sábado, 27 de julio de 2019

La agonía tragicómica de ‘La muerte del Señor Lazarescu’ y el absurdo realista de Cristi Puiu

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Desde finales de los años ochenta, el auge de cinematografías diversas en el continente europeo concentró el interés del cine a nivel mundial. En la primera década del siglo XXI, uno de los países fundamentales en el panorama global del cine sin duda alguna fue Rumania. Con una larga tradición cinematográfica, el cine rumano se consolidó con obras auténticamente históricas de una generación de jóvenes cineastas que han dejado un legado que toma aún más brillo con la distancia que permite el tiempo para contemplarlo. Directores como Cristian Mungiu, Corneliu Porumboiu y Cristi Puiu, finalmente alcanzaron la definición de la identidad cinematográfica rumana con un cine histórico, social, realista y repleto de la autenticidad propia de la experiencia de vida verdadera. Probablemente, la película que marcó la senda definitiva fue ‘La muerte del Señor Lazarescu’ (2005), de Cristi Puiu, una película que finalmente se refirió como ninguna otra a las condiciones de vida del pueblo rumano más vulnerable, de aquel pueblo de quienes están a merced de un sistema insuficiente y escaso para atenderlo. ‘La muerte del Señor Lazarescu’ nos presente a Domnui Lazarescu (Ion Fiscuteanu), un hombre ya en los terrenos de la tercera edad, que vive solo y gradualmente ha perdido la batalla contra el día a día, lo cual se refleja en el abandono de su pequeño apartamento y de sí mismo, con una hija que se fue a los Estados Unidos, una hermana que vive a las afueras de la ciudad y una esposa fallecida diez años atrás. Entonces, el escenario menos propicio siempre es el más posible: el de la enfermedad.

Con una clara influencia del Cinéma Verité, la cámara siempre al hombro y una luz escasa que aporta además a la construcción de una atmósfera melancólica, Puiu nos embarca en la travesía de un hombre que se enfrenta a su destino final, que flota a la deriva por un sistema de salud ineficiente y saturado, con la única y conmovedora compañía de la paramédica Miora Avran (Luminita Gheorghiu), quien en el proceso comprende que no solo es su tarea acompañar al paciente, sino que se trata de un hombre que no tiene a nadie más en ese trance de puro sufrimiento. La música no está presente casi nunca, ni siquiera de forma incidental. Solo escuchamos las voces de quienes van y vienen mientras el Señor Lazarescu cruza todo un pantano institucional, inclusive desde su propia casa, en donde solamente sus conversaciones por teléfono  y la televisión apática llenan el espacio. Los gatos parecen haberse tomado el lugar, con la permisividad paternal del anciano. El cuerpo afectado, el ser entero de este hombre se entrega a la corriente de los acontecimientos en una madrugada desquiciada, absurda, en la privacidad lúgubre de una ambulancia o en la frialdad esperpéntica de los consultorios médicos. La negligencia, el estrés y la desesperación cruzan con frecuencia los límites de la violencia y es frecuente que el humor más negro, el sarcasmo más devastador, sirva como balsa para aferrarse por momentos a la vida y no naufragar ante la monstruosidad de la pena El viaje del Señor Lazarescu y su protectora, en medio de la noche más profunda, recuerda el trasegar diario y usualmente invisible de todos aquellos que se enfrentan a la discriminación, a la escasez, a la pobreza más cruel.

Puiu nos involucra, de forma excitante a pesar de la situación, en una aventura emocionante, vibrante y por supuesto repleta de angustia. La película supera las dos horas, pero el movimiento y las acciones son tan intensas que resulta imposible despegarse de la experiencia. Cada vez estamos más involucrados con un personaje que conocemos desde su intimidad, desde esa posición de ver la televisión, sentado en el sofá. Estuvimos ahí con sus primeras dolencias, e igual que Miora, su acompañante en el peor trance de todos, no lo abandonaremos hasta conocer su destino. Se trata de todo un tour de force que nos pone en una perspectiva inmejorable la aplastante fragilidad de la condición humana y el avasallante efecto del paso del tiempo sobre nuestra propia existencia biológica. El Señor Lazarescu tiene la capacidad de acogernos para que se despierte la conciencia de nuestra brevedad física.

