Sin duda alguna, ‘Guerra fría’ del polaco Pawel Pawlikowski, fue una de las películas más importantes de 2018. Pawlikowski cosechó el premio al mejor director en Cannes y la mejor película europea en los Goya, entre otros reconocimientos. El director polaco ha consolidado una carrera destacada en el panorama del cine europeo durante dos décadas. Su anterior película, ‘Ida’ (2013), se alzó con el Oscar a mejor película extranjera. En esta ocasión, Pawlikowski homenajea a sus padres en una historia de amor que atraviesa un par de décadas, los cincuenta y los sesenta, acercándonos al tórrido romance, en plena segunda posguerra, en medio de la Guerra Fría, entre Zula (Joanna Kulig), una joven artista del espectáculo en la Polonia comunista y Wiktor (Tomasz Kot), un director de orquesta y pianista del mismo país con reconocimiento del otro lado de la Cortina de Hierra. La pareja se enamora pasionalmente desde el primer encuentro y Wiktor convence a Zula de escapar a Francia a vivir la histórica vida bohemia de París, especialmente para los artistas. Los desencuentros propios de lo torrencial en el amor golpean una y otra vez a la pareja, que salta en el tiempo y en el espacio para encontrarse de nuevo, sin poder separarse.
La fotografía de Lukasz Zal, quien ya había trabajado con Pawlikowski en ‘Ida’, responde perfectamente a la composición poética del director, entregándonos auténticas postales memorables en cada plano. El contraste alto nos permite conectar de forma armónica la crudeza del invierno polaco con la calidez del vodevil francés. La música también nos acompaña en el viaje de este romance, con piezas características de la marcialidad comunista y también la multiculturalidad luminosa de la bohemia francesa, desde lo latino hasta el rock and roll. Las elipsis nos van poniendo en escenarios diversos, en situaciones emocionales diferentes para los personajes, pero siempre el reencuentro amoroso es infalible a partir de un deseo incontenible, de un amor trascendental. Estos saltos temporales nos conducen a una apreciación diferente de la película. Se trata de una historia episódica que nos relata un romance extenso, indisoluble y que como espectadores tenemos que conectar para seguir la evolución de la vida misma de los personajes. Pero corre riesgos grandes en ese esfuerzo frente a la desconexión. Usualmente, no se puede encontrar un vínculo más allá del estético para darle armonía estructural a la película.
El concepto de la película, con las elipsis conducidas por la música y sostenidas con una gran fotografía, responde especialmente a la rendición estética de Pawlikowski, a su entrega definitiva a la recreación plástica, al preciosismo, a la belleza plena. Por supuesto lo consigue, pero en ese esfuerzo evidentemente el fondo se difumina, se desenfoca frente al esfuerzo estético denodado. Esto termina entregándonos un romance que, si bien es intenso a partir del deseo, termina cayendo en la superficialidad, porque el mismo fondo de la historia, de la situación, funciona en servicio del espectacular despliegue plástico. Así es como al salir de la película las emociones no se han tocado sustancialmente y se quedan en la superficie de las sensaciones que nos generan las dos hermosas personas que conforman la pareja, enmarcados en escenarios de ensueño. La rendición estética de Pawlikowski es tal que por momentos la inverosimilitud se toma la película, o incluso, lo que es más notable, se debilita la verosimilitud. A pesar de alimentarse de cine y cineastas europeos que construyeron la cinematografía del continente, como Murnau, Eisenstein, Vigo, Antonioni y más, el fondo de la película específica y paradójicamente palidece frente a su propia forma. La sensación al final es la de haber pasado por una hermosa observación estética, pero fundamentalmente las emociones están intactas y la verosimilitud desaparece en el momento cumbre, en las resoluciones.
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