sábado, 12 de diciembre de 2020

La carne viva de Kim Ki-duk y la venganza impía de ‘Pietà’













El cine surcoreano durante los últimos cuarenta años ha sido toda una síntesis del crecimiento en todos los renglones del más grande de los “tigres asiáticos”. Parado sobre los hombros de una cultura milenaria, Corea del Sur ha desarrollado un cine que ha puesto los ojos en la humanidad que habita las profundidades de las ciudades ultramodernas en medio de un desarrollo veloz. En ese contexto histórico y cultural, durante el último cuarto de siglo probablemente no se encuentre ninguna otra personalidad tan determinante como Kim Ki-duk. El realizador nacido al oriente del país construyó una filmografía vigorosa e intensa que rompió los preceptos de una sociedad fundamentalmente conservadora, con una mirada expresiva sin límite moralista alguno, que pone cara a cara al espectador con su propia naturaleza violenta y trascendida de la necesidad de ser amado. Se puede considerar a ‘Pietà’ (2012), ganadora del León de Oro en el prestigioso Festival de Cine de Venecia, como la última obra maestra de Kim Ki-duk. En la reconstrucción cinematográfica de la pietá, el crucial tema renacentista de la pintura y la escultura, nos cuenta la historia de Gang-do (Lee Jung-Jin), un ultraviolento y temido cobrador que trabaja para un prestamista usurero y se caracteriza por lisiar a los deudores para obtener como pago de la deuda el dinero de los seguros por accidentes laborales. El joven matón de la mafia usurera es visitado por Mi-Son (Min-soo Jo), una misteriosa mujer que se presenta como la madre que lo abandonó desde niño y busca recomponer su tarea. La relación de poder entre el joven y la mujer cruza un camino crudo y cruento que al final los condena implacablemente. 

En ‘Pietà’, como en todo el mundo de Kim Ki-duk, conviven la violencia y el cariño, el odio y el amor. Es un escenario agreste, polvoso, en donde las tripas están por la calle y la sangre se mezcla naturalmente con el óxido, el director coreano abre y cierra los planos con generosidad y con crudeza, sin ambages, y expone al espectador a la presencia devastadora de sus personajes intensos, sacudidos por una conmoción sorda que los abruma, que los derrumba por dentro y poco a poco más por fuera. Los estertores del miedo, de la frustración y de la rabia, que se derivan de las relaciones de poder más criminales, cubren por completo los cuadros que compone Kim, lanzando desde el Lejano Oriente una cuerda extensa que atraviesa el tiempo y el espacio para atarse con fuerza a la más extensa y antigua cultura de Occidente, para revelar la universalidad de las pasiones más viscerales de la naturaleza humana. Gang-do recorre las callejuelas de los pequeños talleres mecánicos como un Cristo represor, como aquel que expulsó con furia violenta a los mercaderes del templo. Instala además el miedo como anticristo posmoderno, hasta que aparece tras de él su madre llorosa y en pena, transformada por momentos en una Magdalena edípica, quien extiende los brazos y descubre la vulnerabilidad de la bestia para después darle un refugio en el que teje la telaraña de la viuda negra. Mientras el histórico cineasta surcoreano nos pone de cara con el horror de esa observación consciente de nuestra propia carne viva, la música de Inyoung Park abre todo un cielo oscuro en cada instante en el que la devastación emocional se instala sobre el reducido paisaje urbano. Todo en ‘Pietà’ es implosión; la demolición intestina de la compostura sostenida por columnas de paja solo por la necesidad de sostener una mascarada que permita subsistir en el escenario social, en una colectividad impía, que no tiene consideración, en donde las acciones están a a la distancia de una decisión minúscula que tiene la potencia de lisiar instantáneamente y para siempre los cuerpos y los espíritus.  


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