jueves, 20 de abril de 2023

La muerte implacable de ‘Elephant’ y el memorial doloroso de Gus Van Sant


La filmografía de Gus Van Sant alcanzó la cumbre justo en la segunda película de la “trilogía de la muerte”, con ‘Elephant’ (2003), que le valió al cineasta de Kentucky los premios al mejor director y a la mejor película en el Festival de Cannes. Van Sant se detuvo a observar, en medio de su tratado sobre la muerte, la matanza de la Escuela Secundaria Columbine en Colorado, que por ese entonces también recogía Michael Moore para explorar en las raíces de sus causas. Con el impulso experimental que había expuesto en ‘Gerry’ (2002), la primera película de la trilogía, el director emprendió la elaboración de todo un memorial dedicado a las jóvenes vidas que se vieron terminadas brutalmente en los hechos acontecidos. ‘Elephant’ sigue a una serie de personajes que hacen parte del hábitat cotidiano de la escuela, incluyendo a John (John Robinson), hijo de un padre ebrio y con problemas en la escuela; Nathan (Nathan Tyson), un salvavidas popular entre las chicas; Michelle (Kristen Hicks), una joven introvertida que sufre en la clase de gimnasia, Elias (Elias McConnell), un entusiasta fotógrafo amateur y Brittany, Jordan y Nicole (Brittanny Mountain, Jordan Taylor y Nicole George), tres chicas superficiales y demandantes entre sí que vomitan lo que comen en los baños de la escuela. 

El punto de partida de ‘Elephant’ es siempre el de la perspectiva de las víctimas. De aquellas caídas por la locura descomunal, de quienes sobrevivieron con el trauma lacerante de la muerte de sus compañeros y de los mismos que dispararon, abandonados en un mundo desértico que no les ofrece nada satisfactorio. La cámara de Van Sant suele moverse constantemente sobre el eje, avanzando y retrocediendo, o sobre los costados, subida en los dollys y los steady cam, como si barriera el espacio acompañando a los personajes, que deambulan por la escuela buscando algo que jamás encuentran. En la búsqueda interminable de lo que pareciera una simple satisfacción, un instante de paz, se desprende el alma de Alex (Alex Frost), quien junto a Eric (Eric Deulen), se aferran a un odio poético, en el que Alex es capaz de asirse a sus habilidades en el piano para sublimar su propia violencia, su desprecio profundo por un mundo que se le presenta como hostil. Así como está Beethoven, está Hitler y están los videojuegos de auténtico asalto violento o también el despertar homoerótico con su propio patiño. Por supuesto, también los rifles de asalto, que todo lo silencian, que se imponen abruptamente sobre las voces, sobre las presencias, que derriban los argumentos, que son sordos y furiosos. El avance enajenado de Álex y Eric arranca las pocas flores que surgen en un espacio árido. Van Sant cruza los destinos constantemente, reitera las escenas desde la perspectiva de un personaje distinto, con otra mirada, señalando la interacción de toda una comunidad que es interdependiente casi sin ser consciente de ello. Cada mirada es nombrada, es identificada con un hombre, es representada en un ser humano tangible. Entonces, con esa ancla en el reconocimiento, los asesinatos dejan de ser impersonales, se convierten en una auténtica pérdida de un joven del cuál hemos escuchado sus palabras, hemos visto sus gestos o incluso nos hemos reconocido en sus miradas. Pero Van Sant tiene la gran habilidad de complejizar la poesía, de relacionar hábilmente la locura y la poesía, el horror y la belleza. Constantemente un cielo melancólico se posa sobre el vacío de los jóvenes vivos y la desolación de los jóvenes muertos y eso a fin de cuentas es la vida, que no discierne entre lo que amamos, lo que tememos, lo que odiamos, lo que añoramos y lo que vivimos. 


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