jueves, 25 de mayo de 2023

La guerra fraterna de ‘Paisà’ y el crisol esperanzador de Roberto Rossellini


Tras fácticamente inaugurar el Neorrealismo con ‘Roma: ciudad abierta’, Rossellini pronto dejó entrever que la crucial vanguardia italiana surgía de la guerra, pero se proyectaba hacía un futuro urgente, hacia el planteamiento de un nuevo escenario en el que cupieran todos. Con ‘Paisà’, emprendió un proyecto gigante para las dimensiones todavía iniciales del Neorrealismo, con actores naturales, filmando en una tierra todavía caliente por los bombardeos, en medio de los edificios derrumbados, concentrándose en la humanidad profunda de los encuentros multiculturales entre diversas nacionalidades en medio de los estertores violentos de la guerra agonizante. ‘Paisà’ está compuesta por seis cortometrajes, lo cual es toda una novedad para 1946, apenas un año después del final de la guerra, en los últimos esfuerzos del ejército nazi por mantenerse en pie ante la llegada de los aliados estadounidenses. Los encuentros son entre hombres y mujeres, adultos y niños; católicos, protestantes y judíos, aliados y partisanos, entre seres humanos que descubren en encuentros furtivos y fugaces la humanidad compartida y apenas alcanzan a abrazarse antes de ir en busca de su destino. 

En ‘Paisà’, el fondo siempre es dinámico, hay un mundo en supervivencia, en crisis, que se agita en medio de las ruinas, con el afán de quien necesita subirse pronto a un barco que está por zarpar con rumbo a otro mundo en el que por lo menos no se caiga herido de muerte. Por momentos, esa urgencia supera incluso la incomunicación y los gestos parecieran ser suficientes para transmitir todo un mapa emocional, para reconocerse en la miseria, en el dolor, en las carencias lacerantes. En el primer episodio, en Sicilia, en los acantilados que parecieran una forma diferente de los edificios destrozados en el continente, Carmela y Joe se iluminan mutuamente, como sí se encerraran por un instante en una cápsula de afecto, pero también es predominante la fragilidad y los disparos son inclementes e impiadosos. En el segundo episodio, en Nápoles, las calles son indefinibles, la gente se expande y se mueve como una inmensa masa que arrastra a Joe, el soldado afroamericano, completamente borracho, es rescatado por la pequeña mano de Pasquale, uno de los tantos niños que recorren las calles recogiendo migajas para subsistir, y nuevamente el intercambio, en medio de la montaña de escombros, apenas puede durar, y, en uno de los elementos fundamentales de la expansión global de la resistencia neorrealista, Joe descubre que el mundo de Pasquale es esencialmente el mundo de su propia origen. En el tercer episodio, Francesca (una extraordinaria Maria Michi), recoge a Fred, ebrio para huir de la angustia, apenas para abrazarlo, para reunirse y soportar en una habitación, hasta que descubre al mismo tiempo que estaban para encontrarse y que tenían que separarse, en medio de un mundo arrasado, apenas volviendo en sí. En el cuarto episodio, en Firenze, Harriet, una enfermera estadounidense, recorre con unos cuantos partisanos las calles apocalípticas de la ciudad y cruza las barreras críticas en busca de un ser amado del que apenas sabemos por las palabras de los demás, como si su espíritu se expandiera ya por el mundo. En el quinto episodio, en el Appennino Emiliano, el capellán militar y católico Bill Martin, tiene que hacer el papel de mediador frente al conflicto religioso que surge en el refugio del monasterio, en medio del aislamiento, en donde no escasean las alternativas para resguardarse. Finalmente, en el sexto episodio, el más bélico de todos, en Porto Tolle, los espartanos, que resistieron al monstruo en su propia casa, se encuentran con la reconfiguración de la Convención de Ginebra y quedan desposeídos de derechos, paradójicamente por la intervención distante de los aliados. 

‘Paisà’ es fundamentalmente la promulgación del Neorrealismo como un modelo que se podía replicar en el mundo, porque se refería a la guerra, pero no como una circunstancia delimitante, sino como un modelo del drama humano universal. 


jueves, 11 de mayo de 2023

La guerra interna de ‘Roma: ciudad abierta’ y la fundación revolucionaria de Roberto Rossellini

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El final de la Segunda Guerra Mundial fue el inicio de un nuevo mundo. Un mundo reconvertido por las mismas potencias hegemónicas que habían desembocado en un desastre que casi ochenta años después sigue determinando de fondo las circunstancia de la humanidad. Para el cine, 1945, el año del fin de la guerra, también fue el de una explosión que creó el mundo: el mundo del cine alternativo. ‘Roma: ciudad abierta’ (1945), de Roberto Rossellini, una película que recogió las ruinas de la capital romana para crear un manifiesto cinematográfico que daría inicio a una perspectiva que haría del cine un arte consciente: el Neorrealismo Italiano. Rossellini filmó buena parte de ‘Roma: ciudad abierta’ a escondidas, cuando, aunque agonizante, todavía respiraba el monstruo del fascismo en la ciudad. Lo cual sin duda hacía que la difusión de la frontera entre la ficción y el documental, esencialmente neorrealista, fuera mucho más cierta de lo que se podría llegar a pensar. La trama de la película se remonta apenas un par de años antes hacia un pasado tenebroso, para que Giorgio Manfredi (Marcello Pagliero) sirva de guía desde la resistencia interna antifascista para servir de auténtica metáfora de un nuevo mundo, con su esposa Pina (Anna Magnani), una mujer que ya es madre y el respaldo comunitario del Don Pietro Pellegrini (Aldo Fabrizi), un sacerdote auténticamente comunitario que procura usar su círculo de poder para proteger a los antifascistas. 

