jueves, 4 de mayo de 2023

La llama revolucionaria de ‘Sambizanga’ y el cine verdadero de Sarah Maldoror


África, de todas las formas como puede definirse, estuvo constantemente marginado de la cinematografía mundial durante décadas, especialmente durante la primera mitad del siglo XX. Tras la segunda guerra Mundial, uno de los factores a considerar fue la observación de la periferia en toda escala, especialmente en el arte, específicamente en el cine, con miras encontrar nuevas formas de existir que distanciaran a las potencias del horror visceral de ese conflicto, para replantearse un mundo nuevo, o al menos diferente. África era toda una cultura por explorar, sobre todo al sur del inmenso desierto del Sahara, en la África Negra, donde en lo que se trata de orígenes, se originó el mundo todo. A mediados del siglo XX, el auge de los procesos de independencia de los países africanos con respecto a Europa también era el motor de un mundo que esperaba transformarse. Para el cine era un terreno fértil para encontrar nuevas miradas, distancias considerables con respectó a la gran mirada hegemónica de Hollywood. Sarah Maldoror, francesa de ascendencia africana,  una de las muchas mujeres que estaban también en busca de tomar el cine para expresarse, y tenía la vista puesta en la revolución angoleña y creo uno de los grandes clásicos anticolonialistas de la historia, como lo es ‘Sambizanga’ (1972). Se trata de una película que se refiere a la combustión de la máquina revolucionaria que llevaría a la independencia a Angola, a inicios de los años sesenta, con el caso específico de Domingos Xavier (Domingos de Oliveira), quien fue detenido, torturado y asesinado en la prisión de Sambizanga, el barrio de Luanda donde se concentraba el estamento contrarrevolucionario portugués. 

Maldoror tiene la gran capacidad para que su cámara repare constantemente en el entorno naturalista de un mundo comunitario, en el que la colectividad es el mecanismo constante de la supervivencia, y al mismo tiempo en las circunstancias crítica de un poder represor que cierra las tenazas sobre el círculo más cerrado de las personas, de los seres humanos que siempre se nos presentan en su esencia humana más espontánea. Aunque la historia gira en torno al infierno carcelario de Domingos, los pasos que seguimos son los de María (Elisa Andrade), quien con su bebé a la espalda atraviesa las extensiones que poco o nada había atravesado para buscar la libertad de su esposo, no solamente soportando una burocracia criminal, sino la tremenda pena del horror que atraviesa su vida. Al mismo tiempo, por otros caminos, se extienden los hilos casi artesanales de otra revolución, una adherida al fondo mismo de los vínculos comunitarios, entre Zito (Dino Abelino) y su abuelo ya lisiado (Jean M’Vondo), quienes juntos recorren los caminos para dar la noticia de la detención de Domingos al Movimiento Popular de Liberación de Angola, y al mismo tiempo se dan tiempo para que el viejo le enseñe al niño los trucos no escritos de la pesca. Incluso los policías negros tienen que mantenerse en un silencio doloroso y con disimulo abren las puertas para que María pase, para que le revolución cruce las instituciones, para que se concentre en las habitaciones en las que no hay tiempo para darse pausa en el trabajo de cada día. 

Sarah Maldoror construye así todo un tejido que tiene de esencial, de específico, de africano, de feminista, de comunitario, de colectividad. Por todos esos caminos, infunde el espíritu de una revolución que no solamente se aferra a las particularidades propias de su existencia como proceso histórico, sino que también es la reivindicación de muchos, más allá incluso de las particularidades de la historia particular de esa independencia, sino de un mundo que necesita ser rescatado para encontrar un nuevo espacio donde volver a sembrar las semillas. Se trata de una tarea cada vez más urgente. 


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