sábado, 28 de noviembre de 2020

La pena amorosa en ‘Tres colores: Rojo’ y el amor imposible de Krzysztof Kieslowski














Después de elaborar con ‘Azul’ y ‘Blanco’ todo un mundo extenso y melancólico, resplandeciente de poesía luminosa, Kieslowski se disponía a darle cierre a su saga con una mirada a las soledades multiplicadas en una sociedad que avanzaba aceleradamente. En ‘Rojo’, Kieslowski aborda la fraternidad que representa ese color en la bandera francesa. Nos cuenta la historia de Valentine (Irène Jacob), una estudiante que trabaja como modelo y vaga solitaria por la ciudad entre los desencantos de sus relaciones afectivas y los requerimientos de su trabajo, hasta que se cruza con un juez retirado (Jean-Louis Trintignant), quien le abre los oídos a un entorno vibrante y conmocionado que late a su alrededor. Kieslowski le daba cierre a un proyecto que le tomó varios años y lo puso para siempre en la historia del cine europeo. 

En ‘Rojo’, se mantiene esa extracción constante de la poesía desde las cosas cotidianas, desde lo que en la normalidad puede parecer insignificante. De la misma forma, se percibe latente una humanidad vinculada a fondo con la naturaleza. Con una naturaleza que subsiste en la ciudad. La perra herida funge como auténtica entidad sagrada que lleva a Valentine a la presencia de un maestro en ruinas, un juez que ha desarrollado la observación profunda de las derivaciones de cada acción humana, que sabe bien lo que nace potencialmente de cada acto comunicativo entre las personas, por el ejercicio de su profesión. Escucha a todos en el barrio y, como un dios en el retiro, elabora casos complejos y completos, como ejercitando sus dones de sabiduría y experiencia desde las sombras. Pero Valentine abre de par en par un lazo de comprensión de las emociones que para el juez se había roto por la pena amorosa, por la traición de la mujer que siempre amó. Aquí la escucha es un asunto fundamental, para definir esa ya bien conocida mirada caleidoscópica de Kieslowski que nos deslumbra mientras escuchamos las palabras de la relación mítica entre maestro y aprendiz, que se retroalimentan y construyen una percepción única, un complemento extraordinario que configura un auténtico poder capaz de vincular a las generaciones y a los géneros, en un romance ideal, que flota por el aire con toda su poesía platónica. En la práctica de esa tarea, es sustancial la mezcla de sonido de  William Flageollet, que sabe ser armónico con la cinefotografía de Piotr Sobocinski. Aquel mundo en que se potenciaba y se multiplicaba la individualidad, en el que resultaba necesario encontrarse fraternalmente para afrontar un mundo despiadado, en el que los tiempos volaban en la caldera de un desarrollo devastador. Para lamerse las heridas, había que refugiarse con alguien, en el fuego de la conversación trascendente, en la encarnación más extendida del amor, de un amor que en realidad soporta la existencia. 

Al observar la trilogía de los Tres Colores como tríptico completo y con la distancia que da el tiempo, se puede observar todo un edificio poético auténticamente patrimonial de una humanidad diversa, en la que converge siempre, tarde o temprano, una sensibilidad que nos hace vulnerables pero que al mismo tiempo nos permite no estar solos, nos permite abrazarnos a nosotros mismos y también establecer lazos afectivos. Kieslowski conjuntaba a toda Europa con sede en Francia, como modelo de una sociedad multicolor, en la que la transición histórica había dejado tirados, como los náufragos del Canal de la Mancha, a todo un grupo humano que necesitaba una manta para resguardarse del frío. Esa conmoción que implica el encuentro y el proceso intenso del dolor ante el trauma del abandono era el lugar en el que se podía construir con claridad un modelo comprensible de lo que siempre tienen que afrontar miles en medio de la deshumanización, en las profundidades, en los refugios oscuros de los solitarios, que miran por las ventanas al mundo y se tienden la mano para sobrevivir al dolor propio de estar vivo. 


sábado, 21 de noviembre de 2020

El devenir furioso de ‘Tres colores: Blanco’ y la mirada europea de Krzysztof Kieslowski












En el contexto de aquella transición histórica entre los  ochenta y los noventa, en transición de la Guerra Fría a la globalización, cuando  Krzysztof Kieslowski nos entregaba su histórica Trilogía de Colores, uno de los asuntos fundamentales y cada vez más visibles fue sin duda la migración. La caída de las repúblicas socialistas en Europa Oriental generaron un éxodo considerable hacia Occidente, de millones de ciudadanos, especialmente de las provincias, quienes buscaban una vida renovada en las capitales de las potencias europeas. Kieslowski, en otra escala, fue otro de esos migrantes, pues se trasladó de Polonia a Francia en busca de los reflectores que lo reclamaban como gran figura del cine de autor. Mientras editaba ‘Azul’, el director polaco ya filmaba ‘Blanco’, la siguiente película de la saga, que después de referirse a la libertad del azul se refería ahora a la igualdad que representa el blanco en la bandera francesa, con el contexto de aquella migración que implica caminos que él mismo recorrió. Cuenta la historia de Karol (Zbigniew Zamachowski), un inmigrante polaco que se enfrenta al divorcio desahuciador de su hermosa esposa francesa Dominique (Julie Delpy). Karol debe emprender forzadamente el regreso a su tierra natal, envuelto en las convulsiones del fracaso y el amor todavía latente por su esposa.

