Tras una larga pausa de casi diez años en el cine, transitada por algún trabajo en la televisión, el legendario Lindsay Anderson cerraría la histórica trilogía de Mick Travis con ‘Britannia Hospital’ (1982), ya en los terrenos de una Gran Bretaña dominada por la mano fundamentalmente fascista de la líder conservadora Margaret Thatcher. Mick Travis había sido forjado en el fuego contracultural de los años sesenta, en las calderas del rígido internado de ‘If…’ y después atravesando con furia y euforia simultáneas el campo traviesa de ‘O Lucky Man’. Es el mismo viaje de todo un impulso vital, que en el fondo cargaba el trauma de la Segunda Guerra Mundial y el espíritu extensamente político de auténtica revolución, en cada espacio de la existencia. Las amplias raíces políticas y filosóficas de Inglaterra en la historia de la lucha de clases y el mundo obrero iban a aterrizar en el régimen neoliberal estricto de los “tories”, en la represión extendida de ‘La Dama de Hierro’, en ese liberalismo legitimado ampliamente para ser fascista. En ‘Britannia Hospital’, ese es el escenario conceptual: el del espacio público, de los servicios públicos, que es dominado por el crimen institucionalizado, por los negocios despiadados, por las élites podridas que se enquistan y avasallan la estructura social, el ecosistema natural que se ha creado entre humanos. En el Hospital Britania, alegoría de la misma Inglaterra, los trabajadores están en huelga por la admisión de un dictador africano como paciente VIP, mientras que está por inaugurarse una nueva ala del hospital, con la visita de la mismísima reina. En ese escenario de caos, Mick Travis (Malcolm McDowell), un periodista independiente, se filtra en el hospital para investigar los siniestros experimentos del Profesor Millar (Graham Crowden), el corazón de todo un sistema criminal.
Lindsay Anderson hace uso de la naturaleza sociopolítica de la ciencia ficción para elaborar, por la vía de la farsa, de amplia tradición en Gran Bretaña, para construir un mundo delirante, en el cual que se trazan los paisajes de una tragedia extendida, de una deshumanización violenta. Mientras que las autoridades institucionales se esfuerzan obsesivamente por mantener en pie las formas de la realeza, mientras que los manifestantes se radicalizan y se agolpan en torno a este espacio que va siendo cada vez más dominado por la represión. A diferencia de las dos anteriores películas de la trilogía, Mick Travis se distancia aquí del protagonismo para convertirse en un agente solitario, que apunta a la esencia, a las profundidades simbólicas, en medio del asunto político de la represión a la huelga: el horror sistemático, fundamentalmente criminal, como un aparato de devastación completa. Probablemente, la combinación inmediata entre la ciencia ficción y la farsa no es del todo afortunada, especialmente por su tendencia a la ocurrencia en el sketch. Sin embargo, el punto que señala el mismísimo Mick Travis resulta ser todo un manifiesto si se considera las circunstancia mismas de la película, las del sistema nervioso central de una forma de vivir que está más cerca de ser una forma de morir. Una obligación de morir de aquella manera. Ahí queda como el registro fehaciente de una advertencia, o tal vez apenas de un grito no del todo articulado sobre una visión terrible.
El viaje de Mick Travis a lo largo de quince años es el viaje de una generación con sueños aplastados, de una alienación inevitable, que a pesar de haber terminado en tanto despedazamiento, la nostalgia de la utopía es imperecedera y resiste con base en efectos constatables, que se pueden distinguir porque terminaron por crear una conciencia que no se puede dormir nunca.
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