jueves, 27 de octubre de 2022

El repensar de la manada de 'Cosas imposibles' y el vínculo impensado de Ernesto Contreras

En los terrenos de la supervivencia, siempre ha sido especialmente favorable el pertenecer a una manada. En la sociedad moderna, construida en el siglo veinte, esa manada tomó más convencionalmente la forma de la familia. Se trata de un concepto que ha evolucionado de forma acelerada en los últimos años, de la mano con la reivindicación urgente de otras formas de vida, de otras alternativas para vivir en el mundo, por fuera de la perspectiva hegemónica, que responde fundamentalmente a los privilegios arbitrarios fundados en características básicamente accidentales, como la edad, la orientación sexual, el género y la clase social, entre otras. El cineasta veracruzano Ernesto Contreras ha ahondado de forma especial en el encuentro transformador de diversas soledades que terminan por encontrar una manada, a fin de cuentas una familia, que en muchas ocasiones basta con que sea de dos para poder nombrarse en plural. En su ópera prima, ‘Párpados azules’ (2007), el reconocimiento de la soledad se convierte en el punto de partida para descubrir los hilos ocultos de la auténtica compenetración. En ‘Sueño en otro idioma’ (2017), el rescate de la lengua resulta indispensable para la subsistencia de toda una comunidad, fracturada por una disputa irreconciliable que pone en peligro el tejido sobre el que se sostiene toda una visión del mundo. En su más reciente largometraje, ‘Cosas imposibles’ (2021), Contreras se asienta con fuerza en el territorio más reconocible de la Ciudad de México más popular para plantarnos en la mirada alucinada de Matilde (Nora Velázquez), una viuda que carga a cada instante con el fantasma torturador de Porfirio (Salvador Garcini), su marido muerto, mientras que en el devenir de los días se cruza constantemente con Miguel (Benny Emmanuel), un resplandeciente joven de la unidad habitacional que la mira, la considera y la recuerda hasta que inevitablemente se encuentran para patear el tablero estrecho de sus propias vidas.

La relación intergeneracional que plantea Contreras no se ciñe a la antiquísima tradición del maestro y el discípulo, sino que plantea una relación entre iguales, con una perspectiva que no cae en la condescendencia, entre dos humanos que probablemente tengan en común solo el barrio y las carencias, recordando casi automáticamente la histórica ‘Estación Central’ (1999), de Walter Salles, pero aquí con una travesía más local que no por eso deja de ser trascendente. Esa localidad se percibe especialmente familiar, en los colores, en los espacios, en las proximidades del pequeño universo de la unidad habitacional, explotada por los colores y los gritos que atraviesan el espacio para la comunicación vecinal. En medio del entramado de ese ecosistema, se conectan dos soledades que subsisten apenas socialmente, que apenas se comunican con los demás y que emerge lentamente, como el sol sobre los edificios. Esa atmósfera bucólica, también reconocible en la Ciudad de México, es capaz de cruzar con facilidad la frontera del realismo para adentrarse en la fantasía más diáfana, en la reconversión de la musicalidad del Cine de Oro, con otros fantasmas que vuelven a cantar las ilusiones, ya sean las perdidas o las que aún persisten, pero siempre alucinantes por fascinantes y abrazadoras, como aquella deseable para estacionarse eternamente de ‘La rosa púrpura de El Cairo’ (1985), de Woody Allen. En ese sustrato que permite transitar a la fantasía, se destaca la dirección de arte de Diana Saade, que además consigue laboriosamente dibujar los espacios de esos departamentos tan memorables, en los que se acumulan los recuerdos progresivamente, en un orden indescifrable. Ese orden es el mismo que la Matilde y Miguel agrietan progresivamente con su relación fraterna, mientras que los límites que se les han impuesto se revelan cada vez más estructurales, más sistemáticos. El desenlace parece feliz, pero solo la huida fue capaz de romper el asedio doloroso de los fantasmas.

