jueves, 11 de mayo de 2023

La guerra interna de ‘Roma: ciudad abierta’ y la fundación revolucionaria de Roberto Rossellini

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El final de la Segunda Guerra Mundial fue el inicio de un nuevo mundo. Un mundo reconvertido por las mismas potencias hegemónicas que habían desembocado en un desastre que casi ochenta años después sigue determinando de fondo las circunstancia de la humanidad. Para el cine, 1945, el año del fin de la guerra, también fue el de una explosión que creó el mundo: el mundo del cine alternativo. ‘Roma: ciudad abierta’ (1945), de Roberto Rossellini, una película que recogió las ruinas de la capital romana para crear un manifiesto cinematográfico que daría inicio a una perspectiva que haría del cine un arte consciente: el Neorrealismo Italiano. Rossellini filmó buena parte de ‘Roma: ciudad abierta’ a escondidas, cuando, aunque agonizante, todavía respiraba el monstruo del fascismo en la ciudad. Lo cual sin duda hacía que la difusión de la frontera entre la ficción y el documental, esencialmente neorrealista, fuera mucho más cierta de lo que se podría llegar a pensar. La trama de la película se remonta apenas un par de años antes hacia un pasado tenebroso, para que Giorgio Manfredi (Marcello Pagliero) sirva de guía desde la resistencia interna antifascista para servir de auténtica metáfora de un nuevo mundo, con su esposa Pina (Anna Magnani), una mujer que ya es madre y el respaldo comunitario del Don Pietro Pellegrini (Aldo Fabrizi), un sacerdote auténticamente comunitario que procura usar su círculo de poder para proteger a los antifascistas. 

En medio de la agitación propia de una guerra, la sensación con la que parte el escenario es la de la auténtica esperanza, el de un entramado social que respira las emociones intensas de una lucha interna, con el espíritu embriagante de un mundo nuevo, el deseo de vivir una nueva vida, una experiencia liberadora, en la dicha, en la armonía de la colectividad. Ese idilio en el campamento instalado en el centro del infierno se sostiene con firmeza, con las risas, las palabras, los rostros expectantes, las conversaciones que atraviesan el aire, los instante cotidianos que sirven para soportar la crudeza del entorno. Rosselini deriva toda una nueva perspectiva estirando el hilo de la resistencia fascista, contemplando otra vida en el escenario de un poder diferente, no necesariamente uno virtuoso, no uno distante de otros poderes que pueden ser también opresivos, pero otro, uno diferente, uno diverso, de más gente, sin ese tono uniforme que es como un cielo encapotado. Pero esa flor en medio del infierno poco a poco se empieza a ser deshojada, en la persecución de los fascistas y los nazis coordinados. La película empieza a moverse en otra dirección, poco a poco va abandonando los espacios abiertos y se encierra en los salones donde se cometen las traiciones, en las habitaciones donde se tortura, donde se hiere, donde se mata, donde se desaparece. Ese constreñimiento, ese puño que se cierra, no tiene reparos ni discrimina con todo lo que se le oponga, respondiendo cabalmente a una acción fascista. Visto a la luz de los años, casi ocho décadas después, ese núcleo inicial de toda una inercia transformadora del cine, deja entrever como registro una sociedad matizada, la del cura rebelde, la del patriarca insurgente, la de la madre que cae antes que todos en la supervivencia. Todos estos son matices muy tempranamente contraculturales, que servirían como todo un bloque para que de ahí desprendieran todas esas miradas para los millones que no querían encajar más, que querían ir en una dirección distinta, que serían retratados incontables veces por el cine autoral, por ese que quería hablar de millones que no eran representados. Al final, los niños que caminan tras el fusilamiento del Don Pietro caminan juntos con la Roma bombardeada como fondo y como trasfondo.  


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