sábado, 7 de noviembre de 2020

El confinamiento sistémico de ‘Almacenados’ y la naturaleza sistemática de Jack Zagha Kababie













En la pandemia nos confinamos. Pero el confinamiento es diverso, con muchos orígenes, de los más específicos hasta los más estructurales. La cárcel, como las maldiciones, tiene muchos rostros, y algunos sonríen con malicia. El trabajo puede tener uno malicioso, exaltado como vehículo de dignidad y considerado el motor de las economías. “¡Abajo el trabajo que uno tiene que hacer para ganarse la vida!” grita Don Lope en ‘Tristana’, de Buñuel, tirado en la cama, en una elegía libertaria frente a la obligación de trabajar. En su ‘Almacenados’ (2015), Jack Zagha Kababie nos confina en un encuentro generacional, disección del empalme laboral entre encargados de un almacén de astas y mástiles, entre el viejo Don Lino (José Carlos Ruiz) y el nuevo Nin (Hoze Meléndez), quienes se verán las caras en los confines del deber. 

La bodega solo guarda a Don Lino y a Nin, minúsculos pero esenciales en ese gran espacio. Presos por la mecánica rutinaria, esperando un camión que descargue emoción, que les dé sentido. En la espera infinita, el silencio y la parálisis burocrática en la que Lino se erige como esfinge protectora, Mientras Nin revolotea inquieto e indiscreto, con curiosidad infantil alrededor de los veinte. Como náufragos, esperan ver los mástiles y las astas en el horizonte, para ser rescatados de una melancolía que contempla las hormigas, del dictatorial reloj checador, de su tiranía anacrónica. El maestro acoge al aprendiz y aprovecha ese podercito vertical para imponer sus manías como reglas, su terquedad extendida en métodos rutinarios de casi cuatro décadas, en soledad absoluta, haciendo fáctico un poder inventado para poder continuar. Nin viaja cada día hacia la periferia árida de la ciudad y se encierra con su instructor, con todo aprendido en un día. Como los náufragos de Kaurismaki, que encuentran refugio en el cantón de otro náufrago. Como los de Jarmusch que avanzan sin freno hacia la penumbra de su destino. En 1962, Orson Welles adaptó ‘El proceso’ de Kafka y nos confinó en oficinas, fábricas, departamentos, cubículos, ruinas de la modernidad, constatables por ser vigentes. Una de esas ruinas resguarda a Nin y a Don Lino, dos más en el proceso kafkiano, quienes van cediendo a la tentación de ver como oasis un desierto que les ofrece identidad, tres pesos para subsistir, que en su aridez es el mástil del barco y el asta de la bandera. Don Linio y Nin se pasan la estafeta de guardián de la nada, heredan el sistema, se traspasan la tarea de estar solos. Para Don Lino la vida termina y para Nin empieza a terminarse. Zagha reinventa al aprendiz de Buster Keaton en ‘Sherlock Jr.’ y lo junta con el conserje de Murnau en ‘El último de los hombres’, transformado en gárgola de bronce. En la extensión reverberante de la bodega, el encuentro revela un modelo de condena, reproducido en otras bodegas, oficinas, despachos, cubículos, departamentos, en donde caben la vida, la muerte y la gente.   


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