jueves, 19 de mayo de 2022

El romance proletario de ‘Sombras en el paraíso’ y la oda popular de Aki Kaurismäki













Desde la región más norte de Europa, Aki Kaurismaki, el cineasta finlandés, se ha convertido en el aglutinador específico de corrientes diversas que surgieron en el corazón del siglo XX, entre las décadas de los 50 y 60. Kaurismaki, un hombre sin formación académica, que a cambio fue directamente un hombre del pueblo, un trabajador promedio que pasó por los oficios de albañil, cartero y lavaplatos, ha ejercido de la misma forma su trabajo como crítico y director de cine. No solo se ha alimentado de sus experiencias propias en la Helsinki suburbana, sino que ha bebido a partes iguales de Bresson y de Cassavettes. De Fassbinder e incluso de Ozu. Sobre la segunda mitad de los aplastantes años ochenta de Occidente, Kaurismaki lanzó la llamada “Trilogía del Proletariado”, en la que no solamente dibuja el paisaje profundo del mundo obrero finlandés y europeo, sino que reivindica poéticamente la humanidad lacerada del obrero. La primera película de la saga es ‘Sombras en el paraíso’ (1986), la historia de amor entre Nikander (Matti Pellonpää), recolector de basura, e Ilona (Kati Outinen), cajera de supermercado. Los dos solitarios, en en la rutina de sus vidas y aferrados a los instantes de distracción, se encuentran y descubren que su pulsión amorosa es una auténtica pulsión socialmente liberadora. 

Sobre ese paisaje melancólico, oscuro y cubierto por la brizna invisible del frío, Kaurismaki nos compromete al mismo tiempo con la privacidad y la publicidad de sus personajes, que disfrutan con inexpresión bressoniana de los instantes en los que hacen cualquier otra cosa, ya sea prepararse el desayuno, mascar el sándwich del almuerzo o meterse a una discoteca barata. De frente contra la adversidad de las opresiones, de un aire cortante de violencia despiadada en medio de borrachos y locos, Nikander e Ilona se sostienen de sus propios aguantes para darle la cinética necesaria a su romance, no sin evitar las tempestades, pero tolerándolas. Las transgresiones de la pareja lucen provocadoras y legítimas. La crudeza que le imprime Kaurismaki a un paisaje vital sin ambages y sin discriminaciones entre lo terrible y lo grato, entre lo horroroso y lo maravilloso, como en un escenario a fin de cuentas naturalista en medio del asfalto, como musgo que crece y resiste a los avatares de un desarrollo deshumanizado. La historia que plantea Kaurismaki es simple, es lineal, es consecuente, incluso es lógica, pero habla de la deriva y replica el azar tenebroso de ‘El Dinero’ (1982), de Bresson y al mismo tiempo se va convirtiendo progresivamente en la huida reconvertida de ‘Touki Bouki’ (1973), en la eterna fuga de los amantes, pero no a París, sino a Tallin, una urbe intermedia y gris de la para ese entonces ya desvencijada máquina soviética. También hay algo que reside en la sencillez, en la renuncia voluntaria a la riqueza o a la gloria, tras descubrir que basta con un romance simple, con un pago digno y suficiente. A fin de cuentas es crucial la transversalidad de lo público y lo privado, del amor y el dinero para sostener una vida mínimamente digna, suficientemente emocionante. Con el rock blues proletario trascendido en cine de puro aguante, cantado en inglés o en finlandés, con perspectiva global y local, Kaurismaki construye su propio blues cinematográfico, con obreros de cigarro en la boca, outsiders de pocos amigos en lugar de familia, reventados en el piso, perseguidos por la subordinación de los jefes inmediatos, en medio de las asperezas de los viejos edificios destinados a los rasos, a los empobrecidos. Esa oda popular es una simbiosis que puede tener ser la desembocadura de muchas vertientes, pero que ha única en el panorama del cine por más de cuarenta años.

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