Como fue característico en la década de los cincuenta, Federico Fellini desarrolló una filmografía que aportó una variante trascendente en el proceso histórico del neorrealismo, abrevando del gran cultivo social de la posguerra, con una Italia derruida, y al mismo tiempo despuntando una arista de gran profundidad con una observación profundamente clásica de la celebración de la vida en diferentes escenarios, lo cual determinaría la esencia en la voz de un autor extraordinario, capaz de tocar con las manos una complejidad conmovedora del ser humano en medio de su propia historia, de su propia cultura. Después de conseguir con ‘La Strada’ (1954), el primer hito de su carrera como cineasta y uno de los emblemas del Neorrealismo más avanzado, Fellini continúo en su “trilogía de la soledad” con ‘Il Bidone’ (1955), en donde vuelve a ponerse de manifiesta la calidad imperecedera de la soledad, especialmente en el contexto de un país traumatizado por la pobreza, la muerte, la ausencia, la derrota y el estigma. ‘Il Bidone’, narra las fechorías de un grupo de de estafadores diversificados y muy versátiles, conformado por Augusto (Broderick Crawford), Carlo (Richard Basehart) y Roberto (Franco Fabrizi). Carlo, el más joven del grupo, casado y tiene una pequeña hija con Iris (Giulietta Masina), se debate entre el mundo hedonista del derroche de las ganancias de sus estafas o una vida familiar armónica con su joven familia, mientras que Augusto, el mayor y líder del grupo, con una pena de fondo por el distanciamiento con su hija, se resiste a abandonar el crimen a pesar del sufrimiento.
La representación de los timadores es aquí la pista de circo de Fellini en su eterno juego de la representación dentro de la representación. En la escena que traza a la vida misma en una jugarreta criminal que atraviesa la moral y la ética para derivarse en la explotación del placer, en la ebriedad propia de una celebración pecaminosa. En esa lógica religiosa, se escriben las acciones de la trama de la película, con el debate profundo sobre el bien y el mal, que agita constantemente a los personajes, mientras son arrastrados en la aceleración de la vida delictiva, rodeados por los gángsters que han ido cultivando en su propio entorno. En ese punto en el que el error trágico se encuentra con el pecado, Fellini logra cultivar los personajes siempre al límite que emergen de sus representaciones intrínsecas, sometidos con fuerza a la condición humana al momento de tomar las decisiones que los hacen avanzar en el camino. En un cruce extraordinario de la trama, Fellini, junto a Ennio Flaiano y Tullio Pinelli, traslada el peso fundamental de la historia de Carlo, el más joven de la banda, a Augusto, el mayor de ellos, en una inversión de las relaciones de poder que surge de la renuncia como un acto de auténtica liberación frente a la presión brutal de la mafia y de la propia ambición que transgrede los límites de la decencia, de la consideración humana mínima. Nuevamente, con gran precisión, los personajes lanzados en la tentación inevitable del placer, naufragan en un mar existencial que los llevará a una trascendencia definitiva, a través de la muerte o de la revelación del verdadero sitio en el que se encuentra su dicha. Las fiestas llenas de risas y carcajadas, dan paso a las calles desiertas y a los pequeños espacios de la miseria, en donde los personajes son transformados por sus propios demonios, por las acciones propias de su miseria extensa, como si al final sus mismos actos se fueran contra ellos mismos, con una violencia que los abruma, que se presenta ante sus ojos deslumbrados por un poder del que siempre fueron inconscientes.