Del histórico Manifiesto de Oberhausen que fundó formalmente la oleada transformadora del Nuevo Cine Alemán, probablemente no se haya dado un artista más intenso, punzante y desafiante que Rainer Werner Fassbinder. Por sí mismo, todo un afluente emocional, creativo e histórico que terminó por trazar todo un fresco colosal de las profundidades del alma alemana. Durante dieciséis años de enérgica y vehemente vida como artista alrededor del cine, incluyendo una amplia trayectoria como escritor y como autor, con raíces en el teatro popular más subterráneo, Fassbinder se convirtió en uno de esos directores con mil aristas, que hizo del cine todo un ritual de exorcismo de sus muchos demonios, de sus angustias, de sus dolores y de sus incontables placeres. Con la década de los ochenta en el horizonte, Fassbinder emprendió la adaptación de ‘Berlín Alexanderplatz’, la novela de Alfred Döblin, una de las obras cumbres en la milenaria historia de la literatura alemana. Muy pronto, el director de ‘El miedo devora las almas’ descubrió que tendría que hacer toda una serie de televisión, que sería comprendida como una extendida película de más de quince horas, con los más altos valores de producción, para sumergirse en el corazón de una caótica, brutal y orgiástica República de Weimar. Fassbinder había encontrado en el arquetipo inmenso de Franz Biberkopf a su propio alterego, su pasado y su presente atravesando la virulencia política, social y cultural que confrontaba la contracultura alemana, europea y mundial, desde la segunda mitad de los sesenta hasta ese punto en el que se calentaban los fogones de la maquinaria devoradora del neoliberalismo. ‘Berlín Alexanderplatz’ cuenta la historia de Franz Biberkopf (Günter Lamprecht), un feminicida que acaba de ser liberado tras pagar doce años en prisión por asesinar a su esposa. Pronto se lanza en búsqueda de sus viejos amigos y conocidos para reactivar su vida y conseguir una nueva forma de vida, pero naturalmente termina sumergido, por sus propios vicios y por el mismo submundo criminal, en una deriva violenta que lo arrastra irremediablemente.
‘Berlín Alexanderplatz’ apenas cuenta con un entramado dramático complejo. Más bien se desarrolla como un extenso viaje, lleno de pactos fáusticos, repleto de instantes de una violencia extendida desde la amenaza hasta la muerte. Biberkopf, dotado de la figura robusta y casi monstruosa de Golem de Günter Lamprecht, es un animal salvaje liberado en medio de una selva sin virtudes ni armonía, en las profundidades oscuras de una distopía palbable. Para darle asidero a su personalidad febril, Fassbinder construye una cloaca deliciosa, que se antoja, que en las noches apenas deja entrar la luz de los días grises y en la noche vibra intensamente con la luz roja de los avisos de los centros nocturnos, los prostíbulos, las cantinas de mala muerte, los escondites de los pícaros que disfrutan de diversos espectáculos. Esa vibrante alternancia entre la luz y la sombra, elaborada en la fotografía por Xaver Schwarzenberger, constantemente transfigura los rostros, encarna las convulsiones propias de un mundo azaroso y brutal. En el calor hogareño de su refugio, escenario de sus tormentos, Biberkopf es vigilado por el manto maternal de la señora Bast (Briggite Helm), su alcahueta e imperecedera casera, testigo y cómplice de sus euforias y sus devastaciones, solo vinculadas por su carácter explosivo. En la señora Bast, el sabio y considerado cantinero Max (Claus Holm), su antiguo amigo de parrandas Meck (Franz Buchrieser) y su antigua amante y amiga con derechos Eva (Hanna Schygulla), terminan por confirmar una familia heterogénea y con sus propios vicios para Franz, quien permite que se filtre en ese grupo el mafioso tartamudo Reinhold (Gorttfried John), quien abre la puerta de la confianza acordando con Franz el reciclaje utilitario de las mujeres de las cuales se harta, para que Franz las retome y las tire también si es el caso. En ese