viernes, 31 de enero de 2020

La tradición feminista de 'Little Women' y la novela fílmica de Greta Gerwig

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La mujer es uno de los temas fundamentales del cine en tiempos en los cuales se está repensando la concepción entera de la mujer en la historia del mundo. Por supuesto, los asuntos de política social nunca han sido especialmente ajenos a Hollywood, ni al cine estadounidense en general. Una de las cineastas que despuntan en ese contexto es Greta Gerwig, quien tras una nutrida filmografía como actriz y guionista (en donde se destacó su trabajo con Noah Baumbach), se ha enfocado en fortalecer su presencia en el escenario como directora. Tras su ya distante ‘Nights and Weekends’ (2008), codirigida con Joe Wanberg, Gerwig se metió a la carrera por el Oscar con ‘Lady Bird’ (2017) y de nuevo vuelve a las listas de nominados de la Academia, con ‘Little Women’, con una adaptación de la clásica novela germinalmente feminista de Louisa  May Alcott ‘Little Women’ (2019), la quinta de esta obra recurrente en el cine, que ha contado con directores como George Cukor y Gillian Armstrong y actrices como Katherine Hepburn y Wynona Rider. ‘Little Women’ narra la historia de tránsito de la adolescencia a la adultez de un ramillete gracioso y diverso de jóvenes hermanas aristócratas con el trasfondo de la Guerra de Secesión. Cada una de ellas quiere plantearse la vida en sus propios términos, aportando una perspectiva diferente a la condición femenina. La adaptación de Gerwig se centra de forma especial en Jo March (Saoirse Ronan), la más independiente y liberal de las hermanas, quien tiene grandes sueños literarios y se enfrenta a las imposiciones de rol que sufren las mujeres en ese contexto histórico.

La adaptación de Gerwig resulta fresca y especialmente funcional para comprender asuntos de fondo en la discusión alrededor del feminismo que es tan frecuente en nuestros tiempos. El ensamble de personajes se distancia notablemente lo coral para darle relevancia a Jo, quien estará presente alternativamente en la línea argumental de sus hermanas, todas ellas emulaciones de las musas como la misma Jo. Meg (Emma Watson), con dotes histriónicos pero más tradicionalista que las demás; Amy (Florence Pugh) pintora de habilidades técnicas especiales, pero siempre inestable y Beth (Eliza Scanlen), con destreza para el piano y frágil siempre recluida en el seno familiar. Todas viven en una pequeña sociedad matriarcal con Marmee (Laura Dern), su madre,  y la tía March (Meryl Streep), epítome de la independencia femenina. Gerwig consigue que la esencia siempre lúdica de la historia original resulte didáctica para plasmar diáfanamente la perspectiva femenina en sociedades patriarcales que se presentan como secundarias, pero inamovibles. Inclusive, el personaje de Laurie (Timothée Chalamet), resulta simplemente caprichoso e inmaduro, pero determinante en el destino de los personajes principales. Por supuesto, como lo requiere la recreación de la época, la dirección de arte, especialmente el vestuario, a cargo de Jacqueline Durran, sirve para caracterizar de forma típica la personalidad de cada quien en el grupo de mujeres. Además, Gerwig plantea soluciones de dirección y edición que resultan especialmente efectivas para comparar la transición que viven las hermanas, repitiendo composiciones en diferentes planos para corroborar el cambio en la situación de cada personaje. Este proceso resulta especialmente útil en la adaptación porque extrae de forma muy efectiva la esencia de cada situación y evita que el contexto histórico lo distancie del tiempo en el que vivimos ahora. Gerwig saca todo el provecho posible del contexto histórico desde el punto de vista estético, y además la química que fluye naturalmente en esas reuniones familiares femeninas. De la misma forma, los escenarios naturales nos acogen siempre de cerca a las representaciones musicales y pictóricas de la época. Mientras tanto, el lenguaje es siempre accesible, con representaciones emocionalmente identificables y muy precisas por parte de todo el elenco. El cotejo constante entre los diversos arcos argumentales y los diferentes escenarios permite apreciar con amplitud un mapa completo de la feminidad.


