domingo, 29 de agosto de 2021
La relatividad filial de Hirokazu Koreeda y la honestidad reparadora de ‘La verdad’
domingo, 22 de agosto de 2021
El centro romántico de Abbas Kiarostami y la cobertura cinematográfica de ‘A través de los olivos’
domingo, 15 de agosto de 2021
El viaje amoroso de Abbas Kiarostami y la resiliencia comunitaria de ‘La vida continúa’
Después de la gran revelación que significó ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ (1987), la primera película de la ‘Trilogía Koker’ la siguiente película de Abbas Kiarostami, ‘Close-Up’ (1990), redefinió por completo el universo de la ficción cinematográfica de cara a la última década del definitivo siglo XX. Más allá de la metaficción misma, Kiarostami rompió con aquella película los límites de influencia del cine y la llevó al ámbito de las relaciones humanas directamente en el contexto social. ‘La vida continúa’ (1992), la segunda película de ‘Trilogía Koker’, estuvo atravesada por la tragedia del terremoto que azotó la región de Koker apenas dos años atrás, tres después de la realización de la primera película. Tras el universo narrativo que se liberó con ‘Close-Up’, Kiarostami introdujo su revisita a Koker para proyectar la experiencia de su reencuentro con los seres humanos que le dieron vida a la fábula de altruismo que lo puso en la mirada del cine mundial. Kiarostami le deja el reconocimiento de la ficción a su propio álter ego, un director de cine (Farhad Kheradmad) que regresa al pueblo donde filmó aquella película, en busca de los amigos verdaderos que cultivó, especialmente de aquel niño que fue el héroe de su relato, acompañado el mismo por su hijo Puya (Buba Bayour), un niño de ciudad y de curiosidad incontenible.
La inmersión en la tragedia es por el camino de la mirada preocupada del alter ego del director y la otra contrastada de curiosidad trascendente del niño de la ciudad. La carretera va arrojando pequeños cuadros, pequeñas escenas dramática que nos invitan a reconstruir la magnitud del desastre. La antesala alimenta constantemente una expectativa extraordinaria de encontrarse con los personajes de la película anterior, trasladados ahora a una supraficción que los encierra como matrushka, en la que se puede adivinar una muñeca aún más grande que lo encierra todo y que no es más que la sensibilidad del mismo Kiarostami. De fondo se percibe el dolor desgarrador de la pérdida, la melancolía honda de la muerte, pero al frente se planta una resiliencia comunitaria que soporta conmovedoramente los pedazos de un pasado esparcido por toda la región. Cuando aparece la colina atravesada en zigzag por el camino entre las dos aldeas de Koker, comprendemos que estamos de vuelta en el territorio formal de aquel pasado, pero que nos hemos adentrado en un nuevo mundo en el que los cadáveres todavía están frescos bajo el adobe de las casas y arriba se cultivan las semillas de otro pueblo que ha de surgir, aferrado a todo lo que puede, incluso a la antena para ver el campeonato mundial de fútbol. El mecanismo dramático que utiliza Kiarostami, soportado en el documental, nos hace conscientes en todo momento de que estamos observando una verdad natural, fehaciente, que contiene una belleza surgida en el terreno de la desgracia. Puya, incontenible en sus pulsiones infantiles, termina llevando de la mano a su padre por el territorio, en el que nuevamente el motor es la búsqueda del otro, para el alivio, para el respaldo colectivo que multiplica las fuerzas para resistir a la adversidad. Probablemente ahora no se trate de la insoportable necesidad de encontrar al otro para evitar su pena, como en ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’, sino del alivio propio, de la necesidad de alimentarse de ese espíritu cultural, inexplorable y misterioso que supone de alguna forma una realización inquebrantable, soportada en todo un tejido que resiste el peso de los escombros. El director lucha felizmente por treparse en esa cumbre mística, para encontrar al niño que antes buscaba a otro niño, en la necesidad de un refugio, de la dicha por la existencia y el bienestar del otro, como si Kiarostami hubiera tenido una visión local del futuro global que hoy es nuestro presente abrumador.
domingo, 8 de agosto de 2021
La aventura solidaria de Abbas Kiarostami y la poesía altruista de ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?'
