad es intenso y en la búsqueda casi febril de su madre, incluso en las pesadillas, de tal forma que le resulta inevitable seguir a una garza misteriosa que le promete encontrarse con ella a cambio de que la siga. 

Miyazaki aquí parte de nuevo desde la observación histórica, como en ‘Porco Rosso’ (1992) o ‘El increíble castillo vagabundo’ (2004). En este caso, ese vínculo histórico también resulta útil para comprender el núcleo dramático del trauma para Mahito, su personaje principal. Es un asunto de memoria, desde la más amplia, la memoria nacional y los efectos específicos en la humanidad, hasta la de un niño de doce años. Con claros indicios autobiográficos, aquí el protagonista es un niño, no una niña, como suele darse más frecuentemente en su filmografía. Un niño que incluso se hiere a sí mismo para ser protegido, para ser consolado de una pena intensa. Como en ‘Mi vecino Totoro’ (1988), los espíritus convocan a los niños, que son los únicos todavía capaces de percibirlos, con una herencia sintoísta que es extensiva en toda la filmografía del director japonés. El escenario bucólico de la casa de campo tradicional es fisurado por la fantasía; por esa fantasía mística y oscura tan particular de Miyazaki. Ese mundo con visos terroríficos que se va abriendo de par en par para dejar ver una esencia mágica espiritualmente, que está ligada profundamente al alma. Los personajes que se encuentra Mahito en su travesía para aliviar la orfandad se fusionan con la materia misma, con el aire, con el fuego, con el agua, con la tierra. Esa concepción física de una sola materia que compone todas las cosas es abrumadora aquí y en todo el cine de Miyazaki, especialmente cuando son transformaciones impulsadas por emociones catárticas de tan intensas, como una liberación de energía que es capaz de plantar todo un paisaje nuevo. 

En ‘El niño y la garza’, el mensaje especialmente se dirige a nuestro presente crítico. La devastación de todo ciclo sustentable, del equilibrio profundo de todas las cosas, más allá de los límites de lo que suele considerarse lo natural. Sin embargo, el mensaje es de esperanza, de la defensa de ese espíritu antiguo que nos pide que salvemos la casa del fuego.  


jueves, 21 de diciembre de 2023

El desprecio fascista en ‘La Llorona’ y el terror sociopolítico de Jayro Bustamante


Después de estrenar ‘Temblores’ (2019), la segunda película de su “trilogía del desprecio”, casi inmediatamente el guatemalteco Jayro Bustamante lanzó el cierre de la trilogía, que sería con ‘La Llorona’ (2019), que fue filmada casi en simultáneo con ‘Temblores’. Es el turno del tercer insulto frecuente en Guatemala, el de “comunista”, en el que se expresa intensamente el anticomunismo esencialmente más macartista, aquel predominante en Latinoamérica en la disputa ideológica deshumanizada de la Guerra Fría en toda la región. Bustamante nos confina aquí a la casa asediada de un dictador que enfrenta un juicio frente a un tribunal de memoria histórica. Se trata de Enrique Monteverde (Julio Díaz, un evidente alter ego del sanguinario dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt), tirano que es acusado de genocidio del pueblo maya Kaqchikel por falsas acusaciones de subversión que enmascaran un racismo esencial, como el de cualquier genocidio. Mientras que su esposa Carmen (Margarita Kenéfic), está en sintonía con su espíritu fascista, su hija, la médica Natalia (Sabrina de la Hoz) está profundamente convulsionada por el un conflicto moral y ético que enfrenta el vínculo con su padre y su propio juicio sobre la verdad de la Historia. Las víctimas del dictador están decididas a convertirse por todas las vías en la pesadilla del victimario, por todas las vías posibles y la punta de lanza es Alma (María Mercedes Coroy, la misma doncella de ‘Ixcanul’ en una fase de trascendencia mística), quien acude ante el abandono de casi todos los sirvientes indígenas de la familia.

