En los años ochenta, el cine de autor mexicano ya había llegado a la madurez y se perfilaba como todo un territorio fértil para el desarrollo de una cinematografía que se apoyaba pero también sufría sobre los hombres del Estado. En Latinoamérica, eran años de confrontaciones políticas, en los cuales el pensamiento se alimentaba del legado de grandes artistas y humanistas que hicieron de México una cultura extraordinariamente profunda también en el siglo veinte. En ese contexto, apareció una de las óperas primas más celebradas del cine mexicano, como es hasta nuestros tiempos ‘Los confines’, del realizador capitalino Mitl Valdez. Se trata de la adaptación de diversas narraciones seleccionadas de la obra de Juan Rulfo, específicamente sus cuentos ‘Talpa’ y ‘Diles que no me maten’, y su novela ‘Pedro Páramo’. Para su primer largometraje, Valdez reclutó a un elenco estelar, conformado por estrellas consolidadas, en la cima y en ciernes para esa segunda mitad de los años ochenta. Todas las historias se contextualizan en el México rulfiano, aquel de las profundidades melancólicas que terminaron siendo todo un tratado sobre la existencia humana, especialmente la Latinoamericana entera, considerando las aristas sociales y culturales.
‘Los confines’ es una película de auténtica vanguardia en el cine mexicano, que apuesta a las elipsis, a las retrospectivas, al sonido fuera de campo, a la cámara subjetiva. Valdez nos invita a un universo que no se apega formalmente a la narrativa de las historias de Rulfo, pero que con gran destreza extrae la esencia de esa melancolía trascendente de Rulfo, que no solamente se refería a la profundidad de su perspectiva cultural con respecto a México, sino que era la emanación de su propia personalidad. La suma de los recursos cinematográficos y narrativos terminan por configurar una experiencia de auténtica mexicanidad cinematográfica, de cine mexicano auténtico que puede revelarse con claridad frente a cualquier otra cinematografía. En el tejido profundo de esa experiencia, además del trabajo emocionante de grandes e históricos actores como Ernesto Gómez Cruz, Enrique Lucero, Ana Ofelia Munguía, Jorge Fegán, María Rojo y Manuel Ojeda, complementados con gran altura por los crecientes Pedro Damián, Patricia Reyes Spíndola y Roberto Sosa, sino también la pictórica ejecución de Marco Antonio Ruiz en la fotografía, dándoles a los personajes el marco de los campos moteados de nopales y las desiguales y sempiternas haciendas y ranchos mexicanos. De la misma forma, el detallado y detallista trabajo de Lucía Olguín en la dirección de arte y el sonido tan lleno de relieve como el paisaje visual, a cargo del futuro director Carlos Bolado y el legendario Gonzalo Gavira en los incidentales. La música de Antonio Zepeda, con evocaciones prehispánicas, envuelve finalmente una película que resulta indispensable como referencia del cine propiamente mexicano.
Mitl Valdez consigue con ‘Los confinados’ no solamente darle remate de gran factura a una cinematografía que ya sumaba periodos históricos como industria y como arte, sino que, encaminándose al final del siglo XX, le da al cine mexicano un nuevo soporte conceptual que le abre una gran referencia de posibilidades creativas. De la misma manera, consigue darle un vistazo a un México de fondo, de las profundidades, que sigue latente en cada mexicano en los pueblos, los barrios y, por supuesto los campos, en donde la existencia está vinculada con las inequidades de siempre, pero también con una espiritualidad que trasciende incluso la vida y la muerte, que se compromete con todo un sino de identidad, que tiene que ver con los rasgos profundos del alma mexicana. La extracción de esa esencia rulfiana resulta reveladora en el cine. Consigue exponer de forma casi tangible esa trascendencia que fluye continuamente por el espíritu, por los ríos de una melancolía que parece adivinar un misterio que no se puede tocar con la conciencia.
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