Desde finales de los años ochenta, el auge de cinematografías diversas en el continente europeo concentró el interés del cine a nivel mundial. En la primera década del siglo XXI, uno de los países fundamentales en el panorama global del cine sin duda alguna fue Rumania. Con una larga tradición cinematográfica, el cine rumano se consolidó con obras auténticamente históricas de una generación de jóvenes cineastas que han dejado un legado que toma aún más brillo con la distancia que permite el tiempo para contemplarlo. Directores como Cristian Mungiu, Corneliu Porumboiu y Cristi Puiu, finalmente alcanzaron la definición de la identidad cinematográfica rumana con un cine histórico, social, realista y repleto de la autenticidad propia de la experiencia de vida verdadera. Probablemente, la película que marcó la senda definitiva fue ‘La muerte del Señor Lazarescu’ (2005), de Cristi Puiu, una película que finalmente se refirió como ninguna otra a las condiciones de vida del pueblo rumano más vulnerable, de aquel pueblo de quienes están a merced de un sistema insuficiente y escaso para atenderlo. ‘La muerte del Señor Lazarescu’ nos presente a Domnui Lazarescu (Ion Fiscuteanu), un hombre ya en los terrenos de la tercera edad, que vive solo y gradualmente ha perdido la batalla contra el día a día, lo cual se refleja en el abandono de su pequeño apartamento y de sí mismo, con una hija que se fue a los Estados Unidos, una hermana que vive a las afueras de la ciudad y una esposa fallecida diez años atrás. Entonces, el escenario menos propicio siempre es el más posible: el de la enfermedad.
Con una clara influencia del Cinéma Verité, la cámara siempre al hombro y una luz escasa que aporta además a la construcción de una atmósfera melancólica, Puiu nos embarca en la travesía de un hombre que se enfrenta a su destino final, que flota a la deriva por un sistema de salud ineficiente y saturado, con la única y conmovedora compañía de la paramédica Miora Avran (Luminita Gheorghiu), quien en el proceso comprende que no solo es su tarea acompañar al paciente, sino que se trata de un hombre que no tiene a nadie más en ese trance de puro sufrimiento. La música no está presente casi nunca, ni siquiera de forma incidental. Solo escuchamos las voces de quienes van y vienen mientras el Señor Lazarescu cruza todo un pantano institucional, inclusive desde su propia casa, en donde solamente sus conversaciones por teléfono y la televisión apática llenan el espacio. Los gatos parecen haberse tomado el lugar, con la permisividad paternal del anciano. El cuerpo afectado, el ser entero de este hombre se entrega a la corriente de los acontecimientos en una madrugada desquiciada, absurda, en la privacidad lúgubre de una ambulancia o en la frialdad esperpéntica de los consultorios médicos. La negligencia, el estrés y la desesperación cruzan con frecuencia los límites de la violencia y es frecuente que el humor más negro, el sarcasmo más devastador, sirva como balsa para aferrarse por momentos a la vida y no naufragar ante la monstruosidad de la pena El viaje del Señor Lazarescu y su protectora, en medio de la noche más profunda, recuerda el trasegar diario y usualmente invisible de todos aquellos que se enfrentan a la discriminación, a la escasez, a la pobreza más cruel.
Puiu nos involucra, de forma excitante a pesar de la situación, en una aventura emocionante, vibrante y por supuesto repleta de angustia. La película supera las dos horas, pero el movimiento y las acciones son tan intensas que resulta imposible despegarse de la experiencia. Cada vez estamos más involucrados con un personaje que conocemos desde su intimidad, desde esa posición de ver la televisión, sentado en el sofá. Estuvimos ahí con sus primeras dolencias, e igual que Miora, su acompañante en el peor trance de todos, no lo abandonaremos hasta conocer su destino. Se trata de todo un tour de force que nos pone en una perspectiva inmejorable la aplastante fragilidad de la condición humana y el avasallante efecto del paso del tiempo sobre nuestra propia existencia biológica. El Señor Lazarescu tiene la capacidad de acogernos para que se despierte la conciencia de nuestra brevedad física.