Bustamante estructura todo un tejido tan armónico que es capaz de hilar el mito profundo de La Llorona, la denuncia política más feroz que se puede concebir y un diseño de precisión sobre el género cinematográfico del terror. La monstruosidad en ‘La Llorona’ adquiere todos los matices necesarios para tocar todas las acepciones de ese término. El monstruo tiránico, el del dictador, que se niega rabiosamente a renunciar a su beligerancia, a su violencia ya incorporada, repleto de orgullo, de una soberbia fascista, criminal. El monstruo de la propia conciencia que se come a dentelladas al primer monstruo, al dictador, que es capaz de cruzar el umbral de la conciencia para torturar la mente, en los sueños. Y por supuesto, el monstruo del género cinematográfico mismo, el monstruo potente que es incansable, paciente y cruel, que tiene la venganza implícita, que no quiere tener ni la más mínima compasión con el victimario. En esa conjunción de monstruos de Bustamante, convergen todos los elementos fundamentales de la cultura guatemalteca, cruzando la política, los Mayas e incluso una sociedad intensamente fragmentada. En este terreno, la casa de Monteverde empieza a verse invadida por un mundo resistente, que es indestructible: el de un pasado milenario que ha sido manchado por una violencia devastadora. Ahí vive también el clasismo, el racismo, el fascismo íntegro, con un asesino que se retuerce en sus instintos violentos mientras es torturado por la mística profunda de una espiritualidad que puede llegar tan lejos como se lo proponga. Por supuesto, resulta esencial para elaborar el derrumbe de ese pequeño castillo el trabajo del cinefotógrafo Nicolás Wong, que apaga las luces igual que se apagan al interior de los monstruos vencidos, el diseño de producción de Sebastián Muñoz, que poco a poco tira abajo la casa, la va demoliendo para que las víctimas crucen los muros de la casa y de la mente del tirano. 

En la “la trilogía del desprecio” vive mucho de la circunstancia latinoamericana. Viven los enclaves históricos que derivaron en una pena que solo puede volverse pasado hasta que se haga una verdadera memoria. 


jueves, 14 de diciembre de 2023

El desprecio homofóbico en ‘Temblores’ y el sismo reaccionario para Jayro Bustamante


Después de ‘Ixcanul’, la primera película de su “trilogía del desprecio”, que exploraba a fondo la esencia racista en el uso generalizado en Guatemala de la palabra “indio”, el director guatemalteco Jayro Bustamante, cuatro años después, le dio pronto un cierre inspirador a su trilogía con dos películas casi consecutivas. La segunda de la trilogía, la que desglosaba el fondo del siguiente insulto guatemalteco (que podría ser también latinoamericano), el que se refiere con homofobia a la homosexualidad, el de “hueco”, se tituló ‘Temblores’ (2019). En esta película, Bustamante cuenta la historia de Pablo (Juan Pablo Olyslager), un hombre de clase acomodada y de tradición cristiana evangélica, casado y con dos hijos, quién descubre su orientación homosexual y decide dejar su casa para irse a vivir con su amante. Esta revelación de su naturaleza desata una arremetida estructuralmente reaccionaria que va a lanzarse furiosamente a recapturarlo en sus filas. 

Así como en ‘Ixcanul’, en ‘Temblores’ un ser humano descubre su humanidad a través de la sexualidad y eso implica que sea sacudido violentamente por el impulso reaccionario de una sociedad castigadora que se empeña decididamente en no permitir que estos seres humanos se escapen de sus márgenes. El mundo de ‘Temblores’ se parece cada vez más al de una prisión. Una en la cual los encuentros más humanos se dan en el patio frío y rocoso de un espacio subterráneo, en donde se puede ser tal cual se es, donde se puede existir de forma auténtica, mientras que en las habitaciones lujosas de la gran casa conservadora parecen la reclusión estricta de las celdas, en donde yace algo tan monstruoso como una pesadilla, de donde no se puede escapar. La luz es capaz de colarse en todos los escenarios de esta cárcel, por las ventanas, por las puertas, en medio de los barrotes, como si la libertad esperara afuera ansiosa por Pablo, quien ansía salir, pero no puede zafarse de la tortura de su amor de padre, del vínculo doloroso con sus hijos, que es utilizado violentamente por toda una dictadura evangélica para impulsar con ese chantaje un impresionante proceso de tortura, de aquellas mal llamadas “terapias de conversión”. 

