Los años noventa pusieron definitivamente al cine colombiano en el panorama del cine mundial. Un grupo de directores, impulsados por el esfuerzo extendido de otros cineastas a lo largo de la segunda mitad del siglo veinte, emergió en el imaginario del país, instalando una serie de películas bien conocidas en la memoria cultural colombiano. Uno de esos directores fue el antioqueño Víctor Gaviria, psicólogo profesional y poeta de vocación, quien construyó la observación cinematográfica más popular de la miseria más en Colombia, teniendo como antecedente la fundamental inmersión en las clases más pauperizadas de la sociedad que habían hecho cineastas como Marta Rodríguez, Ciro Durán y los próceres de Caliwood, Luis Ospina y Carlos Mayolo, entre otros. Gaviria ya había marcado todo un hito con ‘Rodrigo D: No Futuro’ (1990), un clásico instantáneo de la resistencia punk y metalera en las comunas del sicariato en Medellín, selección oficial de Cannes en 1990, como ocho años después también lo sería ‘La vendedora de rosas’. Esta última cuenta la historia de Mónica (Leidy Tabárez) una joven adolescente al borde de la mendicidad que vende flores en los centros nocturnos de Medellín y se enfrenta a las adversidades propias de la violencia con un entramado social conformado por otros niños y jóvenes aliviados por su propia unión y en el refugio del sacol como le llamaban al pegante que inhalaban.
Gaviria nos traslada a las profundidades del tradicional diciembre colombiano, en los guetos de la ciudad, desde las comunas hasta las jardineras de los centros nocturnos, desde donde los niños y jóvenes, como ángeles caídos, miran el cielo iluminado de mil colores por una pirotecnia que convierten en su propia celebración. Desde las montañas miserables, descienden hacia las luces de la ciudad, en una migración pequeña que siempre las lanza de regreso al cerro, en una supervivencia violenta que los despelleja, que los despelleja en el origen y en el destino. La red social que tejen con dificultad contra la abominación y la droga que los lleva a una realidad distinta que se contamina de sus propios traumas son los únicos mecanismos de defensa que tienen ante una segregación establecida como institución sobre sus propias cabezas. La fotografía del también productor Erwin Goggel y Rodrigo Lalinde elabora con gran maestría un apocalipsis de ensueño, una navidad en el averno, en donde las luces se multiplican difusas y elaboran contraluces, siluetas y sombras tenebrosas que se pierden en calles que no terminan nunca. Las mañanas son siempre nubladas y, a pesar de todo el trance infernal de las noches, los niños y niñas, como depredadores depredados, vuelven a la vida silvestre de las calles en busca de la supervivencia y la posibilidad de aferrarse a cualquier estímulo emocional que sirva para dar un paso más hacia la nada.
Mónica y ‘El Zarco’ (Giovanni Quiroz) atraviesan rutas paralelas que se desvían para encontrarse como un designio, como la marca de una tragedia anunciada desde su propio nacimiento. Ella es una mujer que trascendida de infantilidad, de madurez femenina y de una maternidad incontrolable, que acoge a las crías extraviadas, con su propia orfandad que ve a la madre santificada cruzando el aire, clamándola con el sacol en el cerebro, mientras que el Zarco es un demonio elástico, contorsionista, que corre raudo por los callejones estrechos, salta desde las azoteas y asalta las ruinas derrumbadas de viejos hogares para proyectar su bestialidad asesina, con la capacidad de transformarse en un manipulador efebo lacrimógeno o en una serpiente venenosa que muerde la luz desde la sombra. La muerte recorre las calles con la misma naturalidad que ellos mismos, de la mano de la droga, de la violación, del asalto, de la venganza, de la furia. En plena navidad, cuando se celebra el nacimiento del elegido, caen los despreciados, los que siempre tuvieron
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