sábado, 25 de enero de 2020

La cáscara deslumbrante de ‘1917’ y el relato histórico de Sam Mendes























La revelación global del cineasta inglés Sam Mendes se dio a finales del siglo pasado con su muy recordada ‘American Beauty’ (1999), una película que se adentró en los suburbios de la clase media alta estadounidense para desmontar la farsa alrededor de la familia en esa clase social. La película se llevó cinco premios Oscar, entre los que se incluyeron la mejor película y la mejor dirección para Mendes. Después fue alternando dramas y comedias románticas, hasta que en la década anterior se insertó en la categoría de los blockbusters con sus dos entregas de la interminable saga de James Bond: ‘Skyfall’ (2012), y ‘Spectre’ (2015). Mendes está de vuelta en los premios Oscar con su más reciente película, titulada simplemente ‘1917’ (2019). El título se debe a que está contextualizada en la Primera Guerra Mundial (1914 – 1918) y cuenta la historia de dos jóvenes soldados británicos, Scofield (George MacKay) y Blake (Dean-Charles Chapman), a quienes les es encomendado llevar un mensaje a territorio enemigo para evitar una confrontación que derivaría en la masacre de unos 1600 hombres debido a una trampa mortal por parte del ejército alemán.

Mendes nos invita a acompañar la epopeya de sus dos protagonistas con larguísimos e irrompibles planos secuencia, con la destreza bien conocida del virtuoso cinefotógrafo Roger Deakins y el desarrollo puntual de tecnología para conseguir los objetivos estéticos de su propuesta audiovisual. La constante recomposición y la dinámica puesta en escena logran eficientemente ponernos en la perspectiva de los dos soldados que, unidos sólidamente a su profunda amistad, se enfrentan con especial valentía a los horrores bien conocidos de la guerra. Por supuesto, la exigencia en el diseño sonoro es alta y el trabajo de Michael Fentum está a la altura, al igual que el detallado, versátil y eficiente diseño de producción de Dennis Gassner (conocido de Mendes y Deakins) y la edición necesariamente de alta precisión de Lee Smith (habitual colaborador de Cristopher Nolan). Con todos estos elementos de alto desarrollo técnico se construye una cáscara deslumbrante que sin duda tiene la capacidad de sostener por sí misma las dos horas de duración de la película. Desde la perspectiva técnica y tecnológica, la película plantea nuevos escenarios creativos para los presupuestos más altos del mundo.

Los problemas surgen cuando se abre la cáscara para ir en busca de la pulpa y clavarle el diente con apetito. Entonces es inevitable pensar en grandes hitos de la guerra que no le convienen para nada a la película si aparecen en la memoria del espectador. Desde el punto de vista de los personajes, es necesario citar a la inmortal ‘Come and See’ (1985), de Elem Klimov, en donde realmente se va a fondo del horror lacerante en escenarios humanos dantescos propios de la confrontación bélica, todo congregado en el rostro destruido de un adolescente arrancado brutalmente de la adolescencia. Y si se trata de encomiendas que cruzan el pantano de sangre y lodo de la guerra, viene a la mente ‘Apocalypse Now’ (1979), de Francis Ford Coppola, basada en ‘El corazón de las tinieblas’, de Joseph Conrad, en un auténtico descenso al infierno para encontrarse con aquel horror de horrores. ‘1917’ palidece ante su propias elecciones narrativas y desaprovecha por completo el caldo de cultivo inagotable de la guerra. Sus señalamientos con respecto a la guerra y a la amistad terminan por ser tristemente obvios, más allá de lo técnico, a un género que década a década ha nutrido la historia del cine con clásicos que han llego a la cumbre del arte cinematográfico. Pero el paralelo menos conveniente para la película es el que se establece con sus propios creadores. No hace falta ir muy lejos en la brillante carrera de Deakins para encontrarse con otro prodigio técnico con mucho más contenido, como ‘Blade Runner 2049’ (2017) y con Mendes resulta evidente al volver a su último paso por los Oscar, con ‘Belleza Americana’. Tal vez la discusión pertinente sea la de la necesidad de rescatar el cine para volver a infundir el calor que a veces pierde actualmente.

