jueves, 4 de julio de 2024

El Mick Travis subversivo de ‘If...’ y la guerrilla poética de Lindsay Anderson


A punto de alcanzar la década de los sesenta en Gran Bretaña, con una expansión imparable de Hollywood sobre los hombros de la cultura anglo, un grupo de jóvenes artistas: el checo Karel Reisz, la italiana Lorenza Mazzetti, Tony Richardson y Lindsay Anderson, con la inspiración y el impulso de los escritores del movimiento de los “Angry Young Men”, proclamaron el Free Cinema formalmente con un manifiesto en 1956. Este movimiento inicialmente documentalista derivaría en la llamada Nueva Ola Británica, nombrada así por su paralelismo con la Nueva Ola Francesa. Aquel movimiento especialmente contestatario, crítico de todo lo que podría considerarse institucional, transformador e incisivo en el lenguaje, resistente frente a los esquemas de las clases media y alta, heredero de la profunda ideología marxista y obrera de Inglaterra. La culminación de esa escalada emocionante y frenética se podría considerar con todos los argumentos con ‘If...’ (1968), de Lindsay Anderson, que a su vez también sería el inicio de la saga biográfica de Mick Travis: un planteamiento de estilo de vida que bien podría establecerse como paralelo con el Antoine Doinel de Truffaut. La legendaria encarnación de este personaje por parte de Malcolm McDowell bien podría permitir que la ‘Naranja Mecánica’ (1971), de Kubrick, bien podría entrar en la esfera de Travis, por el espíritu crítico y contestatario y probablemente en otro estado de percepción. Mick Travis, el hijo furioso del Robert Tucker, el mítico héroe trágico de Terence Davies, también da en la rigidez del internado escolar sus primeros pasos en la toma de conciencia y en la rebelión. 

En ‘If’, Anderson utiliza la escuela para, desde esa posición, construir completamente el mapa de la institucionalidad, de todos los órganos de control social, de las figuras de autoridad, de la castración extendida de cualquier impulso auténticamente de libertad. Mick Travis, sobre ese fondo, entra al escenario con un agente crítico, que avanza en un rumbo que no está trazado porque él mismo lo va trazando en su deriva sin causa alguna. En los detalles, en la improvisación, en la divagación como elemento de auténtica libertad, como nuevo pensamiento: uno sostenido especialmente en la imaginación, Mick Travis poco a poco va recogiendo a sus apóstoles reconvertidos, que se suman a una pasión incontrolable, que no tiene temor de entrar al terreno de la violencia. De una violencia entendida como un terremoto que va más allá de la devastación del otro, que se circunscribe mucho más a una agitación que tiene sin duda la pretensión de buscar cualquier otro orden. Anderson va vertiendo gradualmente la música y los espacios, antes casi sacrosantos, se van contaminando de una auténtica euforia invasiva, que es capaz de matar, que llega hasta las armas para arrasar con todo. Unas armas recogidad del estamento brutal de la guerra. 

La transición constante entre el blanco y negro y el color se siente como toda una actualización de ese júbilo, de esa incontrolable ansiedad por luchar desnudos, por subirse a la motocicleta y levantar los brazos para que el viento pegue en la cara. El intenso dilema que plantea Anderson es el mismo de la legitimidad de la violencia. Para llegar a las profundidades reales de esa reflexión, hace falta definir ese concepto. Y con una maravillosa provocación, Anderson las rescata de las garras de la corrección política para instalarla en el terreno vital del ímpetu. Como efecto de una indignación que, sobre el vehículo de una alegría extrema, de una poesía eufórica, es capaz de alcanzar las conquistas que requería aquella generación ya madura de la posguerra europea y que siempre necesitaría cualquier generación en la tarea de resistir a la arbitrariedad sistemática. 


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