Así como en ‘Azul’, Kieslowski se planta en la tragedia para subvertirla, en ‘Blanco’ se planta en la comedia también para subvertirla. Karol es un hombre que ha construido su vida entera en torno a su relación amorosa, y cuando esta se destruye se derrumba su propio mundo ante sus ojos, hasta llevarlo a la calle, a la postración frente a un mundo que no va a cobijarlo nunca, en el que la individualidad como principio sistémico lo lanza a la deriva. La aparición de su compatriota Mikolaj (Janusz Gajos), ataviado como ángel wendersiano, representa para él una salvación de camarada que lo lanza como la cigüeña parisina de regreso a las tierras gélidas de su proveniencia, en donde hace aparición en la adversidad que ya conoce, otra vez en posición fetal y arrojado a la nieve. Poseído por la intensidad angustiosa de la supervivencia, Karol se revuelve y revolotea en busca del refugio de sus parientes. La presencia conceptual del color que determinaba la tristeza liberadora de ‘Azul’, aquí se convierte en un blanco deslumbrante que pinta los ya distantes recuerdos felices y determina los espacios extensos de un mundo agreste. El mismo Karol ostenta una blancura tan intensa que se puede diferenciar de la francesa e incluso lo sitúa en la postración, en la paradoja racial del banco abandonado en París por su nacionalidad y después reivindicado en la pauperizada provincia oriental de Europa. El turno en la fotografía es para Edward Klosinski, quien por momentos pone frente a la cámara todo un velo de luz que responde al instinto de Kieslowski que encuentra poesía hasta en el suelo al que cae Karol. La furia de este devenir se extiende más allá de la supervivencia y busca depredadoramente la igualdad prometida toda la vida, en Oriente y Occidente, por comunistas y capitalistas, nunca realizada en la avasalladora realidad de la condición humana. En las ciudades que son como minas en las que el oro propio de la riqueza está atado al azar y a una malicia que sea capaz de acumular, que alimente la barriga de una venganza cada vez más grande. Resulta tentadora esa construcción de una revancha con sustancia en el dolor. Pero la venganza no es satisfactoria para las almas nobles como la de Karol, para quienes solo saben ser amantes y amigos. Kieslowski rompe la comedia para reivindicar la nobleza de su propia esencia cultural, de su propia esencia humana, con una mirada incisiva sobre una Europa que entonces condensaba los vicios de una sociedad que en nuestros tiempos se revelan como auténticas catástrofes sociales. 


sábado, 14 de noviembre de 2020

La bondad libertaria de ‘Tres colores: Azul’ y la experiencia luminosa de Krzysztof Kieslowski












En el los últimos veinte años del siglo XX, la figura más representativa del cine de autor europeo fue Krzysztof Kieslowski. El director polaco ascendió gradualmente a las alturas más visibles del cine independiente en Europa, con una carrera que cada vez reveló más todo un universo emocionante, que era capaz de tocar la médula de la condición humana. En la transición entre las décadas de los ochenta y los noventa, la obra de Kieslowski se hizo mucho más visible globalmente, al final de la Guerra Fría, justo cuando emergió en las pantallas masivas aquel cine de Europa Oriental que ya era de culto para los cinéfilos dedicados. En ese escenario, sin duda su obra emblemática fue la llamada ‘Trilogía de Colores’, en la que Kieslowski le da una película a cada color de la bandera francesa, con personajes que habitan las ciudades, abordando los lemas nacionales de ese país: libertad, igualdad y fraternidad. En ‘Azul’, la primera de las tres películas, se refiere de forma ecléctica a la libertad. Cuenta la historia de Julie (Juliette Binoche), la esposa de un reconocido compositor musical, quien pierde en un aparatoso accidente automovilístico a su celebrado marido y a su única hija, aún pequeña. Julie debe enfrentarse a la conmoción emocional derivada de ese trauma y a las ansias potentes de liberarse por fin de las ataduras sociales, para enfrentarse a una vida reconstruida por su propio criterio, por primera vez en su vida. 

