‘El testamento del Dr. Mabuse’ (1933) resultó ser la última película de Lang en Alemania. Su vida estaría por dar un vuelco que lo pondría muy pronto ante otro panorama. Joseph Goebbels, el siniestro líder de la comunicación en la Alemania nazi, lo convocaría para ofrecerle ser la cabeza del cine oficial de esta nueva Alemania que estaría por detonar la guerra en Europa. Lang se rehusó valientemente por razones ideológicas, pero también por razones personales, pues su madre era judía. Goebbels respondió a ese argumento aduciendo que “ellos decidían quién era judío”. Fritz Lang no solamente tuvo que dejar Alemania, sino también a Thea von Harbou, su esposa y principal socia creativa, quien, por el contrario, era afín a las ideas extremistas del nuevo gobierno. Como si esta saga cinematográfica tuviera la misma esencia de sus profundidades, como las apariciones sísmicas y transformadoras del mundo del Dr. Mabuse, así como la segunda de las obras de la trilogía marcó el final de la obra de Lang en Alemania, la tercera película ‘Los mil ojos del Dr. Mabuse’, sería la última película en la filmografía de Fritz Lang. Después de convertirse en un director destacado en el Hollywood clásico, con títulos de gran calidad acogiéndose al sistema de géneros, Lang regresó a Alemania y consiguió el respaldo para filmar su última película y, así mismo, darle inicio a toda una memoria fílmica en su nombre y para su personaje transgeneracional. El detective Kras (Gert Fröbe) investiga una serie de crímenes que tienen en común su relación con un hotel que pertenecía el régimen nazi. Travers (Peter van Eyck), un magnate estadounidense del negocio nuclear, se hospedaje en el hotel y se enamora de Marion Menil (Dawn Adams), una joven mujer a quien rescata del suicidio, quien le pide ayuda para escapar de su peligroso marido. Kras y Travers, con la ayuda del mentalista Peter Cornelius (Wolfgang Preiss), siguen el rastro de las pistas que caracterizan un crimen que se asemeja especialmente a aquellos cometidos por el Dr. Mabuse, varias décadas antes, en la búsqueda del “imperio del crímen”.
En la tercera parte de la trilogía, Lang se sigue aferrando a la narrativa policiaca, al misterio que se fusiona con un criminal de ultratumba, inmortal, convertido en un monstruo que vive en la esencia misma de los vicios más destructivos del individuo y de la sociedad. En este caso, es notoria la influencia orwelliana de Lang, ya instalada en aquel mundo de transformación tecnológica en el que las cámaras espías estaban por multiplicarse a través de la paranoia de la Guerra Fría. Es constante la transición de los planos abiertos a los inserts de las pantallas que controlan cada movimiento de los implicados, sin que sepamos en el transcurso de quién se trata realmente. El espíritu de Mabuse, ya convertido aquí en una amenaza imperecedera por aferrarse con fuerza a las entrañas mismas de la naturaleza humana, al impulso masivo de la furia devastadora del crimen, se percibe cada vez como algo más real, más constatable, que se esconde detrás de una vida social nutrida, de un ecosistema que parecería estar aislado, como el del hotel. Las elecciones de Lang no dejan de ser significativas. Detrás de una sociedad suntuosa, que se ostenta como liberal, en un mundo que ya ejercía la libertad entendida como un principio fundamental, justamente en un momento en el cual, tanto el cine europeo como el cine estadounidense se movían de la mano de una generación de posguerra con ganas de rehacerlo todo, Lang advierte la persistencia de un legado siniestro, de una violencia natural que está siempre en los actos sociales de la humanidad. Todavía es más significativo que sea su última película, que esto sea lo último que haya expresado por la vía del cine. En la sociedad moderna, el viejo Lang advertía la perpetuidad del mal, no desde una perspectiva moral, sino desde una observación social en la que la mente de cualquiera puede resguardar los deseos oscuros de una ambición insaciable por apretar con el puño a todos los demás.