Tras el fenómeno de Parasite (2019), de Bong Joon Ho, el cine coreano, satélite esencial de la cinematografía mundial durante casi cuarenta años, se integró de forma masiva al mainstream, así que ahora si varias decenas de millones más quienes voltean la mirada a un cine que no es nuevo para los cinéfilos dedicados. Para no quedarse corto en la integración coreana, en la temporada de premios Óscar surge Minari (2020), de Lee Isaac Chung, estadounidense de origen coreano, con una carrera ya sustanciosa, quien trae la familia coreana a las tierras profundas de Arkansas, para someterla al proceso intenso de la migración hacia la Unión Americana. Jacob (Steven Yeun) es el padre de una joven familia de coreano-americanos, con diez años de experiencia revisando el sexo de los pollos en la industria avícola, amasando una pequeña fortuna que le ha permitido comprar tierra en las extensiones de Arkansas, para instalarse con todas las dudas de su esposa Monica (Yeri Han), todavía inclinada a las comodidades de la ciudad; Anne (Noel Cho), ad portas de la adolescencia y con madurez prodigiosa, David (Alan S. Kim), el pequeño en pleno descubrimiento del mundo y la abuela Soonja (Yuh-Jung Youn), con olor a Corea (como lo describe David), que defiende con su propia humanidad su cultura original. Con la tierra fértil en la mente y el modelo de vida gringo jalando con fuerza, empieza la apuesta familiar.
Alrededor de la familia Yi, revolotean dos personajes que concentran los espíritus de la tierra que tienen en la sangre y la tierra donde plantan una semilla que esperan que haga realidad su sueño americano particular. Mientras la abuela Soonja se resiste a encarnar a la abuela gringa de manual, la que cocina galletas, como bien lo señala David, el impredecible Paul (Will Patton), veterano de guerra emblemático de la sociedad gringa (de la Guerra de Corea como debe ser), cerebro tostado al fuego directo por el sol de Arkansas, cargando la cruz mientras todos van a misa, encarna la fuerza imponente de la cultura más conservadora que se cierne con sus manos sobre la familia para convertirla al culto gringo. Con la fotografía de Lachlan Milne y el recuerdo de las extensiones angulares de Malick, Lee Isaac Chung pinta un fresco familiar en el que las pasiones crecen con perspectiva, con el ritmo al que crece la hierba minari sobre el arroyo en el claro del bosque, desde que la abuela y su pequeño nieto lo cultivan como su propia herencia.
En el nuevo hogar, los desencuentros entre el padre y la madre cada vez tienen menos que ver con la raíz coreana y cada vez más tiene que ver con la confrontación entre las comodidades de la ciudad y la extensión liberadora del campo. La resistencia cultural es diezmada sistemáticamente en medio del día a día en la supervivencia persiguiendo el sueño americano. Se convierte en un asunto secundario y precisamente Soonja, la abuela con la sangre coreana aún ardiendo, se resquebraja lentamente mientras arde su propia cultura en medio de los hábitos de una tradición a la que nunca puede pertenecer del todo. Mientras tanto, el más joven de la casa, el pequeño David, supera los riesgos de salud y el agujero de su propia identidad se constriñe poco a poco hasta sellarse por completo, mientras los vaqueros y los refrescos lo empiezan a construir en un estadounidense cada vez menos coreano. El elemento de castigo de la inadaptación es absorbido por la más anciana, quien se somete al entorno mismo para pagar el precio del peaje cultural, para que con ella se cobre el precio para soñar como sueñan los americanos, de la única forma que es posible soñar.
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