Las circunstancias en las cuales Patricio Guzmán y sus pocos compañeros llevaron a cabo ‘La batalla de Chile’ representan no solamente una extraordinaria aventura que puso en riesgo o incluso cobró la integridad misma de los cineastas, sino que consiguió aportarle a la misma historia de Latinoamérica un documento inestimable por conseguir adentrarse en los espacios mismos donde se escribía esa historia en el caso de Chile, en torno a los acontecimientos que derivaron en una dictadura sangrienta. En ‘La insurrección de la burguesía’, la primera parte de la saga, Guzmán describe al detalle los repetidos y frustrados intentos de la oposición derechista por derrocar al presidente Salvador Allende. Esos fallos repetidos en el terreno de lo legal y de la conspiración, derivaron en el llamado ‘Tanquetazo’, un primer intento del golpe militar, liderado por un sector reaccionario del gobierno, entrenado por la CIA, repelido apenas por el círculo que componía la guardia de Allende. Con ese precedente y desde ese punto de partida, ‘El golpe de Estado’ (1976) registra con precisión las estrategias inmediatas, especialmente en el ámbito obrero y político, para responder a lo que cada vez era un golpe de Estado, esta vez más brutal.
El elemento predominante en esta segunda parte es el testimonio, el discurso, el pronunciamiento. Los rostros ahora son los de quienes lideran en diferentes niveles de poder los movimientos sociales. Se trata de documentos históricos que permiten que el espectador aproveche la inmensa potencia presencial del cine para comprender la atmósfera que se respiraba en esos espacios abarrotados en los cuales se concilian las estrategia y se puede ya vislumbrar la eterna diferencia de criterio entre las izquierdas más radicales, que tienen urgencia por la acción y consideran que debe usarse sin miramientos el poder político, especialmente el presidencial, y aquel que es proclive a la mesura, a la estrategia de coalición, aunque los tiempos sean más largos en un contexto de urgencia por las presiones golpistas. Patricio Guzmán recurre también a los archivos, tanto a las imágenes de los debates que se daban entre congresistas en la televisión, como los audios del mismísimo Allende desde la Moneda, que podrían bien trazar el registro de la escalada trágica de los acontecimientos. Todo se lleva cada vez más a las acciones obreras para resguardar las fábricas e industrias y, al mismo tiempo, el gobierno hace uso hasta donde es posible de las herramientas democráticas que tiene a la mano para poder controlar los escarceos cada vez más nutridos de los militares de extrema derecha, quien cada vez más constriñen el cerco sobre la institucionalidad, con el respaldo abierto, ni siquiera disfrazado, de los Estados Unidos por medio de la CIA. La voz en off se concentra más en las sentencias objetivas, que dejan entrever la solemnidad y el carácter histórico de los acontecimientos. Esa postura abierta, que le da vía libre a que las imágenes y los sonidos se expresen por sí mismos, consigue conservar una contundencia extraordinaria, una abrumadora verdad que no es más que el paso devastador de la historia. La casa de Gobierno, que alberga al presidente democrático que buscaba construir la justicia social desde la autonomía y desde un nuevo modelo propiamente latinoamericano, es azotada por los bombardeos y todo se derrumba ante los ojos del espectador, sin que haya falta agregar una sola palabra. Y entonces, tras las palabras mismas de Allende, cercado hasta la muerte, emerge la devastación de una dictadura instaurada, la monstruosidad en forma de un desierto extendido, en donde poco a poco empieza a crecer la tortura, y de paso una nueva organización para supervivencia de la resistencia popular.
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