jueves, 20 de octubre de 2022

El silencio inquietante de 'El Silencio' y la integración creativa de Ingmar Bergman


Pocos cineastas en la historia del cine han sido tan influyentes y transformadores como Ingmar Bergman. Desde los inicios de su carrera, Bergman hizo del cine un arte verdaderamente evolucionado como canal expresivo. Su aporte al lenguaje, a la conceptualización, a la expresividad, a la técnica y a la voz autoral sigue siendo motivo de estudio profundo hasta nuestros días. La forma en la cual Bergman vertió en sus películas las perspectivas de su experiencia con respecto a la condición humana y al mundo llevó también a la reflexión profunda con respecto a temas cruciales. Una de las películas en las cuales se pueden encontrar reunidas de mejor forma todas estas inquietudes del actor sueco es sin duda ‘El silencio’ (1963), una película que ha terminado de cierta forma oculta detrás de otros títulos inmortales en la filmografía de Bergman, pero que resulta inolvidable para quienes deciden explorar su legado. ‘El silencio’ nos describe el viaje de dos hermanas Ester (Ingrid Thulin) y Anna (Gunnel Lindblom), acompañadas por Johan (Jörgen Lindström), el pequeño hijo de esta última, con destino a un país indefinido en plena guerra, en el centro de Europa. Ester enferma cada vez más y se dirigen a un hotel en donde finalmente parecen desatar finalmente sus emociones más intrínsecas, todo esto con el pequeño Johan como un testigo que descubre el mundo a su edad.

Desde el propio trayecto en el tren, Bergman nos introduce en una experiencia llena de sensaciones, casi palpables, en las que podemos percibir el calor intenso de la temporada, el estertor del decaimiento físico, el contacto físico. Así nos vamos adentrando, igual que los personajes, en un paisaje lleno de pulsiones incluso sexuales que hacen ebullición cada vez con más fuerza. Las dos hermanas se plantean como la clásica separación entre la razón y el ser. Ester es una mujer culta, asaltada por la desesperanza de su enfermedad y con las ansiedades propias de su intelectualidad. Anna es una mujer joven, plena, física, llena de deseo, en busca de la liberación. Estos dos planetas colisionan frente a la vista de Johan, un niño repleto de curiosidad, inquieto, con una mirada absorta y una actitud abierta. Bergman recorre los espacios de este gran hotel con maestría, retratando la presencia de estos dos seres contrarios pero vinculados en medio de pasiones que de una u otra forma las queman intensamente. Los cuerpos se expresan con naturalidad y eso implica proporciones similares de belleza y de horror. Los tanques de guerra se pueden ver por la ventana en medio de la noche, como si fueran la representación de la avanzada misma de la conmoción en los personajes. Contar con tres personajes alrededor de los cuales construir la trama le permite a Bergman dominar con maestría el ritmo de la película, ya que podemos transitar del ardor placentero de Anna al incendio doloroso de Esther con un espacio para la contemplación que se puede derivar de Johan como un niño descuidado en un palacio, que camina los corredores conectando sus sentidos como si se alimentara del entorno. Los temas que durante toda la vida se expresaron en el cine de Bergman hacen su aparición como si profetizaran filmes futuros. Podemos vislumbrar la enfermedad de ‘Gritos y susurros’, la dualidad de ‘Persona’, la infancia de ‘Fanny y Alexander’, el conflicto familiar de ‘Sonata de otoño’ y por supuesto se extienden las inquietudes de películas anteriores, como el fantasma mortuorio de ‘El séptimo sello’, o en el camarero (Håkan Jahnberg), el enternecimiento de la senectud en ‘Fresas salvajes’ o el escenario teatral frecuente en su filmografía.

