La Revolución Mexicana se extendió a lo largo de la segunda década del siglo XX en México y estableció las bases políticas y culturales profundas de un país que estaba en busca de la reivindicación y la unificación de un pueblo diverso. En el contexto del arte, representó las raíces de grandes hitos que transformarían la mirada de los mexicanos sobre su propio país. El cine fue una de las disciplinas que más abrevó de aquel espíritu y no solo consolidó una industria sino todo un movimiento cinematográfico de vanguardia, que transformó e influenció de forma considerable el cine de toda Latinoamérica. Uno de los precursores de la llamada Época de Oro del Cine Mexicano fue sin duda Fernando de Fuentes. El director, guionista y productor veracruzano impulsó desde los albores de los años treinta una cinematografía ágil, fiel al retrato del pueblo mexicano y siempre pertinente para comprender las profundidades de esa primera mitad del siglo XX que transformó a México para siempre. Dentro de su fundamental legado, se destaca muy especialmente la llamada ‘Trilogía de la Revolución’, en la que atraviesa con gran destreza diversos escenarios de aquel contexto revolucionario propiciando una reflexión profunda e intensa sobre la estructura social y el fondo cultural de México. La primera de las películas de la trilogía es ‘El prisionero 13’ (1933), apenas su segunda obra como director, protagonizada por el actor chileno Alfredo del Diestro, en la que nos presenta al alcohólico y errante coronel huertista Julián Carrasco (del Diestro), maltratador violento que es abandonado por su esposa Martha (Adela Sequeyro), quien se lleva su hijo pequeño. La Revolución estalla y Carrasco tiene la encomienda de controlar los brotes en la ciudad, así que captura a un grupo de hombres en redadas que ordena por la ciudad. Mientras tanto, su hijo Juan (Arturo Campoamor), ha crecido tierno, enamoradizo y lejos de su padre. A partir de ese evento, giran a su alrededor las fuerzas combinadas del destino y un entramado social que lo vincula profundamente con los estragos de su propia vida.
De Fuentes coescribe con Miguel Ruiz una tragedia esquiliana de filigrana, precisa, con una trama entrelazada firmemente a personajes sencillos, típicos, de características bien definidas, tallados con rasgos duros, quienes representan a una sociedad variopinta que anuncia consecuentemente las características de los rostros que poco después pasarían a la historia en la Época de Oro. Se trata de una sociedad profunda, en la que las clases conviven naturalmente en el fuego de los privilegios y los abandonos, de la misma forma en la que verídicamente las comunidades en todos los niveles veían como sus amigos y familiares circulaban naturalmente en las filas oficiales y revolucionarias. Como lo hizo también Griffith en Estados Unidos, Fuentes también fue capaz de pintar un paisaje en el que la tremenda convulsión política y armada avanzaba arrastrando de la mano a un pueblo extenso. Ese trasfondo revolucionario era y siguió siendo el mismo de un pueblo que subsistió asido con fuerza al bastón de la cultura mestiza y de los vínculos por momentos estoicos de las familias. En la transición al cine sonoro, el papel fundamental de Fuentes fue extraordinario y lo es por un asunto cronológico mucho más tangible en esta película, con el diseño de sonido del histórico José De. Carles, en el que apenas era su primer largometraje, en donde los sonidos fuera de campo narran tanto como las palabras. Fernando de Fuentes empezaba con ‘El prisionero 13’ a construir todo un manifiesto cinematográfico que impulsaría los criterios culturales profundos del Cine de Oro. El primer edificio de esta trilogía nos ponía de frente al azar violento y desgraciado que habita el fondo de una historia sangrienta que transformaba la vida de México desde las raíces hasta los frutos, desde los pies hasta la cabeza.
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