Tras la relevancia de La aventura, Antonioni logró hacerse de talento también relevante en Italia y toda Europa en aquel momento para realizar la segunda entrega de su trascendente ‘Trilogía de la incomunicación’. Para La noche (1961), acompañó a Monica Vitti, su musa particular, con Marcello Mastroianni, ya entonces uno de los actores históricos de Europa por su trabajo con Dassin, Visconti y sobre todo La Dolce Vita, de Fellini, y ,por si fuera poco, Jeanne Moreau, que ya había transitado para la eternidad las calles lluviosas de París, con la trompeta de Miles Davis, en el Ascensor al cadalso, de Louis Malle. También mantuvo en el guion al gran Tonino Guerra. No por cualquier cosa la distribución en las salas estuvo a cargo de Dino de Laurentiis. En La noche, Antonioni nos presenta a los esposos Giovanni (Mastroianni) y Lidia Pontano (Moureau), en la progresiva degradación de su matrimonio. Él es escritor con suficiente renombre para abrir las puertas de la alta sociedad, mientras que ella observa con especial interés la vida al natural en los rincones reservados de la sociedad más rasa en la gran ciudad. Del hospital, donde yace terminal el mejor amigo de la pareja, se trasladan a los clubes nocturnos, huyendo del aburrimiento y de la pena para seguir después a la fiesta de un magnate en donde aparece Valentina (Monica Vitti), la hija del anfitrión, quien fascina a Giovanni ante la mirada indiferente de Lidia.
El pesar profundo de la enfermedad es la puerta de entrada que nos abre Antonioni para explorar este nuevo mundo incomunicado y distante. Giovanni y Lidia atraviesan la ciudad donde conviven la antigüedad y la modernidad para adentrarse esbeltos en la frialdad del hospital. En la puerta contigua de su hermano enfermo, que ya ve la muerte en el horizonte, habita la pasión febril y enfermiza de la tentación que la concupiscencia abierta de Giovanni no puede evitar. Poco a poco, toda obligación social con la pena es derruida lenta pero irreversiblemente por la búsqueda del placer, esperando ingenua pero decididamente que la dicha hedonista disipe el inextinguible horror inherente en el fondo a la existencia misma. Lidia libera sus sensaciones más sinceras mientras recorre encantadora los espacios que escapan de la agitación de la ciudad, cada vez más ruinosos, en la violencia amenazante de las riñas, en la carcajada de los amigotes, en el manjar de los andenes, en la vida que se pierde por ser arrastrada a la burbuja de su marido. Una burbuja que se detalla en la noche de la fiesta, en los pasillos clandestinos en medio de la embriaguez de la atmósfera festiva en la opulencia. En cuartos contiguos, pasadizos, corredores, jardines, piscinas y salones, en donde todos se ven entre sí y se cruzan atravesando los spots y la penumbra, resulta espectacular por sí mismo el aporte imprescindible de Gianni di Venanzo, determinante en obras específicas y cumbres de la cinematografía italiana, con Rosi, Fellini y el mismo Antonioni. Los personajes adquieren un protagonismo dramático cuando se asoman a la luz de di Venanzo, que les espera con calma para bañarlos y revelar su extraordinaria belleza. En medio de la lluvia y las filas rotas por el caos ansioso de la satisfacción inmediata, la luz abre refugios para los personajes extraviados que escribió Guerra, dirigió Antonioni y encarnaron estrellas que le dieron rostro a la cultura del romance trascendente en Europa. En los jardines incitantes que se esfuerzan por distanciar a los mortales de su propia desgracia existencial, Antonioni elabora meticulosamente un infierno seductor, pero también le da suficientes votos al rostro lánguido que persiste cuando amanece, cuando la música se apaga y la ebriedad ha vencido a todos los comensales, cuando la infelicidad más lacerante, dolorosa y patética se arrastra y se retuerce por los suelos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario