jueves, 9 de noviembre de 2023

La vida estertórea de ‘Death and transfiguration’ y el flashback agónico de Terence Davies

Para completar la trilogía que le daría inicio a su brillante filmografía, Terence Davies realizó ‘Death and Transfiguration’ (1983), en la cual nos instala en el mismísimo final de la vida de Robert Tucker, su alter ego. En la progresión de la saga, Davies va rompiendo progresivamente el tiempo cinematográfico para explorar diversos estados de percepción que trazan el mapa de las constantes tribulaciones de un hombre atormentado, sometido al devenir de un mundo que lo rechaza como si se tratara de un organismo extraño. ‘En Death and Transfiguration’, Davies nos instala en el hospital y en la cama en la que suceden los últimos instantes en la vida de Robert Tucker (Wilfrid Brambell), quien apenas recuerda y pareciera entregarse a la espera del momento en el cual su aliento final se corte. En esos momentos en los que la mirada se echa hacia atrás por cerrarse la perspectiva hacia el frente, Robert descubre el dolor y el placer que se extienden a lo largo como si trazaran un camino que aparece especialmente distante y por ende configura una soledad irrepetible, la de quien se enfrenta cara a cara con la muerte. 

En la tercera película de la trilogía, Terence Davies condensa todos los recursos que utilizó en las dos películas anteriores, de tal forma que volvemos a la escuela como prisión institucional de ‘Children’, en donde las autoridades católicas se han convertido en espectros de los cuales apenas se percibe su silueta, como manchas imborrables en la memoria del Robert en su lecho de muerte. Por otra parte, en las puertas de la muerte, el anciano Tucker recuerda la muerte de su propia madre, postrada, el instante mismo en el que se extingue la vida de quien le dio vida, lo cual se suma a una serie de memorias tormentosas, en las que parece vivir siempre la angustia de lo que nunca fue resuelto, de todo aquello que se quedó atascado, que nunca pudo liberarse del todo en el oprobio de un mundo castigador. Las imágenes contrastadas de Davies hacen emerger desde el fondo tenebroso las imágenes con las voces de las culpas que la religión ha infundido por años en el alma de Robert Tucker. También desde esas tinieblas surgen los deseos reprimidos por años, los instantes de aquellos encuentros furtivos en los cuales la sexualidad se expresó casi con angustia, en el desespero de un tiempo escaso, de lo furtivo. Los dolores y los placeres se tornan en memorias de lo no cumplido, de lo que finalmente no va a hacerse realidad jamás, frente a lo cual solo queda como alternativa la resignación, la entrega, la aceptación de un tiempo y unas circunstancias que claramente no fueron justas, como puede constatarse tras acompañar la vida completa de un ser humano constreñido por un mundo de auténtica opresión, que tuvo que someterse a unas reglas de las cuales nunca hizo parte cuando se decidieron. 

Davies, como pocos cineastas en la historia, trazó todo un paisaje social desde la individualidad más profunda que se puede alcanzar en el cine. La vida de Robert Tucker es la vida de muchos que tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, que derivó en la fractura de las familias y en el establecimiento de un modelo social que excluía a muchos, que pretendía homogenizar la vida desde unos patrones que revisados minuciosamente nunca han sido incluyentes e incluso tampoco ceñidos a la verdad de un mundo extensamente diverso, en el que la humanidad se deriva en miles de sensibilidades que a fin de cuentas deberían ser las que la representaran. 


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