sábado, 17 de abril de 2021

La inercia desidiosa de ‘La aventura’ y la melancolía estructural de Michelangelo Antonioni


Michelangelo Antonioni, forjado en la posguerra neorrealista, en el documental y la ficción, se escindió de aquella gesta histórica en la cultura europea, para erigirse él mismo como uno de los pilares del cine de autor a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. La película que proclamó esa transición fue ‘La aventura’ (1960), la primera de su colaboración emblemática con la ineludible Monica Vitti y también la primera de su honda ‘Trilogía de la incomunicación’, en donde revisa el trasfondo de la alienación y el desencanto subyacente en la sociedad italiana, desde las alturas de las élites que deambulaban por edificios a un hervor de convertirse en ruinas que le dan fondo a su melancolía. Anna (Lea Massari) se lanza a navegar el Mediterráneo junto a Sandro (Gabriele Ferzetti), su amante, Claudia (Monica Vitti), su mejor amiga y una colección de amigos cercanos, entre hombres y mujeres. La fatalidad azarosa de la desaparición definitiva y misteriosa de Anna, lanzan a Sandro y Claudia en un trasegar embriagado por el romance y la atmósfera de la desolación en el paraíso mismo. 

Antonioni lanza a la mar a sus personajes, quienes en cuanto encallan salen a explorar la playa rocosa mientras el sol atraviesa el cielo, para finalmente romper las paredes de las ciudades, en donde la historia atestigua sus propias convulsiones éticas y morales. La embriaguez sexual de Claudia y Sandro se impone tan natural como desidiosa sobre la corrección ética, hasta tal punto que la ausencia de Anna no es lamentada por nadie y una tristeza sorda los impulsa a errar por las extensiones interminables del paisaje, colmadas por la arquitectura raída que los observa con majestuosidad. Antonioni compone y recompone cada plano con instinto afilado para enmarcar la emoción angustiosa de sus personajes que se resisten a la soledad, al abandono de la melancolía. En aquella Italia que todavía se lamía las heridas de la guerra, Antonioni se planta en la élite para observar siempre con amplio panorama una melancolía estructural, que hace parte de cada espacio y de cada italiano. Las mujeres y los hombres se buscan y se encuentran, sin la capacidad de resistir su propio abandono, sin poder confrontarse con su propia realidad. 

Monica Vitti, despuntando como fetiche actoral de Antonioni, traza el camino de los escenarios hipnóticos que Antonioni instala como memorias de aquel presente de una provincia abandonada. Los salones, los dormitorios, las playas rocosas, las plazas y los callejones son atravesados por Claudia, quien abre el infinito abriendo las puertas y las ventanas, mirando el horizonte, en todas las direcciones, dándole vida al espíritu de un mundo que también la mira, como los hombres del pueblo que se alborotan a su alrededor libidinosos, mientras ella busca ansiosa la aparición de Sandro que solo sirve para rescatarla. La intensa melancolía hace necesaria no solamente quebrar el cristal de las reglas implícitas, sino también el perdón, un perdón que difumine la soledad, aunque sea para llorar juntos, para seguir deambulando por la vida hasta donde el azar lo quiera. 

Así Antonioni le daba inicio la trilogía en la que la incomunicación era el remanente de la devastación emocional de la posguerra, en donde el duelo trascendía la pérdida de seres queridos y se instalaba como el sentimiento de una nación derrotada y estigmatizada por la historia. Pero en ‘La aventura’, Antonioni excava a fondo en la necesidad profunda del amor, de la compañía, de estirar los brazos y encontrarse a quien abrazar, para refugiarse de la crueldad propia de la existencia en el mundo. El escenario que transitan los seres humanos en ‘La aventura’ es la realidad palpable de su propio tiempo, pero la atmósfera es la de un tiempo en el que aparecen y desaparecen las almas, a veces con todo y su presencia, en donde la ausencia se extiende lánguida como el atardecer. 

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