sábado, 20 de julio de 2019

La construcción dramática de Juan José Campanella y el sarcasmo desenfadado de ‘El cuento de las comadrejas”

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El cine del Cono Sur en el continente americano ha sido siempre de interés y, en lo que va de este siglo, se ha destacado como probablemente no ha sucedido en otra región de Latinoamérica. Las cinematografías de Uruguay, Paraguay y Chile han obtenido logros significativos en los más importantes festivales del mundo, pero sobre todo, han ido alimentando todo un legado histórico. Por supuesto, Argentina, el país más grande de esa región, no ha sido ajena a ese impulso. Cineastas como Lisandro Alonso, Lucrecia Martel y Juan José Campanella han destacado especialmente con un cine potente que ha sabido expresar con profundidad la identidad de su país. Campanella, con una trayectoria que supera las tres décadas, marcó todo un acontecimiento para el cine suramericano con ‘El secreto de sus ojos’ (2009), con la cual ganó el segundo Óscar para la Argentina, después de ‘La historia oficial’ (1985), de Luis Puenzo. La nueva película de Juan José Campanella recorre las carteleras del mundo y se titula ‘El cuento de las comadrejas’ (2019). Se trata de un remake de la comedia negra argentina ‘Los muchachos de antes no usaban arsénico’ (1976), de José Martínez Suárez. Cuenta la historia de un grupo de profesionales del cine retirados en una mansión antigua propiedad de la diva Mara Ordaz (Graciela Borges), quien comparte con su esposo postrado en una silla de ruedas, el actor Pedro de Córdova (Luis Brandoni), el director devenido en cazador de comadrejas y otras plagas, Norberto Imbert (Oscar Martínez), y el guionista especialista en billar pool, Martín Saravia (interpretado por la voz de Les Luthiers, Marcos Mundstock). Las relaciones entre los personajes son ácidas y tensas, pero armoniosas. De pronto aparecen dos viajeros extraviados, Bárbara Otamendi (Clara Lago) y Nicolás Francella (Francisco Gourmand), quienes reconocen a la diva y muestran interés especial por la mansión. Las suspicacias y la guerra a muerte entonces se desatan.

Campanella abreva, como es tradición en su filmografía, de la extensa y riquísima tradición literaria de la argentina, especialmente de la bonaerense, en donde se destaca el humor repleto de sarcasmo, ironía y acidez, en relatos de narrativa convencional, con visos de intelectualidad, que siempre tienden a la poesía, a la filosofía y en general a la reflexión con respecto a la condición humana. Como es tradicional en Campanella, son evidentes las influencias del cine negro, no solamente en la fotografía crepuscular y los personajes que se debaten internamente, sino en este caso específicamente haciendo referencia a ‘Sunset Boulevard’ (1950), el colosal clásico de Billy Wilder, en donde la diva en decadencia también es el centro de la tormenta pasional que se desata con resultados funestos. La película cuenta con la particularidad del sarcasmo permanente en los diálogos, del subtexto oscuro y constante. La música está en función de las miradas de desconfianza y complicidad que se trazan entre los diferentes personajes, como en un auténtico juego de cartas. Es una guerra de inteligencias que se libra en el fondo, en el segundo plano, por detrás de la distracción que ofrece la evidencia. A pesar de la gravedad de los asuntos que se tratan en la película, el tratamiento propio de comedia negra lo relaja y por momentos le impide conectar más allá del simple divertimento. Las pasiones y dolores que se revelan no terminan por trascender y la comedia no debería ser un obstáculo en ese fin, como se ha probado en muchas ocasiones. 

