En la década que acaba de pasar, una de las películas cumbres del género del horror fue sin duda ‘The VVitch’ (2015), la ópera prima de Robert Eggers. El terror congelante y asfixiante de su primera película se convirtió en un clásico generacional y un referente del horror tradicional, aquel centenario de la cultura anglosajona. La nueva película de Eggers, ‘The Lighthouse’ (2019), por tanto ha sido especialmente esperada, desde que se pudo vislumbrar su fotografía en blanco y negro y su elenco mínimo pero estelar conformado por Robert Pattinson y Willem Dafoe. El joven leñador canadiense Thomas Howard (Pattinson) se ha sometido al aislamiento en un faro distante en las frías y agrestes costas de Nueva Inglaterra, en donde consigue un trabajo como ayudante del viejo y procaz encargado de la luz marina, el cojo Thomas Wake (Defoe), a cuyas órdenes casi esclavistas tendrá que someterse el silencioso y aislado joven. Así es como nosotros también somos confinados al aislamiento de los espacios reducidos y el ruido constante en medio de la inmensidad y la rivalidad agreste de una convivencia violenta.
La condición atmosférica de ‘The Lighthouse’ comprende gran parte del desarrollo creativo de la película. Eggers se esmera muy especialmente en involucrarnos en la experiencia antigua pero potente y traumática del aislamiento en las alturas de un faro y en medio de la nada siempre inquieta del mar y la playa. La fotografía Jarin Blaschke (que también trabajó con Eggers en ‘The VVitch’) resulta fundamental para la construcción de esa atmósfera, con su ratio clásico y confinado 1.19:1 y su fotografía de alto contraste, que rememora el Expresionismo, y sus fuentes de luz contrapicadas que enfatizan el horror patético de los rostros blanquecinos en plena confrontación emocional. Los diseñadores de sonido Mariusz Glabinski y Damian Volpe en monofonía consiguen ponernos dentro de paredes que son el inevitable y oscuro refugio ante la amenaza constante y terrorífica del mar que golpea con violencia sobre la playa. Ya internados por completo en esta atmósfera, la película es sostenida sobre los hombros correosos y las actuaciones exigidas de Pattinson y Defoe, quienes representan el eterno conflicto de la convivencia en el aislamiento, en donde emergen incontrolables las más oscuras emociones de la condición humana.
Todo se hace mucho más complejo cuando a las reacciones naturales y sombrías se les suma la maldición propia de la leyenda de los marinos, de la relación profunda entre el ser humano y el mar desde el borde de la playa. En las profundidades de Howard crece una esquizofrenia fortalecida profundamente por el advenimiento de las presencias mágicas y devastadoras de las leyendas. La referencia primaria de la situación pasa sin duda por Edgar Allan Poe, en donde se puede respirar el aire denso de la maldición siniestra y el reconocimiento devastador de la condena física, del encierro y la degradación mental. La naturaleza también parece hacer parte misteriosamente de esa fuerza inquietante y gigantesca, expresada en las gaviotas, lo cual recuerda aquel picotazo que detonaría el ataque descomunal e imposible de eludir que daría inicio a ‘The Birds’ (1963). Las leyendas surgidas del pueblo se sostienen sobre verdades pétreas que no tienen base lógica, como una inmensa roca flotando sobre el aire, pero que se hace presente y no da más tiempo para la razón. Walke (Defoe) es un monstruo tallado por esa conjura horrorosa, mientras que Howard (Pattinson) es arrastrado a las profundidades de un escenario desconocido y abismal. A pesar de la potencia intensa del planteamiento dramático y estético, la reiteración de la situación conflictiva agota todos los escenarios y el impulso para la resolución final parece ya extinguido de alguna forma. Sin embargo, el mejor abordaje a esta fiebre marina es a partir de la experiencia es la invitación a una memoria especialmente visceral que es tan particular como universal, porque puede suceder en un faro o en una casa.
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