Para los inicios de la década de los cincuenta, Yasujiro Ozu ya era un cineasta especialmente experimentado, con más de cuarenta títulos como director de largometrajes. Esa abundante práctica repercutió en un dominio que se podría considerar inédito, especialmente sobre su propio estilo y sobre los temas que terminaron por definirlo. ‘Principios de verano’ (1951), la segunda película de la “trilogía de Noriko”, demuestran muy particularmente la capacidad que tenía Ozu de regresar a los mismos temas y renovar la emoción de forma natural, con la capacidad de abrir un abanico de matices interminable, sobre la poesía cotidiana de un mundo tan japonés como universal.
‘Principios de verano’, en el fondo mueve las mismas piezas de ‘Primavera tardía’, para construir una nueva historia, con tanta renovación que tiene la capacidad de conmover nuevamente gracias al fortalecimiento de nuevos lazos familiares, con otra Noriko a cargo de Setsuko Hara, que es una Noriko con más poder, pero igual de resistente en su propia alegría. Noriko (Setsuko Hara), ya suma 28 años y despierta la inquietud de su familia porque se mantiene soltera, especialmente por los comentarios incisivos del tío que viene de visita a la ciudad. Noriko vive una vida familiar feliz con sus padres, su hermano, su cuñada y sus nietos, y en su vida laboral como secretaria, con su jefe y sus amigas. Los pretendientes surgirán pronto, pero los intereses familiares y los sentimientos de Noriko andarán por caminos distintos.
En ‘Principios de verano’, Ozu rodea su ya tradicional retrato familiar de un contexto social mucho más visible, con mujeres mucho más independientes, partícipes de una sociedad de posguerra que las necesitaban de una forma mucho más extendida. El escenario constante de las habitaciones del hogar, se comparte ahora con las oficinas, en donde las mujeres son protagonistas e interactúan en un mundo en el que aparecen con mucha más confianza. Esta amplitud del concepto, con nuevos lugares en los cuales Noriko vuelve a ser generosa y alegre, y el proceso social y natural de las relaciones se extiende aún más como todo un concepto colectivo. De tal forma que se construyen los contrastes entre la casa y el trabajo, la ciudad y la provincia, los hombres y las mujeres, los viejos y los jóvenes. El tiempo pasa y las nuevas relaciones distancian irremediablemente a padres, hijos y hermanos. Esa transición se acelera considerablemente en el escenario histórico al que se refiere Ozu, que nuevamente va detonando la dicha con una melancolía profundamente poética, que surge naturalmente de la evolución de la vida de las personas.
‘Principios de verano’ es capaz de construir el retrato colectivo siempre conmovedor de una familia grande, extensa, con abuelos, padres, hijos, nietos, tíos, primos, sobrinos, amigos y amigas. Es capaz de tocar el dolor con poesía, y entonces para todos en casa, la ruptura de la armonía, de la felicidad, la división de una inmensa manada dichosa, no despierta más que una resignación repleta de buenos deseos, de un amor sincero que simplemente ha sido disuelto en su unidad por otro amor espontáneo. Cada espacio, cada luz, las puertas, las ventanas, abriga auténticamente, es honesto, es transparente y se siente como la casa de cada quien, también en las diferencias. Ozu es capaz entonces de hacer entrañable una disolución familiar, la desestructura de un árbol firme y sano. Hay un sustrato de espiritualidad profunda, elaborada por el amor, en la que una tristeza extraordinaria es parte de un auténtico trance en el que los personajes respiran profundo y aceptan la naturaleza de un cauce que no para de correr y de llevarnos a todos pacíficamente hasta el final de la vida misma.
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