Kieslowski nos introduce desde el primer momento en una experiencia luminosa en las que la perplejidad de la humanidad frente a lo cotidiano, frente a sus propias emociones, nos devuelve grandiosamente la sorpresa siempre excitante que implica descubrir el mundo. Para ello, resulta fundamental la visión caleidoscópica y embriagante que el cinefotógrafo Slawomir Idziak logra construir con lujo de detalles, sumado al poderoso e incontenible instinto musical de Julie, que emerge ante los estímulos poéticos de cada detalle y trascienden gloriosamente las simples sensaciones, con la composición de Zbigniew Preisner. Pero sin duda el centro del ensamble creativo de Kieslowski está en la actuación de Juliette Binoche, quien es capaz de transitar bellamente de la conmoción ensordecedora del trauma a la frescura embriagante de la liberación. La perspectiva de la soledad femenina, radicalmente distante al castigo, representa todo un mensaje revolucionario. Ese distanciamiento de los lugares comunes frente a esa situación específica permite que la película explore nuevos espacios significativos, con Julie como vehículo fundamental. La bondad extraordinaria que caracteriza las acciones del personaje se hace libertaria sin romper en lo absoluto con emociones intensas como la ira, el miedo o la tristeza profunda, y así le entrega a Julie la posibilidad de construir un mundo con la conciencia y el reconocimiento de su duelo, de un dolor profundo que hiere pero que reconoce como propio. El azul, emblemático de la tristeza en el lenguaje extenso de Occidente, sinónimo de la tristeza con su blue en inglés, está presente siempre en la composición repleta de luces eufóricas. Julie funda todo un nuevo refugio para sí misma y se convierte en la liberadora de otras penas, pasando por la habitación trémula de su propia pena, recorriendo el mundo abrazada a sí misma, descubriendo la vida paralela de su esposo, mientras ella misma guarda el secreto de sus propios méritos, de su destreza funcional que la reivindica como al centro de todo un fenómeno natural en el que tiene la potencia de convertir la música en trascendencia de su propia vida espiritual, en un proceso artístico que cose sus heridas ritualmente. La organicidad del mundo que nos plantea Kieslowski, desde la perspectiva conmovida y diáfana de Julie, nos permite la experiencia de ingresar a un mundo en el que late una esencia natural que abarca desde las crías recién nacidas de las ratas hasta el desdoblamiento espiritual del trance. Es el destellante y conmovedor túnel azul que abre la puerta a la inmensa aura dichosa del blanco.


sábado, 7 de noviembre de 2020

El confinamiento sistémico de ‘Almacenados’ y la naturaleza sistemática de Jack Zagha Kababie













En la pandemia nos confinamos. Pero el confinamiento es diverso, con muchos orígenes, de los más específicos hasta los más estructurales. La cárcel, como las maldiciones, tiene muchos rostros, y algunos sonríen con malicia. El trabajo puede tener uno malicioso, exaltado como vehículo de dignidad y considerado el motor de las economías. “¡Abajo el trabajo que uno tiene que hacer para ganarse la vida!” grita Don Lope en ‘Tristana’, de Buñuel, tirado en la cama, en una elegía libertaria frente a la obligación de trabajar. En su ‘Almacenados’ (2015), Jack Zagha Kababie nos confina en un encuentro generacional, disección del empalme laboral entre encargados de un almacén de astas y mástiles, entre el viejo Don Lino (José Carlos Ruiz) y el nuevo Nin (Hoze Meléndez), quienes se verán las caras en los confines del deber. 

La bodega solo guarda a Don Lino y a Nin, minúsculos pero esenciales en ese gran espacio. Presos por la mecánica rutinaria, esperando un camión que descargue emoción, que les dé sentido. En la espera infinita, el silencio y la parálisis burocrática en la que Lino se erige como esfinge protectora, Mientras Nin revolotea inquieto e indiscreto, con curiosidad infantil alrededor de los veinte. Como náufragos, esperan ver los mástiles y las astas en el horizonte, para ser rescatados de una melancolía que contempla las hormigas, del dictatorial reloj checador, de su tiranía anacrónica. El maestro acoge al aprendiz y aprovecha ese podercito vertical para imponer sus manías como reglas, su terquedad extendida en métodos rutinarios de casi cuatro décadas, en soledad absoluta, haciendo fáctico un poder inventado para poder continuar. Nin viaja cada día hacia la periferia árida de la ciudad y se encierra con su instructor, con todo aprendido en un día. Como los náufragos de Kaurismaki, que encuentran refugio en el cantón de otro náufrago. Como los de Jarmusch que avanzan sin freno hacia la penumbra de su destino. En 1962, Orson Welles adaptó ‘El proceso’ de Kafka y nos confinó en oficinas, fábricas, departamentos, cubículos, ruinas de la modernidad, constatables por ser vigentes. Una de esas ruinas resguarda a Nin y a Don Lino, dos más en el proceso kafkiano, quienes van cediendo a la tentación de ver como oasis un desierto que les ofrece identidad, tres pesos para subsistir, que en su aridez es el mástil del barco y el asta de la bandera. Don Linio y Nin se pasan la estafeta de guardián de la nada, heredan el sistema, se traspasan la tarea de estar solos. Para Don Lino la vida termina y para Nin empieza a terminarse. Zagha reinventa al aprendiz de Buster Keaton en ‘Sherlock Jr.’ y lo junta con el conserje de Murnau en ‘El último de los hombres’, transformado en gárgola de bronce. En la extensión reverberante de la bodega, el encuentro revela un modelo de condena, reproducido en otras bodegas, oficinas, despachos, cubículos, departamentos, en donde caben la vida, la muerte y la gente.