jueves, 30 de noviembre de 2023

La identidad profunda de ‘El tiempo que queda’ y la inmersión personal de Elia Suleiman


La reflexión sobre la identidad siempre resulta ser un proceso que se da de lo general a lo particular, de lo colectivo a lo individual, de lo político socialmente a lo humano emocionalmente. Ese es precisamente el camino que traza la trilogía palestina de Elia Suleiman, que cerró con ‘El tiempo que queda’ (2009), toda una disección del profundo impacto del conflicto árabe – israelí en su propia vida, en su día a día, en el destino de los suyos habitando como palestinos un espacio controlado por el Estado de Israel. En esta tercera pieza de su tríptico cinematográfico, Suleiman deriva todos los planteamientos de las dos obras anteriores en unas consecuencias específicas sobre su propia existencia. En ‘El tiempo que queda’, presenciamos todo un telar narrativo, en el que se entrecruzan los diarios del padre del director, las cartas de la madre a sus familiares exiliados y los grandes esfuerzos memoriosos del hijo. Esa trinidad palestina familiar es capaz de contar desde su perspectiva irrepetible toda la historia de sesenta décadas en ese momento que sumaba ya el control extenso de Israel sobre el pueblo palestino. En este punto de la trilogía, finalmente se recogen todos los planteamientos argumentales de ‘Crónica de una desaparición’ e ‘Intervención divina’ para insertarse en la experiencia única de una familia que puede plantear el inmenso valor testimonial de su experiencia en carne propia. 

La predilección de Suleiman por los planos fijos es particular. En un punto intermedio entre Akerman y Tati, las viñetas de Suleiman son capaces de abarcar en ‘El tiempo que queda’, precisamente el paso del tiempo, ese factor que en el día a día se hace imperceptible, pero que a través de la mirada cinematográfica de Suleiman puede hacerse visible, puede percibirse en esas costuras que normalmente son invisibles. La fractura irreparable de la familia se expresa con unas pausas y unos silencios que parecieran representar la fatalidad inevitable, como si en el aire flotara la certeza de que el desenlace de la situación va a ser triste, como si la melancolía fuera inherente a la cotidianidad misma de esta familia. Mientras que Suleiman construye la triada narrativa que guiará el relato históricamente ambicioso de su película, intercala continuando la construcción de ese entorno crítico que progresivamente construyó en los pasos anteriores de su trilogía. Las redadas, los asesinatos extrajudiciales, la avanzada de una policía desbocada y la resistencia furiosa de una alta intensidad ideológica hacen que las cercanías de la casa Suleiman resuenen en medio de estallidos, destellos violentos, gritos, lamentos y disparos. Como lo ha demostrado siempre, Suleiman no suelta nunca las posibilidades de la comedia como vehículo crítico realmente eficiente. En varias ocasiones, la sensación es aquella de la risa que emerge irónicamente en medio del llanto, como si finalmente solo quedara resignarse a una tristeza que se hace parte de la naturaleza misma de la película. El recurso de los planos fijos sirve para contrastar directamente las composiciones y establecer dos puntos que funcionan siempre para dejar en claro la línea de transformación de los personajes y de la situación misma. Sobre esas composiciones replicada, con escenarios diferentes, se expresa un movimiento emocional transformador, un proceso humano profundo y muy personal que sin duda alguna impacta la percepción del espectador sobre unos personajes simples y especialmente cercanos por sus los vínculos entre ellos mismos, los que a fin de cuenta los definen. 

La trilogía palestina de Suleiman funciona como referencia cinematográfica sólida para comprender las implicaciones humanas, las más importantes, de un conflicto que parece interminable, de una pena que se convierte en paisaje y que termina por asentar la pena y el dolor como una normalidad que no debería ser lo cotidiano. 

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