Cruzar la ciudad como cruzar la historia. El suelo impregnado por la vida de millones; por un tiempo que no ha cesado de dejar marcas, como las vetas que deja un río en la roca. Alguno de esos ríos que se secaron en las profundidades de la Ciudad de México. El experimento de '¡Ya México no existirá más!' (2024), de Annalisa D. Quagliata Blanco, nos instala en medio de la fricción entre la carne y la piedra, como ha sucedido siempre en ese choque violento que ha terminado por tallar los rostros, de horadar las humanidades y de manchar con sangre las inmensas estructuras, como en las pirámides de sacrificio; vehículos en los que la vida convulsiona bajo el sol y la luna. Quagliata construye la experiencia sobre el cimiento de un mundo prehispánico sanguíneo, para sobreponerle una aceleración extraordinaria: la de una hipermodernidad que agobia.
En aquellas vanguardias que abrieron brecha para encontrar nuevos caminos cinematográficos, películas como Berlín: sinfonía de una ciudad (1927), de Walter Ruttman o El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vertov, hicieron de la exploración de la ciudad un experimento esencial para descubrir una gran potencia del cine, como no la tiene ningún otro arte: la captura de la esencia fidedigna del vivir en el mundo, sobre esa conjugación irrepetible entre imagen,
sonido y movimiento. Desde la multiplicación de los mapas y los símbolos, en un collage intenso (que recuerda el trabajo de Vera Chytilová), hasta los trazos fugaces de las imágenes panorámicas (remembranzas del Koyaanisqatsi, 1982, de Godfrey Reggio) en '¡Ya México no existirá más!', Quagliata nos deposita en los rituales íntimos de las habitaciones, ya sea en la abstracción o en la proyección de una sexualidad vital. La fórmula secreta (1965), de Rubén Gámez, también halló los pasadizos del mito en el sistema circulatorio de México, que se resisten a ese frenesí de la modernidad que aliena el territorio. En la contabilidad de cada episodio, Quagliata inhala en la calle y exhala en la casa, entre lo más público y lo más íntimo, siempre tejiendo un delgado tamiz a través del cual estos mundos se infiltran y se retroalimentan. En la elaboración de la porosidad de esa frontera, aparecen las sobreimpresiones, que expresan tan fielmente en el cine la experiencia de la disociación o de la alternancia de la percepción. Ese viaje también lo ha hecho David Lynch, en Eraserhead (1977), Mulholland Drive (2001) y Inland Empire (2006), en ese recorrido de ida y vuelta entre la conciencia y el subconsciente, que en '¡Ya México no existirá más!' se traza entre lo ritual y lo tribal de una congregación: la de toda una ciudad descomunal, enraizada en un pasado tan histórico como genético. La preparación de la comida, en medio de la poesía de un contraste fotográfico en blanco y negro, acompañada de un sonido que late en la música y en la textura de un mosaico que se expresa sobre una diversidad nacida de la exposición a la vida. La histórica cineasta colombiana Marta Rodríguez, en Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1981), también pasó de la dramatización al experimental y de ahí al documental, sobre la montaña más indígena de Colombia, arbitrariamente sometida a lo sistemático, a lo político de una estructura de poder que malhería la vida indígena.
En esta exploración de varias capas del territorio, pareciera natural que emerjan el agua, el viento, la tierra y el fuego como los sustentos en donde finalmente se cohesionan milenios completos de historia. Ahí Quagliata conecta a su mujer desnuda con una sexualidad que la une al territorio. Hiroshi Teshigahara, en La mujer de arena (1964), también convierte los cuerpos en extensiones de lo natural, con pieles que se someten constantemente a la lluvia, a la arena y a una luz que tiene la capacidad de integrar esa materia como parte de una sola vida, de una sola respiración, de un solo encuentro sexual. Así se perciben también las transiciones en la percepción de Henry Spencer en Eraserhead (1977), quien se escapa constantemente de una cotidianidad aplastante para refugiarse en una materia terrosa, llena de deformidades que son vistas fundamentalmente como sagradas. '¡Ya México no existirá más!' se sustenta en toda una cosmovisión prehispánica que no solamente es fértil para el crecimiento de la película, sino como el surco arado de un origen que resiste el paso violento de las ciudades en su agitación perpetua. Ahí en el fondo, la serpiente sigue reptando en el mito, en el sexo, incluso en la ritualidad de la comida, de los tamales en los que el maíz resguarda la carne de los animales. Kaneto Shindô también construyó un camino desde las profundidades hacia el exterior, por la vía de la aparición fantasmagórica, por intermediación de la bruja tradicional Onibaba (1962), una vieja hechicera que funge como médium para matar y conseguir de sus víctimas la vida que la alimenta. Ese ritual persiste para Quagliata, quien pone a girar su película sobre la columna de una mujer que se convulsiona al percibir su esencia, ávida por absorber la materia y la energía circundantes para sobrevivir.
'¡Ya México no existirá más!' aprovecha la conductividad del experimental para representar la experiencia de esa percepción usualmente separada de la conciencia, en disociaciones fílmicas que representan diferentes experiencias sensoriales que coexisten en nuestro paso por el mundo. Las transiciones, las sobreimpresiones, la disociación de imagen y sonido, la animación, la escenificación y el registro documental suman los recursos suficientes para pintar el cuadro cinematográfico completo: la Ciudad de México, esa suma interminable de mantos sobrepuestos que sostienen la existencia compleja de cada ser que la habita. El paso traumático a través de un espacio que ilumina en las convulsiones. Annalisa D. Quagliata Blanco cruza lo contemporáneo con lo antiguo. Enlaza toda la historia; las venas y las arterias de una sociedad en la que suenan carcajadas, gritos, lamentos y rugidos que surgen desde las vísceras. Un escenario en el que lo popular también es lo esencial, con mil caras de la misma herencia permeada en el territorio. En la película, la mirada es más amplia que la de la visión biológica y se extiende a la percepción, no solo al acervo de la conciencia, sino también al de la memoria y al de la imaginación. En la Ciudad de México, esa confabulación puede ser incluso inenarrable porque, más allá de la narrativa, prima la expresión, que es un vehículo infinito.
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