‘El cuento de las comadrejas’ nos permite disfrutar del sarcasmo sin mayores responsabilidades morales, como debe ser. A fin de cuentas, es un bálsamo refrescante en estos tiempos donde cada palabra se evalúa para no herir susceptibilidades. La armonía en medio de la crudeza también resulta reconfortante frente a tantos esfuerzos constantes por hacer que todo siempre gire en torno a los acuerdos forzosos y generalizados, sin admitir los beneficios de la diversidad.

sábado, 13 de julio de 2019

Los espacios mentales de ‘Largo viaje hacia la noche’ y la atmósfera alucinante de Bi Gan

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El chino Bi Gan es una de las figuras descollantes del interesantísimo, prodigioso e imperdible cine del Lejano Oriente en la actualidad. En su conmovedora y potente ópera prima, ‘Kaili Blues’, del año 2015, el director le hace un homenaje deslumbrante a tu tierra natal, a sus orígenes más profundos. En aquella película, ya se podía vislumbrar la exquisita poesía de su cinematografía. Su segundo largometraje se titula ‘Largo viaje hacia la noche’ (2018) y tuvo una buena acogida de la crítica en el Festival de Cannes del año pasado, además de definir al joven cineasta chino, de apenas 30 años, como una de las figuras más prometedoras en una región del mundo que se perfila como la principal fuente del cine histórico en estos tiempos. ‘Largo viaje hacia la noche’ nos invita a la epopeya exploratoria e introspectiva de Luo Hongwu (Huang Jue), quien regresa a Guizhou, su pueblo natal, al funeral de su padre, y entonces emprende la búsqueda de Wan Qiwen (Tang Wei), una mujer con la que tuvo una aventura hace veinte años y de la cual quedó profundamente prendado de por vida. Bi Gan nos introduce profundamente en la condición emocional plena del protagonista, quien se debate entre las emociones de una atmósfera embriagante que lo lleva por la conciencia, la memoria, el sueño y la imaginación.

La invitación que tenemos es hacia la experiencia misma de la existencia, al laberinto que se conforma con los caminos de nuestros diferentes estados mentales, controlados plenamente por la emoción más pura. De las sensaciones a los sentimientos, acompañamos el viaje melancólico y nostálgico de un hombre que requiere reencontrar el amor para poder vivir en paz. Todo sucede justo como nosotros mismos podemos comprobarlo por nuestra propia experiencia: pasando ligeramente por diferentes espacios mentales que nos abruman, que se caracterizan por ser atmósferas embriagantes de pura belleza. El virtuosismo en los movimientos de cámara que ideó Bi Gan, con el respaldo de la fotografía alucinante de Hung-i Yao, se convierte en el sustrato fundamental para que se eleve casi etérea la atmósfera de la película. Los límites entre la memoria, el sueño, la conciencia y la imaginación son tan delgados como pueden serlo, lo cual permite que fluyamos como espectadores a través del escenario extenso que nos han creado, como en una ensoñación. Sin duda alguna, es una película que potencia no solamente las capacidades expresivas y artísticas del cine, sino sus alcances sinestésicos, sus posibilidades emocionales. Por supuesto, el joven cineasta chino abreva de las fuentes prodigiosas de Andrei Tarkovsky, con una gran aptitud para la captura de texturas que nos introducen en un universo particular. También trae a la mente al histórico Wong Kar Wai, con su sensualidad ya mítica, con esa pulsión sexual siempre latente que nos hechiza, que nos lleva a la rendición.

De una forma muy especial, la tradición cinematográfica del Lejano Oriente, fundamental y espléndida siempre, parece convertirse en el faro de un movimiento cinematográfico que renueva al cine frente a los tiempos que vivimos. Japón, Corea y, por supuesto, China, entre otros países de la zona, han sabido traducir a las formas y sentidos del cine la esencia de su cultura profundísima, alimentada siempre por la trascendencia espiritual, por una conexión latente y tangible con la vida misma, con la experiencia propia de la existencia, lo cual sin duda hace de cada cinematografía de estos países algo universal, porque podemos identificarnos de forma natural con la proyección de esa experiencia humana. En ‘Largo viaje hacia la noche’, Bi Gan construye con sus canales de imagen y sonido un espacio atmosférico del cual podría decirse que podemos también palparlo, olerlo y degustarlo. Es una película que apenas se somete a la narrativa para construir un soporte, pero que se explaya mucho más allá de ese concepto. La impresión siempre es la de estar en un sueño o rememorando momentos que marcan la vida para siempre. El largo viaje hacia la noche es irresistible para cualquiera.

