jueves, 31 de octubre de 2024

La crueldad inconsciente de ‘Manos libres’ y la vida extraviada de José Buil


Tras la gran notoriedad que llegó a alcanzar ‘Perfume de violetas’, la trilogía de Maryse Sistach continúo con ‘Manos libres’ (2005), en la que ella se adentró en la producción y el diseño de producción, mientras que su esposo, José Buil, fue el autor principal en el guion y en la dirección. El origen de esta película parte de una tragedia terrible. La única hija de la pareja, Pía Buil Sistach, fue asesinada en un atropellamiento en las calles de la Ciudad de México. Pía le contó a su padre la historia de unos jóvenes que habían simulado un secuestro para extorsionar al padre de unas jóvenes y así sacarles una fortuna. De esa anécdota parte ‘Manos libres’, que específicamente cuenta la historia de Marcelo (Luis Gerardo Méndez) y Axel (José Carlos Femat), quienes en su plan de simulación de un secuestro para ejecutar una extorsión, abordan en el cine a Bety (Ana Paula Corpus), para grabar su voz como prueba de supervivencia e incomunicarla por unas horas para conseguir que Rodrigo (Alejandro Calva), su padre, para que pague la supuesta liberación en el transcurso de unas pocas horas. Por supuesto, los jóvenes inexpertos en el crimen no pueden consolidar todos los detalles y todo deriva en un desenlace tan caótico como aterrador. 

La segunda película de la “trilogía de la crueldad” se mueve hacia otra clase social y se traslada en su centro de la dupla de mujeres adolescentes a la de los universitarios pudientes pero extraviados. Aquí también hay un abandono consistente y una cercanía que se da para soñar con los placeres, con los lujos, con un materialismo vulgar. Marcelo y Axel no consideran que necesiten atravesar el camino que la sociedad dice en teoría que deben cruzar para revolverse en las mieles de las comodidades y los placeres. Dotados con una buena cantidad de celulares de calidad para la época, se sienten en la capacidad de estructurar toda una estratagema para simular un secuestro que fácilmente se convierta en una extorsión eficiente que les dé una fortuna considerable para relamerse los bigotes de cocaína, con mujeres y coches lujosos. A pesar de no contar con los aciertos extraordinarios de ‘Perfume de violetas’ en el trazado de todo un escenario que para las protagonistas es aplastante, en ‘Manos libres’, casi todo está atravesado por la noche, por una oscuridad que se percibe de fondo triste, como se refleja en el completo extravío vital de estos dos protagonistas. Por otra parte, también está retratado un padre de esos que es capaz de untarse de todo lo que sea necesario para mantener un escenario de vida completamente falso, de absoluta apariencia, tanto para él como para su familia, con las angustias casi mortales de no poder seguirlo sustentando y finalmente ser aniquilado por unos compromisos tenebrosos para mostrarse como pretende mostrarse. 

Aunque la película escasea demasiado de recursos formales, es capaz de mantener consistentemente una trama que si bien no es del todo funcional en términos dramáticos, es capaz de ser ilustrativa en lo que se refiere a la violencia, la crueldad propia de la deshumanización y los interminables riesgos a los que se enfrentan en ese mundo los jóvenes y muy especialmente las mujeres, que a fin de cuentas, por una vía o por otra, terminan siendo el objeto de una y otra cosificación por el placer y el beneficio de algunos. A fin de cuentas, es una película que es capaz de extender la valiosa observación social sobre una crisis estructural y, lo más importante de todo, con el sustrato de un dolor inimaginable. 


jueves, 24 de octubre de 2024

La crueldad violenta de ‘Perfume de violetas’ y la sociedad condenada de Maryse Sistach


El cine social, arraigado en las profundidades del carácter documental, incisivo en el realismo y mayoritariamente en la densidad de las grandes ciudades, ha sido un tópico recurrente en Latinoamérica, y México sin duda no ha sido la excepción. En ese sentido, ‘Los olvidados’ (1950), el clásico paradigmático de Luis Buñuel, es una referencia imprescindible para comprender el asunto estructural relativo a la laceración social del cual emerge todo esto que podría considerarse con argumentos como un espacio temático latinoamericano. En México, además de ‘Los olvidados’, la generación de autores de los años setenta y ochenta, entre los cuales se puede mencionar especialmente a Felipe Cazals y Jorge Fons, dieron cuenta en varias películas de esta transversalidad en la sociedad. En el caso de Cazals con la llamada “trilogía de la violencia” y en el de Fons con películas como ‘Los cachorros’ (1973) y ‘Rojo amanecer’ (1989). En el despertar del siglo XXI, Maryse Sistach instaló otra de esas secuencias de obras, en forma de trilogía, que dan cuenta de la inmensa violencia que se sufre sin pausa en medio de la marginación, muy específicamente en el caso de las mujeres. Este caso se da fundamentalmente en la primera entrega de la “trilogía de la crueldad” de Sistach, ‘Perfume de violetas’ (2001), que cuenta la tragedia de Yessica (Ximena Ayala), una adolescente en el fondo de la marginación, quien entra a una nueva escuela secundaria y conoce a Miriam (Nancy Gutiérrez), quien se convierte en la única persona de todo su entorno con la que puede compartir algo de afecto. Sin embargo, las inmensas adversidades estructurales poco a poco van envenenando su dicha hasta llevar a las dos jóvenes a un fondo de tal crueldad que es casi insospechado. 