juego deshumanizante se encuentran y la respuesta de Franz es la de la admiración profunda, no la del reto, mientras que Reinhold alimenta constantemente la acumulación de su codicia extensa, de sus ambiciones oscuras, que no observan límite alguno en lo fáctico. La confianza ciega en el monstruo evidente se convierte así en todo un delirio para Franz, que termina por transformarse en la fiebre de los moribundos, de los enfermos terminales, de quienes no tienen reversa en el camino hacia la desaparición, hacia la muerte, la muerte concreta o la muerte en vida, la extinción misma de su cordura, de su identidad. El fondo de esa relación enfermiza sin duda alberga las pasiones propias de Fassbinder, la expresión compleja de su sexualidad, que es la de todos, de una atracción homosexual violenta, desgarradora, sin duda pasional. Mientras Biberkopf desciende a las catacumbas históricas de ese mundo criminal, que a fin de cuentas es su propia condena, el mismo Fassbinder lee fragmentos de la novela de Döblin, que a veces coinciden con la descripción precisa de los acontecimientos que seguimos en sus propias imágenes y sonidos, sino que también retoma fragmentos desligados de la trama, con reflexiones filosóficas o incluso enunciados científicos o simples enumeraciones. Ese contraste modifica considerablemente la impresión de las acciones, de la violencia común, que puede ser trascendida hasta lo espiritual o dotada la frialdad pasmosa de los hechos aplastantes.
Pero para Franz Biberkopf el amor resulta ser el golpe en la mandíbula que termina por derribar su inmensa figura. Haber perdido un brazo en las acciones brutales del mafioso Reinhold no resultó tan traumático en realidad como lo fue su caída en las fauces del amor romántico. Cuando Biberkopf conoce a a Meize (Barbara Sukowa, a quien el mismo da nombre), su bestialidad parece insuficiente para contener el inextinguible espíritu infantil de la prostituta, que se retuerce en la lúdica, que bebe del piso, que se revuelca con él de vuelta en los juegos infantiles, que deja que las heridas de las golpizas que le propina el gigante sanen por sí mismas. Meinze revolotea y el gigante torpe no puede atraparla, pero se fascina con ella, hasta el punto del desespero que la lleva a casi matarla. Cuando finalmente logra capturarla se la exhibe a sus amigos, con su gran belleza y entonces la fatalidad sucede cuando se convierte en toda una obsesión caprichosa para Reinhold, quien solo anhela tenerla como carne, como pedazo, como posesión material abierta, descarada y cruel. Y Fassbinder consigue que la muerte de Meinze naturalmente destroce en pedazos la cordura de Biberkopf, para lanzarlo en el último capítulo a su delirio, en la tormenta de su moral, de su consciencia atribulada, en la embriaguez de su propia incomprensión de la vida, que se expresa en sueños esperpénticos, castigadores, penosos por ser una pena que fuera el castigo de un placer vulgar y descarnado. Nuevamente, como en muchas de sus grandes obras, Fassbinder se metía en la caverna de la propia historia alemana para encontrarse con sus propios demonios y reconocerse él mismo como un ejemplar de esas sacudidas gigantescas que cruzaron las generaciones. Pero de forma increíble, el montañoso Franz se levanta para refugiarse en las tareas más humildes, distanciado de las penurias de un mundo criminal que lo bombardeó mil veces, en donde él también hizo pedazos a otros. Pero lo hace sin advertir que muy pronto se desataría la guerra y con ella el infierno, que los brazaletes nazis, como los que que una vez se encintó en el brazo, en la deriva de su supervivencia, estarían por arrasar el terreno sin la misericordia que el destino y su propia naturaleza habían tenido con él mismo. Fassbinder se quebraría también un par de años después de que se emitiera ‘Berlín Alexanderplatz’, después de haber cruzado una vida tan intensa y sísmica como la del mismo Franz Biberkopf al retomar las calles en libertad.