sábado, 18 de enero de 2020

La convulsión de la fe en ‘El joven Ahmed’ y la juventud crítica de los hermanos Dardenne

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La mancuerna en la dirección de los hermanos belgas Jean Pierre y Luc Dardenne se ha consolidado en los últimos veinticinco años como una de las presencias fundamentales del histórico cine de autor europeo. Con su inmersión de estilo documental en ficciones de jóvenes en crisis ha dejado toda una huella en la historia del cine, especialmente en aquella vertiente que abreva de las raíces centenarias del humanismo, destacando siempre los conflictos ocultos en medio de sociedades de primer mundo, como la mayoría de aquellas del centro de Europa. Con una filmografía de más de cuarenta años, los Dardenne fueron puliendo un estilo punzante que involucra la potencia realista del documental, hasta que su narrativa se consolidó en torno a la presentación de situaciones especialmente realistas y, por momentos, dolorosas. Su primer gran suceso como directores fue ‘Rosetta’ (1999), el retrato trágico e incisivo de una joven adolescente que se enfrenta a la pesada carga de una madre alcohólica. Después vendrían películas de auténtica conmoción social y emocional, como ‘El hijo’ (2002), ‘El niño’ (2005), ‘El silencio de Lorna’ (2008), ‘El niño de la bicicleta’ (2011) y ‘Dos días, una noche’ (2014). Su más reciente película, ‘El joven Ahmed’ (2019), les valió para ganar el premio a la Mejor Dirección en el Festival de Cannes. Cuenta la historia de la profunda tormenta de fe que vive un adolescente belga de origen árabe que sigue con gran fervor la fe islámica, llegando incluso a entrar en choque con la cultura belga, principalmente liberal.

Aquí de nuevo los Dardenne tocan un tema especialmente crítico, al trasladar el advenimiento de la fe religiosa más extrema sobre un personaje que precisamente está en la etapa de su vida en la que descubre de forma potente asuntos como la muerte, el sexo, la sociedad y el sistema, entre otros. Ahmed (Idir Ben Addi), es un joven de especial nobleza, pero que es seducido por una tácita pero potente promesa de elevación suprema al seguir el Corán. Por momentos, los Dardenne presentan esta tendencia al fanatismo como la obsesión característica de un adolescente en cualquier tema que pareciera elevarlo en el contexto social, lo cual crea sin duda un planteamiento temático tan particular como angustiante, al atestiguar la compleja crisis que se deriva del descenso a la oscuridad de la radicalización. Como es usual en el cine de los Dardenne, el escenario atmosféricamente utópico de la sociedad primermundista se empieza a convertir en una extensa prisión en donde el silencio y el vacío transforman la pretensión de un sueño libertario en una ausencia dolorosa. La cámara de los Dardenne acompaña con gran precisión al personaje y tiene una intuición prodigiosa para ponernos de frente a sus emociones o para enmarcarlo en el contexto de su propio abandono. Sin embargo, a pesar de contar con todos los ingredientes audiovisuales y narrativos que son característicos de la filmografía de esta pareja de directores, el personaje no parece tener suficiente confrontación dramática de quienes lo rodean y así es como sus acciones no suelen entrar en la intensidad que se esperaría del planteamiento. Por un momento, pareciera que la violencia por sí misma pareciera alcanzar lo necesario, así como más adelante parece hacerlo el descubrimiento de la sexualidad, pero todo parece quedarse a en la mitad de la carretera, como si la impasibilidad social del contexto que se retrata terminara también por apoderarse del tono emocional de la película y Ahmed choca con esa impasibilidad. Ahmed, en un esfuerzo quijotesco, choca contra auténticos molinos de viento que son la propia institucionalidad de su país. Ni la escuela ni la familia ni el gobierno ni la religión tienen la capacidad de darle luz al intenso debate espiritual y humano que se agita en su interior.           

sábado, 11 de enero de 2020

La protesta republicana de Clint Eastwood y la injusticia sistémica de 'Richard Jewell'