Sistach utiliza a sus personajes para trazar todo un mapa urbano de la marginación. En ese trazo está la escuela, la casa, el transporte urbano, la calle, y ahí emergen personajes como las madres, los compañeros, las compañeras, los amigotes, las amigas. Es un mundo completamente anárquico, sin patrones, con escaleras, rejas, callejones, oscuridades, bullicio, cemento y colores lavados. Un hábitat agreste, polvoso, lleno de filos, de dientes, de amenazas, de riesgos, especialmente para las jóvenes, quienes parecen estar en la necesidad permanente de sacudirse de lo público para refugiarse en la privacidad compartida, que es el único lugar donde el se puede sentir la calma, el silencio, aunque sea imposible mantenerlo por su propia condición de marginación, de una segregación profundamente violenta. Yessica esencialmente es una niña, en una fase infantil en la cual todavía es presa de la fascinación de la observación, de la percepción, del contacto con el mundo. Sin embargo, en el aire propio de este escenario se respira un aire venenoso, colmado de un odio profundo, de una violencia en la que la supervivencia se contamina por una ambición incisiva. Ahí es donde potencialmente surge el robo, la violación, la muerte, el dolor, el crimen, en el caldo de cultivo de una sociedad olvidada, que está determinada en un estado de vigilancia, de precaución, de una crueldad que se da naturalmente en ese terreno fértil. 

‘Perfume de violetas’ no se desprende del todo de un melodrama televisivo del cual debe desprenderse no porque ese melodrama no sea digno o significativo, sino que instalada en la tragedia la película es capaz de penetrar unas aristas extraordinarias, y cada uno de los detalles de la imagen, esa pausa sobre las reacciones propias de las emociones intensas, se convierte entonces en un instante memorable, que abre la perspectiva de par en par con respecto a la intensidad de un dolor que fácilmente enloquecería a cualquiera. 


jueves, 17 de octubre de 2024

La caballería melancólica de ‘Río Grande’ y el camino doloroso de John Ford


La ascendencia de John Ford sobre el western fue tal que prácticamente definió las convenciones del género al interior del sistema hollywoodense y, de paso, también terminó por redactar la historia fundacional de un país extraviado en las definiciones sobre sí mismo. La trilogía de la caballería de Ford es parte esencial de un relato que se montó sobre la inmensa silla de montar de Hollywood, con el objeto de construir una memoria específica sobre la cual edificar el mito del gigantesco imperio del siglo XX. Sin embargo, los mitos también dejan entrever la esencia de inmensas penas o de gigantescos crímenes, todo ello atravesado por una complejidad propia de una condición humana que en las adversidades de la violencia se nutre de unas emociones siempre intensas. Tras la profunda distancia que había alcanzado con ‘Fort Apache’ y ‘She wore a yellow ribbon’, en el trazado de la caballería como fuerza colonial y aún conquistadora de un extenso territorio, Ford cerró el tríptico con ‘Río Grande’ (1950), en donde culmina la exploración de esta estructura con una revisión de los avatares propios del orden marcial y del dolor inevitable de la violencia en una guerra esencialmente de exterminio contra las bravas tribus indígenas de las extensiones norteamericanas. El teniente coronel Kirby Yorke (otra vez John Wayne) está esperando intensamente la autorización para cruzar la indomable frontera entre Estados Unidos y México para cazar las beligerantes tribus apaches, mientras en esa espera se presenta frente a él su hijo Jeff Yorke (Claude Jarman Jr.), quien carga consigo la derrota en otro fuerte. Detrás del joven llega la señora Kathleen Yorke (Maureen O’Hara), dispuesta a sacar a su hijo de ese contexto y confrontándose con su esposo por las diferencias frente al anquilosamiento del régimen de la caballería. En ese contexto, las urgencias de la violencia misma se confronta con el amor y las tareas derivan en una observación siempre melancólica sobre las tareas y las obligaciones. 

