En los terrenos de la supervivencia, siempre ha sido especialmente favorable el pertenecer a una manada. En la sociedad moderna, construida en el siglo veinte, esa manada tomó más convencionalmente la forma de la familia. Se trata de un concepto que ha evolucionado de forma acelerada en los últimos años, de la mano con la reivindicación urgente de otras formas de vida, de otras alternativas para vivir en el mundo, por fuera de la perspectiva hegemónica, que responde fundamentalmente a los privilegios arbitrarios fundados en características básicamente accidentales, como la edad, la orientación sexual, el género y la clase social, entre otras. El cineasta veracruzano Ernesto Contreras ha ahondado de forma especial en el encuentro transformador de diversas soledades que terminan por encontrar una manada, a fin de cuentas una familia, que en muchas ocasiones basta con que sea de dos para poder nombrarse en plural. En su ópera prima, ‘Párpados azules’ (2007), el reconocimiento de la soledad se convierte en el punto de partida para descubrir los hilos ocultos de la auténtica compenetración. En ‘Sueño en otro idioma’ (2017), el rescate de la lengua resulta indispensable para la subsistencia de toda una comunidad, fracturada por una disputa irreconciliable que pone en peligro el tejido sobre el que se sostiene toda una visión del mundo. En su más reciente largometraje, ‘Cosas imposibles’ (2021), Contreras se asienta con fuerza en el territorio más reconocible de la Ciudad de México más popular para plantarnos en la mirada alucinada de Matilde (Nora Velázquez), una viuda que carga a cada instante con el fantasma torturador de Porfirio (Salvador Garcini), su marido muerto, mientras que en el devenir de los días se cruza constantemente con Miguel (Benny Emmanuel), un resplandeciente joven de la unidad habitacional que la mira, la considera y la recuerda hasta que inevitablemente se encuentran para patear el tablero estrecho de sus propias vidas.
La relación intergeneracional que plantea Contreras no se ciñe a la antiquísima tradición del maestro y el discípulo, sino que plantea una relación entre iguales, con una perspectiva que no cae en la condescendencia, entre dos humanos que probablemente tengan en común solo el barrio y las carencias, recordando casi automáticamente la histórica ‘Estación Central’ (1999), de Walter Salles, pero aquí con una travesía más local que no por eso deja de ser trascendente. Esa localidad se percibe especialmente familiar, en los colores, en los espacios, en las proximidades del pequeño universo de la unidad habitacional, explotada por los colores y los gritos que atraviesan el espacio para la comunicación vecinal. En medio del entramado de ese ecosistema, se conectan dos soledades que subsisten apenas socialmente, que apenas se comunican con los demás y que emerge lentamente, como el sol sobre los edificios. Esa atmósfera bucólica, también reconocible en la Ciudad de México, es capaz de cruzar con facilidad la frontera del realismo para adentrarse en la fantasía más diáfana, en la reconversión de la musicalidad del Cine de Oro, con otros fantasmas que vuelven a cantar las ilusiones, ya sean las perdidas o las que aún persisten, pero siempre alucinantes por fascinantes y abrazadoras, como aquella deseable para estacionarse eternamente de ‘La rosa púrpura de El Cairo’ (1985), de Woody Allen. En ese sustrato que permite transitar a la fantasía, se destaca la dirección de arte de Diana Saade, que además consigue laboriosamente dibujar los espacios de esos departamentos tan memorables, en los que se acumulan los recuerdos progresivamente, en un orden indescifrable. Ese orden es el mismo que la Matilde y Miguel agrietan progresivamente con su relación fraterna, mientras que los límites que se les han impuesto se revelan cada vez más estructurales, más sistemáticos. El desenlace parece feliz, pero solo la huida fue capaz de romper el asedio doloroso de los fantasmas.