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Clint Eastwood es probablemente el emblema cinematográfico vivo más importante en el mundo. Su rol en los westerns de Sergio Leone lo convirtieron en la representación viva del vaquero, reconfigurando aquella imagen legendaria que construyó John Wayne. Pero no solamente como actor consiguió ese lugar entre los emblemas representativos del espectáculo cinematográfico, sino que también como director ha logrado construir un legado consistente desde su propio estilo como cineasta y como retratista de la profundidad y la diversidad de los Estados Unidos. En el siglo pasado se anotó auténticos clásicos como ‘The Outlaw Josey Wales’ (1976), ‘Sudden Impact’ (1983), ‘Bird’ (1988), ‘Unforgiven’ (1992, probablemente su mejor película) y ‘The Bridges of Madison County’ (1995), pero ha sido en el siglo que vivimos donde probablemente ha desarrollado un cine especialmente consistente y perfeccionado, con películas como ‘Mystic River’ (2003), ‘Million Dolar Baby’ (2004), ‘Changeling’ (2008) y ‘American Sniper’ (2014), entre otras. Eastwood no ha parado nunca y su más reciente película vuelve sobre la historia de Estados Unidos, esta vez en el contexto del atentado terrorista de los Juegos Olímpicos de Atlanta 96, específicamente alrededor de la historia del policía frustrado Richard Jewell (Paul Walter Hauser), quien pasó pronto de héroe nacional a principal sospechoso en la investigación.

Eastwood presenta los acontecimientos de forma estrictamente cronológica para contarnos los antecedentes de Jewell, específicamente su incipiente pero casi única amistad con el abogado Watson Bryant (Sam Rockwell) y su extendida relación con Bobi Jewell (Kathy Bates), su madre, con quien aún vive bajo el mismo techo. Contra Jewell conspiran las perversas agencias de investigación judiciales, encarnadas por el detective Tom Shaw (Jon Hamm) y los deshumanizados e interesados medios de comunicación encarnados en la perversa reportera Kathy Scruggs (Olivia Wilde). El cine de Eastwood se ciñe con precisión a la tradición estadounidense de la linealidad, la interpretación y la narrativa, con precisión casi de relojería en una fórmula probada con éxito por décadas, con el mismo Clint como uno de sus principales impulsores, con el respaldo de Joel Cox, su editor de cabecera y la exquisita aportación jazzística en este caso del cubano Arturo Sandoval, uno de los trompetistas vivos más importantes del género. El cine de Clint siempre ha tenido el enorme mérito de descubrir gigantescos territorios en la compleja personalidad de personajes que inicialmente parecen estereotípicos. Ese es el principal logro también en ‘Richard Jewell’, en donde podemos ver con claridad a un hombre característico de la extensísima población blanca y empobrecida de los Estados Unidos, con principios conservadores y hasta reaccionarios, tendiente a la discriminación constante de otros grupos y siempre autoimpuesto como el representante único de América, como llaman los gringos a su país, pero que aquí podemos ver también a un hombre noble, honesto y, sobre todo, inocente. Lamentablemente, Eastwood desaprovecha esa vena inagotable y siempre disfrutable intelectualmente de su propio legado cinematográfico, experto en el retrato de estos personajes que son ahorcados por la ley y el sistema, con el espíritu inagotable del legendario cowboy renegado, para entregarse casi con virulencia y ridiculez a la satanización de los contrapesos en su drama. Construye así unos villanos inverosímiles y de poca altura, carentes de complejidad y matiz, que actúan con tal torpeza y elocuente mala intención, reflejando tan solo el rechazo personal y político de Eastwood a un sistema que es perfectamente criticable desde una posición menos visceral. Esta contraposición entre el interesantísimo protagonista y los planos y burdos antagonistas termina por dilapidar la posibilidad de construir un retrato extenso de la sociedad estadounidense, como ya lo hecho en múltiples ocasiones un director experimentado e histórico como Eastwood. En cambio, lo que parece explicarse, sin ser la intención principal, es la emoción profunda de la inmensa población blanca y popular que llevó a la presidencia a Donald Trump.

