En el los últimos veinte años del siglo XX, la figura más representativa del cine de autor europeo fue Krzysztof Kieslowski. El director polaco ascendió gradualmente a las alturas más visibles del cine independiente en Europa, con una carrera que cada vez reveló más todo un universo emocionante, que era capaz de tocar la médula de la condición humana. En la transición entre las décadas de los ochenta y los noventa, la obra de Kieslowski se hizo mucho más visible globalmente, al final de la Guerra Fría, justo cuando emergió en las pantallas masivas aquel cine de Europa Oriental que ya era de culto para los cinéfilos dedicados. En ese escenario, sin duda su obra emblemática fue la llamada ‘Trilogía de Colores’, en la que Kieslowski le da una película a cada color de la bandera francesa, con personajes que habitan las ciudades, abordando los lemas nacionales de ese país: libertad, igualdad y fraternidad. En ‘Azul’, la primera de las tres películas, se refiere de forma ecléctica a la libertad. Cuenta la historia de Julie (Juliette Binoche), la esposa de un reconocido compositor musical, quien pierde en un aparatoso accidente automovilístico a su celebrado marido y a su única hija, aún pequeña. Julie debe enfrentarse a la conmoción emocional derivada de ese trauma y a las ansias potentes de liberarse por fin de las ataduras sociales, para enfrentarse a una vida reconstruida por su propio criterio, por primera vez en su vida.
Kieslowski nos introduce desde el primer momento en una experiencia luminosa en las que la perplejidad de la humanidad frente a lo cotidiano, frente a sus propias emociones, nos devuelve grandiosamente la sorpresa siempre excitante que implica descubrir el mundo. Para ello, resulta fundamental la visión caleidoscópica y embriagante que el cinefotógrafo Slawomir Idziak logra construir con lujo de detalles, sumado al poderoso e incontenible instinto musical de Julie, que emerge ante los estímulos poéticos de cada detalle y trascienden gloriosamente las simples sensaciones, con la composición de Zbigniew Preisner. Pero sin duda el centro del ensamble creativo de Kieslowski está en la actuación de Juliette Binoche, quien es capaz de transitar bellamente de la conmoción ensordecedora del trauma a la frescura embriagante de la liberación. La perspectiva de la soledad femenina, radicalmente distante al castigo, representa todo un mensaje revolucionario. Ese distanciamiento de los lugares comunes frente a esa situación específica permite que la película explore nuevos espacios significativos, con Julie como vehículo fundamental. La bondad extraordinaria que caracteriza las acciones del personaje se hace libertaria sin romper en lo absoluto con emociones intensas como la ira, el miedo o la tristeza profunda, y así le entrega a Julie la posibilidad de construir un mundo con la conciencia y el reconocimiento de su duelo, de un dolor profundo que hiere pero que reconoce como propio. El azul, emblemático de la tristeza en el lenguaje extenso de Occidente, sinónimo de la tristeza con su blue en inglés, está presente siempre en la composición repleta de luces eufóricas. Julie funda todo un nuevo refugio para sí misma y se convierte en la liberadora de otras penas, pasando por la habitación trémula de su propia pena, recorriendo el mundo abrazada a sí misma, descubriendo la vida paralela de su esposo, mientras ella misma guarda el secreto de sus propios méritos, de su destreza funcional que la reivindica como al centro de todo un fenómeno natural en el que tiene la potencia de convertir la música en trascendencia de su propia vida espiritual, en un proceso artístico que cose sus heridas ritualmente. La organicidad del mundo que nos plantea Kieslowski, desde la perspectiva conmovida y diáfana de Julie, nos permite la experiencia de ingresar a un mundo en el que late una esencia natural que abarca desde las crías recién nacidas de las ratas hasta el desdoblamiento espiritual del trance. Es el destellante y conmovedor túnel azul que abre la puerta a la inmensa aura dichosa del blanco.
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