Para esta película, Bergman contaba ya con un equipo consolidado, en donde por supuesto se destaca la presencia del gran Sven Nykvist, quien logra hace de cada plano una imagen para degustar. La cámara también vislumbra el desarrollo del movimiento sobre el corte en el cine de Bergman, con una fluidez hipnótica. Por supuesto, Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom, dos favoritas particulares de Bergman, confluyen en un encuentro actoral que por sí solo vale históricamente.


jueves, 13 de octubre de 2022

El silencio de la fe de ‘Luz de invierno’ y la crítica anticlerical de Ingmar Bergman


Tras los visos terroríficos de ‘A través del espejo’, en la consolidación estilística que se daba golpe tras golpe cinematográfico en la filmografía de Ingmar Bergman en la década de los sesenta, la reflexión sobre el silencio extendido de Dios, sobre el abandono divino, continuaba con ‘Luz de Invierno’ (1963), en donde Bergman nuevamente concentraba en otro aislamiento a sus personajes convulsos hacia el interior, para entregarlos a la angustia de una crisis de fe, esta vez desde la dignidad de las jerarquías eclesiásticas. ‘Luz de invierno’ cuenta la historia de la profunda crisis de fe del sacerdote Thomas Ericsson (Gunnar Björnstrand), el párroco de una lejana e incipiente comunidad clavada en la crudeza invernal, con todo y sus desolaciones. Lo acompaña con amor auténticamente carnal Märta Lundberg (Ingrid Thulin), una joven mujer especialmente diligente, protectora y entregada por completo a una tarea que jamás es recompensada. La visita que le hace en privado, en la oficina sacerdotal, la pareja conformada por los Persson, Jonas y Karin (Max von Sydow y Gunnel Lindblom), quienes lidian con la profunda e intensa depresión suicida del marido, sacude estructuralmente no solo la fe sino las razones enteras de Ericsson para llevar la vida que ha construido por décadas. 
Bergman estructura su contundente crítica clerical desestructurando desde el ritual mismo de la misa. Poco a poco, en el encuentro entre los comulgantes y el sacerdote, se empieza a romper la solemnidad, en el silencio autoimpuesto, en la esperanza de redención de los fieles, que se encuentran con un árbol que ya no les puede dar sombra, que no soporta siquiera la bondad mínima, que está harto de pretender, que quiere incluso librarse del amor romántico, cruelmente y sin arrepentimientos. Esa ida y vuelta constante entre lo público y lo privado, entre el deber ser y el ser mismo, se hace cada vez más crítica y conflictiva en la realidad, en unas urgencias inaguantables. Thomas Ericsson se arranca la sotana de tal manera que olvida y poco le importa a fin de cuentas que hayan recurrido a él como alternativa para evitar un suicidio. El efecto de una profunda rebelión interna solo puede ser descomunal y violento cuando fue causado por la toma de consciencia de un largo de tiempo de entrega a lo que ahora surge como inaudito y, sobre todo, como falso, como irreal. 
A estas alturas de la filmografía de Bergman, el histórico cineasta sueco ya sabía bien hacer de los rostros todo un paisaje, un espectáculo emocional de confrontaciones intensas, que ponen en riesgo la vida o la cordura. Todo esto con el respaldo extraordinario, nuevamente de Sven Nykvist y de unos actores que son auténticos aliados en esa tarea, que crecen al ritmo de sus intenciones, que son capaces de sostener ellos mismos la carga dramática de muchas narrativas concentradas en una sola, desde aquella de la misma trama hasta las propias de la descripción de un paisaje interno convulsionado por las angustias, por la desesperación, por el dolor o por el abandono de Dios, por la espera interminable por el milagro. En el mundo inclemente del invierno más implacable, se ensañan las crisis con los comulgantes, que ya pueden soportar su subsistencia extensa con la fe. En la necesidad constante de estarse explicando la ausencia de esa presencia eternamente prometida. Cuando la luz de invierno ilumina la consciencia sacudida de Ericsson, lo que se puede ver con claridad es que la red que ha logrado la supervivencia de la pequeña aldea ha sido una red comunitaria que es frágil, y que necesita constantemente de los esfuerzos titánicos de cada individuo, para soportar el peso abrumador de la existencia, en los cuerpos y las mentes constatablemente dolientes.