sábado, 4 de enero de 2020

La fiebre marina de ‘The Lighthouse’ y el horror folk de Robert Eggers

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En la década que acaba de pasar, una de las películas cumbres del género del horror fue sin duda ‘The VVitch’ (2015), la ópera prima de Robert Eggers. El terror congelante y asfixiante de su primera película se convirtió en un clásico generacional y un referente del horror tradicional, aquel centenario de la cultura anglosajona. La nueva película de Eggers, ‘The Lighthouse’ (2019), por tanto ha sido especialmente esperada, desde que se pudo vislumbrar su fotografía en blanco y negro y su elenco mínimo pero estelar conformado por Robert Pattinson y Willem Dafoe. El joven leñador canadiense Thomas Howard (Pattinson) se ha sometido al aislamiento en un faro distante en las frías y agrestes costas de Nueva Inglaterra, en donde consigue un trabajo como ayudante del viejo y procaz encargado de la luz marina, el cojo Thomas Wake (Defoe), a cuyas órdenes casi esclavistas tendrá que someterse el silencioso y aislado joven. Así es como nosotros también somos confinados al aislamiento de los espacios reducidos y el ruido constante en medio de la inmensidad y la rivalidad agreste de una convivencia violenta.

La condición atmosférica de ‘The Lighthouse’ comprende gran parte del desarrollo creativo de la película. Eggers se esmera muy especialmente en involucrarnos en la experiencia antigua pero potente y traumática del aislamiento en las alturas de un faro y en medio de la nada siempre inquieta del mar y la playa. La fotografía Jarin Blaschke (que también trabajó con Eggers en ‘The VVitch’) resulta fundamental para la construcción de esa atmósfera, con su ratio clásico y confinado 1.19:1 y su fotografía de alto contraste, que rememora el Expresionismo, y sus fuentes de luz contrapicadas que enfatizan el horror patético de los rostros blanquecinos en plena confrontación emocional. Los diseñadores de sonido Mariusz Glabinski y Damian Volpe en monofonía consiguen ponernos dentro de paredes que son el inevitable y oscuro refugio ante la amenaza constante y terrorífica del mar que golpea con violencia sobre la playa. Ya internados por completo en esta atmósfera, la película es sostenida sobre los hombros correosos y las actuaciones exigidas de Pattinson y Defoe, quienes representan el eterno conflicto de la convivencia en el aislamiento, en donde emergen incontrolables las más oscuras emociones de la condición humana.

Todo se hace mucho más complejo cuando a las reacciones naturales y sombrías se les suma la maldición propia de la leyenda de los marinos, de la relación profunda entre el ser humano y el mar desde el borde de la playa. En las profundidades de Howard crece una esquizofrenia fortalecida profundamente por el advenimiento de las presencias mágicas y devastadoras de las leyendas. La referencia primaria de la situación pasa sin duda por Edgar Allan Poe, en donde se puede respirar el aire denso de la maldición siniestra y el reconocimiento devastador de la condena física, del encierro y la degradación mental. La naturaleza también parece hacer parte misteriosamente de esa fuerza inquietante y gigantesca, expresada en las gaviotas, lo cual recuerda aquel picotazo que detonaría el ataque descomunal e imposible de eludir que daría inicio a ‘The Birds’ (1963). Las leyendas surgidas del pueblo se sostienen sobre verdades pétreas que no tienen base lógica, como una inmensa roca flotando sobre el aire, pero que se hace presente y no da más tiempo para la razón. Walke (Defoe) es un monstruo tallado por esa conjura horrorosa, mientras que Howard (Pattinson) es arrastrado a las profundidades de un escenario desconocido y abismal. A pesar de la potencia intensa del planteamiento dramático y estético, la reiteración de la situación conflictiva agota todos los escenarios y el impulso para la resolución final parece ya extinguido de alguna forma. Sin embargo, el mejor abordaje a esta fiebre marina es a partir de la experiencia es la invitación a una memoria especialmente visceral que es tan particular como universal, porque puede suceder en un faro o en una casa.