Los colores de Bustamante aquí también son fríos, como en ‘Ixcanul’ y por momentos los diálogos derrapan en una obviedad que arruina aquello que ya está contundentemente elaborado con las imágenes y los sonidos. Y como en una construcción de fondo surrealista de Paul Thomas Anderson o Jim Jarmusch, los temblores aparecen como fenómenos que reparten democráticamente el horror, el espanto que deja entrever la fragilidad de los victimarios y de las víctimas, lo que a fin de cuentas permite que la naturaleza revele tranquilamente la inmensa artificialidad de las estructuras jerárquicas que terminan por determinar arbitrariamente el destino de los seres humanos, muy lejos de la felicidad, incluso como un fenómeno esporádico. El sonido resulta fundamental para elaborar esa atmósfera asfixiante, especialmente en lo que se refiere a la distancia que se impone frente a los protagonistas y su propia realización. Los ambientes y los incidentales fuera de campo le suman abundantemente a la angustia y también expresan la verdad de los sentimientos que se resisten a desaparecer por más que son metidos debajo del tapete, de la piel. Esa persistencia de los sentimientos auténticos le agrega grandes cantidades a la tortura, además de la naturaleza inalcanzable y esporádica de la felicidad, de la realización, poniendo el dedo en el renglón aquel en el cual pareciera estar escrito que no se puede tener todo al mismo tiempo, mucho menos cuando las filiaciones humanas son extremadamente impositivas y tiránicas por sí mismas, en un modelo de mundo que no admite la más mínima alternativa al manual que ya tiene redactado para vivir la vida.


jueves, 7 de diciembre de 2023

El desprecio racista en ‘Ixcanul’ y el aire místico de Jayro Bustamante

Centroamérica bien podría considerarse una de las regiones más injustamente olvidadas del mundo y quienes tienen el más mínimo conocimiento de esta región saben muy bien que su trascendencia cultural resulta esencial en el contexto latinoamericano, desde las culturas prehispánicas hasta la historia política. Guatemala es uno de los países que más tiene para aportarle a esta idea y en su cine existe un ejemplo consistente de cine latinoamericano que auténticamente refleja la esencia de una sociedad caracterizada por la tensión cultural propia del colonialismo, la pobreza y la resistencia de culturas fundamentales frente a un racismo extendido. En los años más recientes del cine guatemalteco se ha destacado muy especialmente la llamada “trilogía del desprecio”, de Jayro Bustamante, quien ha construido su tríptico en la disección de los tres insultos más comunes en la sociedad guatemalteca: “indio”, “hueco” (homosexual) y “comunista”. En esa disertación cinematográfica, no solamente consigue desentrañar la esencia misma del odio y la intolerancia, sino que establece una obra extendida sobre el efecto de dolores profundos en América Latina. La primera de las películas en la trilogía, la que se centra en el insulto “indio”, se titula ‘Ixcanul’ (2015), que en kaqchikel, una de las tantas lenguas mayas, significa “volcán”. Cuenta la historia de María (María Mercedes Coroy) una doncella indígena con gran curiosidad por la vida en su propio territorio, quien se debate entre el obligado vínculo matrimonial que le organizan sus padres con un hombre mayor, ya acomodado materialmente en esa comunidad, y el descubrimiento autónomo de su sexualidad con un joven y errático recolector de café de su comunidad, quien quiere migrar a Estados Unidos. La película es la primera hablada en una de las lenguas mayas y la primera guatemalteca que compitió en la prestigiosa Berlinale, el histórico festival de cine en Alemania. 

‘Ixcanul’ libera desde su primer fotograma un aire místico que todo lo cubre, un espíritu trascendente que nos involucra inmediatamente en el espacio cultural y geográfico. El viento, los animales y la presencia del volcán que parece abrazar a la comunidad es consistente en toda la película, mientras que la humanidad se debate en pasiones intensas con emociones que no mantenerse en la contención dejan de lado la violencia. Lo que se desarrolla es una historia mítica que también explica un fenómeno, como lo hace todo mito: la adversidad sistemática que se sufre al ser una mujer indígena. María, la heroína convulsionada y y febril de esta historia, es sacudida como si fuera envuelta en un tornado por el control que todos tienen sobre su vida, sobre su propia humanidad, en la realidad íntima de su pertenencia cultural y también fuera de ella, en el mundo mestizo y hegemónico que determina las limitaciones tanto para ella como para sus propios padres y familiares. La atmósfera y los personajes traen a la mente, desde otro extremo geográfico pero no otro extremo cultural, al gran cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul, uno de los más importantes cineastas de nuestros tiempos, quien en sus películas más inmersas en la profundidad del territorio tailandés también ha sabido explorar ese corazón mítico de las culturas milenarias que sobreviven en medio del azote de la hegemonía colonial. Bustamante también entrega con ‘Ixcanul’ una obra rica en silencios, en pausas, en contemplaciones necesarias para expresar la agitación que se proyecta en ese espacio vital. Una película dotada de conciencia social y política, con las virtudes propias de quien transmite lo político, entendido como lo estructuralmente ideológico, en asociación con lo humano, no como un estamento separado, sino que afecta directamente el destino de quienes arbitrariamente han sido condenados a una desventura que es sorda ante sus inmensa expresión cultural.