sábado, 6 de julio de 2019

La madurez melancólica de Pedro Almodóvar y la conciencia integral de ‘Dolor y Gloria’


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Durante los últimos cuarenta años la fusión entre la cultura pop y las culturas populares ha crecido consistentemente en todo el mundo como una expresión de la interacción de influencias en un escenario global artístico que ha sido progresivamente más heterogéneo. Uno de los más importantes representantes de este fenómeno ha sido el castellano Pedro Almodóvar, uno de los cineastas más influyentes de su generación. Con su más reciente película, ‘Dolor y gloria’ (2019), Almodóvar tuvo un paso exitoso por el más reciente Festival de Cannes, que tuvo como cosecha el premio al mejor actor para Antonio Banderas, uno de los viejos conocidos de su filmografía. ‘Dolor y gloria’ nos pone frente al ocaso en la carrera de Salvador Mallo (Antonio Banderas), un cineasta de buen prestigio que se enfrenta a diferentes dolores que ponen en perspectiva toda su vida, especialmente su infancia como fundamento de toda su existencia integral. Es entonces cuando poco a poco el arte va surgiendo como un bálsamo que va curando e iluminando la existencia misma de Salvador.

Almodóvar establece un paralelo constante entre su personaje adulto y él mismo como niño, en una película evidentemente autobiográfica, como pocas en su filmografía. El niño (Asier Flores) es un pequeño sabio, fascinado desde siempre por la cultura, por el conocimiento, por las imágenes y las letras. Mientras tanto, vemos como el Salvador mayor ha extraviado sus intenciones artísticas por su gradual decadencia a punta de depresión y dolor de espalda, algo que de todas formas lo ha hecho mucho más consciente de su propia corporeidad. Como espectadores, vamos visitando simultáneamente esos dos escenarios en la vida de este hombre trascendente, pacífico pero lleno de tormentas en su interior. Con su tradicional destreza para el color y los fondos que resultan sustrato fértil para destacar la humanidad de sus personajes, Almodóvar nos habla sobre la naturaleza del arte, sobre la potencia mística de la expresión artística. La purga de sus penas solamente es posible a través del encuentro con su arte, con su pasión transformadora. El trabajo de Antonio Banderas resulta fundamental para sostener esta obra. Con un posicionamiento físico impecable y una potencia emocional simple pero contundente, Banderas hace de Salvador un personaje nos abraza con calidez, que nos acoge naturalmente. Navegamos en esta observación sin prejuicios con respecto a los avatares mismos de la vida. Podemos adaptar la connivencia con este personaje entrañable que representa para nosotros un alivio en medio de un presente cada vez más artificial. Salvador rehúye a lo intrascendente, no se solaza en su posición profesional y poco a poco se encuentra cada vez más, en una conexión que atraviesa el tiempo, con ese niño de mirada poética que se fundía de manera febril con el mundo que lo rodeaba, con el cielo que lo cubría. Ese viaje profundo y conmovedor es el que termina convirtiéndose en la pócima que purga la miseria del personaje adulto.

En ‘Dolor y gloria’, Almodóvar nos envía una declaración de principios y al mismo tiempo nos pone frente a la naturaleza misma de la vida. Nos plantea la asimilación de la culpa, el dolor, la nostalgia, la melancolía y el miedo con la madurez más afable posible. Se trata de la disposición para vivir, del caminar mismo, con todo lo que implica la frágil y azarosa condición humana. Nos reencuentra con la fascinación absoluta que emana de la cultura, de la cultivación, del conocimiento, de las palabras, de las imágenes, de los sonidos, de las obras. Todo en esta película se refiere al vínculo profundo entre el arte y la humanidad, a la vida y la obra de un artista que se pone como medio para resarcirnos del letargo contemporáneo. Es una invitación para sumergirnos en las aguas purificadoras de la cultura profunda, del conocimiento, del arte, en busca de la verdad, del alivio, de la dicha. Almodóvar nos obsequia una película a la cual podemos recurrir cuando necesitemos de calor, de lamernos las heridas.