Desde el giro inexorable del Neorrealismo, la historia del cine en el contexto de las vanguardias, de la construcción de una alternativa a las hegemonías, ha recalado constantemente en la observación de las infancias. Así se erigieron grandes clásicos como ‘Alemania, año cero’ (1948), ‘Ladrón de bicicletas’ (1948) y ‘Bellísima’ (1951), entre otros, que encontraron en la infancia un elemento especialmente funcional para hablar de los desposeídos, de aquellos que no eran usualmente observados por el mundo.
El cine latinoamericano siempre ha encontrado identificación con esa exploración poética de la marginación que el Neorrealismo encontró en el terreno fértil de la posguerra europea. Con una devastación propia, la del subdesarrollo, la de la pobreza, la del aislamiento global. Ya desde los inmensos paisajes del Cinema Novo, se asomaba la infancia como un rostro particularmente expresivo de la pena, en medio del grupo familiar empobrecido, como en ‘Vidas Secas’, de Nelson Pereira dos Santos, y los argentinos, especialmente Leonardo Favio, tal vez hizo su película más importante alrededor del melodrama social de Polín en ‘Crónica de un niño solo’, y Héctor Babenco fue todavía más frontalmente crudo con ‘Pixote’ (1980).
En Colombia, Ciro Durán puso todo un cimiento en esa mirada de la infancia desprotegida, directamente en el documental, con ‘Gamín’ (1977) y, sin duda alguna, Víctor Gaviria sacudió las emociones de toda Latinoamérica con el martirio poético y espiritual de ‘La vendedora de rosas’ (1997). Lo que no ha sido tan frecuente, en el mundo, en Latinoamérica o en Colombia, ha sido tratar el desplazamiento desde la provincia hacia los cinturones de miseria de las capitales, y mucho menos en el sentido contrario, en el retorno hacia el origen en la profundidad de los campos. En ese trayecto, también con laceraciones que quitan el aliento y con la inmersión que hace difusa la frontera entre el sueño y la conciencia, surge inmediatamente la sobrecogedora ‘Paisaje en la niebla’ (1988), de Theo Angelopoulos. En ese escenario trascendente es donde vive ‘Los reyes del mundo’, de Laura Mora, quien cuenta la historia de Rá (Carlos Andrés Castañeda), quien acompañado por su familia de retazos, compuesta por Sere, Nano, Winny y Culebro, va en busca de la tierra que le ha heredado su abuela fallecida, para demandar la restitución que le ha sido oficializada.
Apenas con la imagen mítica de un caballo blanco en medio de la calle vacía en pleno barrio marginal, Mora no tarda en darle paso a la agitación de la calle, a la lucha cotidiana por la supervivencia, por resistir una violencia que ya es paisaje. Llenos de cortes y cicatrices, los niños se refugian apenas para ser lanzados al viaje por la Negro, que por un instante los acoge bajo las alas, para lanzarlos a la travesía de regreso al origen, como monja iniciática de un relato fundacional. Y los niños no pueden escapar del juego, retozan por ahí, juguetean, como una manada de perros callejeros, mordiéndose de vez en cuando, rompiendo el cerco de las vacas, corriendo sin parar. En ese delirio entre el pegante, la lúdica y la expansión paradisiaca de las montañas verdísimas, finalmente descienden para ser abrazados y alimentados por las putas con la maternidad en flor, las matronas que los resguardan en medio de clientes racistas que les muestran los colmillos. Después se lanzan a la oscuridad, rompiendo las luces de los postes y encendiendo la noche con las chispas del machete contra el asfalto.
‘Los reyes del mundo’ trata de una verdad de la que apenas en las capitales se sabe de su existencia, pero que ha atravesado a Colombia ya incluso en términos de identidad. No es fácil constatar si la situación es constatable, si así se dieran las cosas si un joven indigente recibiera un documento de restitución de tierras. Si se lanzaría solo o si llegaría tan lejos. Pero aquí lo esencial es que esas emociones son un sismo que termina por llevar a la trascendencia espiritual. Una pena trascendente, que en medio del odio, del miedo, de la furia y de la melancolía, lanza a estos jóvenes a un trance de evasión, de analgesia como mecanismo de defensa, y ahí entonces es cuando ese contexto de fondo local de Colombia se hace universal, porque retorna a la búsqueda de una mística que resulte útil para soportar la voracidad y la devastación que implica la existencia en su plena crudeza.