En medio de la agitación propia de una guerra, la sensación con la que parte el escenario es la de la auténtica esperanza, el de un entramado social que respira las emociones intensas de una lucha interna, con el espíritu embriagante de un mundo nuevo, el deseo de vivir una nueva vida, una experiencia liberadora, en la dicha, en la armonía de la colectividad. Ese idilio en el campamento instalado en el centro del infierno se sostiene con firmeza, con las risas, las palabras, los rostros expectantes, las conversaciones que atraviesan el aire, los instante cotidianos que sirven para soportar la crudeza del entorno. Rosselini deriva toda una nueva perspectiva estirando el hilo de la resistencia fascista, contemplando otra vida en el escenario de un poder diferente, no necesariamente uno virtuoso, no uno distante de otros poderes que pueden ser también opresivos, pero otro, uno diferente, uno diverso, de más gente, sin ese tono uniforme que es como un cielo encapotado. Pero esa flor en medio del infierno poco a poco se empieza a ser deshojada, en la persecución de los fascistas y los nazis coordinados. La película empieza a moverse en otra dirección, poco a poco va abandonando los espacios abiertos y se encierra en los salones donde se cometen las traiciones, en las habitaciones donde se tortura, donde se hiere, donde se mata, donde se desaparece. Ese constreñimiento, ese puño que se cierra, no tiene reparos ni discrimina con todo lo que se le oponga, respondiendo cabalmente a una acción fascista. Visto a la luz de los años, casi ocho décadas después, ese núcleo inicial de toda una inercia transformadora del cine, deja entrever como registro una sociedad matizada, la del cura rebelde, la del patriarca insurgente, la de la madre que cae antes que todos en la supervivencia. Todos estos son matices muy tempranamente contraculturales, que servirían como todo un bloque para que de ahí desprendieran todas esas miradas para los millones que no querían encajar más, que querían ir en una dirección distinta, que serían retratados incontables veces por el cine autoral, por ese que quería hablar de millones que no eran representados. Al final, los niños que caminan tras el fusilamiento del Don Pietro caminan juntos con la Roma bombardeada como fondo y como trasfondo.  


jueves, 4 de mayo de 2023

La llama revolucionaria de ‘Sambizanga’ y el cine verdadero de Sarah Maldoror


África, de todas las formas como puede definirse, estuvo constantemente marginado de la cinematografía mundial durante décadas, especialmente durante la primera mitad del siglo XX. Tras la segunda guerra Mundial, uno de los factores a considerar fue la observación de la periferia en toda escala, especialmente en el arte, específicamente en el cine, con miras encontrar nuevas formas de existir que distanciaran a las potencias del horror visceral de ese conflicto, para replantearse un mundo nuevo, o al menos diferente. África era toda una cultura por explorar, sobre todo al sur del inmenso desierto del Sahara, en la África Negra, donde en lo que se trata de orígenes, se originó el mundo todo. A mediados del siglo XX, el auge de los procesos de independencia de los países africanos con respecto a Europa también era el motor de un mundo que esperaba transformarse. Para el cine era un terreno fértil para encontrar nuevas miradas, distancias considerables con respectó a la gran mirada hegemónica de Hollywood. Sarah Maldoror, francesa de ascendencia africana,  una de las muchas mujeres que estaban también en busca de tomar el cine para expresarse, y tenía la vista puesta en la revolución angoleña y creo uno de los grandes clásicos anticolonialistas de la historia, como lo es ‘Sambizanga’ (1972). Se trata de una película que se refiere a la combustión de la máquina revolucionaria que llevaría a la independencia a Angola, a inicios de los años sesenta, con el caso específico de Domingos Xavier (Domingos de Oliveira), quien fue detenido, torturado y asesinado en la prisión de Sambizanga, el barrio de Luanda donde se concentraba el estamento contrarrevolucionario portugués. 

Maldoror tiene la gran capacidad para que su cámara repare constantemente en el entorno naturalista de un mundo comunitario, en el que la colectividad es el mecanismo constante de la supervivencia, y al mismo tiempo en las circunstancias crítica de un poder represor que cierra las tenazas sobre el círculo más cerrado de las personas, de los seres humanos que siempre se nos presentan en su esencia humana más espontánea. Aunque la historia gira en torno al infierno carcelario de Domingos, los pasos que seguimos son los de María (Elisa Andrade), quien con su bebé a la espalda atraviesa las extensiones que poco o nada había atravesado para buscar la libertad de su esposo, no solamente soportando una burocracia criminal, sino la tremenda pena del horror que atraviesa su vida. Al mismo tiempo, por otros caminos, se extienden los hilos casi artesanales de otra revolución, una adherida al fondo mismo de los vínculos comunitarios, entre Zito (Dino Abelino) y su abuelo ya lisiado (Jean M’Vondo), quienes juntos recorren los caminos para dar la noticia de la detención de Domingos al Movimiento Popular de Liberación de Angola, y al mismo tiempo se dan tiempo para que el viejo le enseñe al niño los trucos no escritos de la pesca. Incluso los policías negros tienen que mantenerse en un silencio doloroso y con disimulo abren las puertas para que María pase, para que le revolución cruce las instituciones, para que se concentre en las habitaciones en las que no hay tiempo para darse pausa en el trabajo de cada día. 

Sarah Maldoror construye así todo un tejido que tiene de esencial, de específico, de africano, de feminista, de comunitario, de colectividad. Por todos esos caminos, infunde el espíritu de una revolución que no solamente se aferra a las particularidades propias de su existencia como proceso histórico, sino que también es la reivindicación de muchos, más allá incluso de las particularidades de la historia particular de esa independencia, sino de un mundo que necesita ser rescatado para encontrar un nuevo espacio donde volver a sembrar las semillas. Se trata de una tarea cada vez más urgente.