En ‘Río Grande’, Ford elabora especialmente un tono melancólico extenso, en toda una colección de instantes en los cuales se respira una esencia incluso trascendente en los escenarios desérticos, desde las simples canciones que anhelan o que evocan hasta la observación abismal de la muerte, pasando por la sensación de ese inmenso peso que recae en la obligación patriótica de arriesgar la vida en la confrontación misma de la guerra. Las ya instaladas postales de Monument Valley están permeadas por un blanco y negro más oscuro y menos contrastado, en donde se siente el agotamiento, el desgaste de una tarea realizada mil veces, de un tiempo que transcurre ya con el peso de una muerte cada vez más frecuente, entre los jinetes de la caballería y los de las bravas tribus indígenas. En medio está situada la familia Yorke, que internamente parece preguntarse cada vez más sobre las prioridades, aquellas determinadas especialmente por el amor, por los vínculos profundos de los afectos filiales. Con un Wayne especialmente contemplativo, Ford deja ver esta vez al cowboy institucional de la caballería mucho menos convencido de los objetivos de su tarea y en el dilema construido en oposición con el bienestar de su familia. Es a fin de cuentas el resquebrajamiento propio del soldado que termina por tomar conciencia de una profunda inutilidad en su tarea, algo que sucede en todas las épocas y los contextos. Sin embargo, el elemento mismo de la familia, en lugar de plantear aquella ruptura del teniente coronel con sus tareas, termina a fin de cuentas por reforzar la misma esencia del mito fundacional del western, en donde suele habitar tradicionalmente la idea conservadora de la patria y la familia. 


jueves, 3 de octubre de 2024

La caballería conservadora de ‘She wore a yellow ribbon’ y el Oeste mitológico de John Ford


La trilogía de la caballería de John Ford es una pieza fundamental en el relato fundacional que Estados Unidos ha tenido que contarse a sí mismo reiteradamente para construir su identidad en un país esencialmente construido por migrantes. Desde la inmensa influencia sociocultural de Hollywood, el imaginario del Oeste como escenario de la fundación de Estados Unidos tuvo en Ford un elemento clave para la consolidación de esa narrativa. Después de ‘Fort Apache’ (1948), en su disertación sobre la caballería, la fuerza armada colonialista que ocupó el territorio para consolidar al país, John Ford se decidió por el color para pintar un auténtico fresco sobre el célebre Monument Valley, de la mano del fotógrafo Winton C. Hoch, poniendo en el centro a Nathan Brittles (John Wayne), un capitán de caballería que está a un paso del retiro, cuando es designado directamente para repeler una arremetida de los Cheyenne en la región. Brittles, repleto de mecánicas en su tarea, con la experiencia simple del tiempo y una parte de amargura por la falta de reconocimiento, tiene entonces la oportunidad para ser finalmente el héroe que siempre pretendió ser. 

La segunda entrega de la saga de la caballería fordiana es especialmente conservadora en la defensa de los valores tradicionales del orden marcial, en un reclamo permanente por el reconocimiento para quienes estuvieron al frente en el campo de batalla, por su estatus de héroes. Esta aproximación ya se había construido en ‘Fort Apache’, pero aquí se eleva decididamente al nivel de demanda histórica. También se construye una distancia incluso crítica con los indígenas, quienes son ahora mucho más brutales, conservando sin embargo el margen para que exista la negociación política en medio de la guerra. Esta exacerbación insistente de Ford es tan notoria que está al borde de desligarse de lo institucional, como un alegato reaccionario decididamente, y apenas sobre el final, como si las advertencias hubieran sido atendidas, el mítico vaquero de Wayne, aquí el capitán de caballería, vuelve al cauce del orden. Aquí, Ford se lanza más decididamente al campo de batalla y los caballos veloces, barridos en la pantalla, tienen como fondo un escenario deslumbrante: el del naranja vibrante de Monument Valley, con los ahora célebres horizontes fordianos, y la luz que avanza extraordinaria trazando cada uno de los instantes del día, cruzando los amaneceres, el cénit y los ocasos. Un escenario extenso, colmado de una atmósfera trascendente, como las riberas del Nilo o las del Ganges. Como aquel en el que se representaron las tragedias, las comedias, las farsas, los melodramas y las epopeyas de las Antigua Grecia. Como aquellos territorios donde revivieron las máscaras en el cine de Fellini, que nuevamente hizo desérticas las plazas por las cuales cruzó toda Roma. En esas pretensiones de Estados Unidos, a través de la mirada potente de Ford, surge el desierto muy especialmente en ‘She wore a yellow ribbon’, con el romance siempre en el centro, pero con una agitación permanente y violenta, en una conquista esencialmente sangrienta. 

En el punto de máximo encumbramiento de Estados Unidos, tras la pesca abundante en lo geopolítico y económico después de la Segunda Guerra Mundial, en el vestíbulo de la Guerra Fría, Ford trazaba con las dos primeras películas de su trilogía de la caballería todo un manifiesto cinematográfico, desde el cowboy hasta el western completo, desde el relato fundacional hasta el relato institucional, en la elaboración de una identidad dispersa, concentrada ahora en una élite específica, especialmente útil para la penetración cultural que Hollywood estaba por emprender en cada rincón del mundo, como industria y como herramienta ideológica extensa.