Abbas Kiarostami es uno de los cineastas fundamentales en la extensión de la diversidad en el panorama del cine mundial. Durante décadas, el cine estadounidense y el cine europeo concentraron la mayor parte de la atención en todo el mundo. Desde Asia, lo más notable venía desde el extremo oriente, especialmente desde Japón, en donde se fundaron auténticos próceres de la historia del cine como Kurosawa, Ozu y Mizoguchi. En los años ochenta, con la radicalización del neoliberalismo y al final de la década, en los estertores del bloque socialista, la creciente migración demandó una oferta cultural más diversa, lo cual hizo que los festivales de cine, en donde tenía su espacio el cine más subterráneo, se le abriera la puerta a las cinematografías de países hasta ahora fundamentalmente desconocidos. El cine del Medio Oriente, con Irán a la vanguardia, abrió la ventana de una cultura milenaria, repleta de una humanidad intensa. Kiarostami durante mucho tiempo fue la personalidad más reconocida en ese proceso, especialmente desde ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ (1987), la primera entrega de su aclamada ‘Trilogía Koker’, de historias acaecidas en una pequeña y humilde aldea al norte de Irán. ‘¿Dónde está la casa de mi amigo?’ cuenta la aventura de Ahmed (Babek Ahmed Poor) un amoroso niño pequeño que se ha llevado a casa por error el cuaderno de la tarea de su frágil amigo Mohamed Reza Nematzadeh (Ahmed Ahmed Poor), quien, de no llevar su tarea, será expulsado de la escuela. Ahmed hará hasta lo imposible para llevarla el cuaderno a casa a su amigo, quien vive en la aldea vecina, cruzando el sendero por la colina.
Kiarostami nos pone en el centro de la sencillez máxima, de la humanidad concentrada en una pequeña aldea. Los espacios que recorre Ahmed se van iluminando con su presencia, para revelarnos, desde su deslumbrante solidaridad, el arraigo de la milenaria cultura persa, que se se puede percibir en los detalles ornamentados de las cosas y los lugares y también en la mirada intensa de los ojos grandes y expresivos, especialmente los de los otros niños, quienes son los únicos que parecen prestarle suficiente atención para cumplir con su deseo altruista, un deseo que lo inunda, que le hace intolerable la idea de que su amigo sufra el castigo de la institucionalidad estricta y tradicionalista de los adultos. Kiarostami tiene la sapiencia para develarnos la intensa subestimación que sufren los niños, ignorados estructuralmente en sus reclamos más angustiosos, y al mismo tiempo proyecta un espacio alucinante en su propia autenticidad, como si Ahmed se sumergiera al fondo de un mundo de fantasía, con esquinas indefinidas, lleno de curvas, de escaleras, con ventanas que se levantan sobre los pasadizos, en vitrales luminosos, con puertas retorcidas, en donde los niveles conviven sistemáticamente, como si al mismo tiempo retaran la física. Poco a poco la noche atrapa a Ahmed en la alucinación y entonces por fin cuenta con unos oídos abiertos, en el otro extremo de su edad, en la ancianidad que quiere ser escuchada, que lo abraza para curarlo de la fatiga con su propio cansancio de la vida. La música de tradición persa de Amine Allah Hessine se dibuja como la estela del veloz Ahmad, que atraviesa raudo el camino zigzagueante de la colina, de ida y vuelta, con la urgencia del altruismo ardiente que lo representa. La fotografía de Farhad Saba rescata los colores vívidos en medio del polvo desértico que cubre todo el escenario y llena de color la travesía de Ahmed y al mismo tiempo es capaz de introducir la atmósfera de una noche tormentosa que pareciera el reacomodo supremo de una fuerza inexplicable, como en la historia de un mito sobre el cual se debiera fundar una sociedad colectiva y solidaria que es tan urgente ahora como en la misión poética e inagotable del pequeño Ahmed.