Durante los últimos cuarenta años la fusión entre la cultura pop y las culturas populares ha crecido consistentemente en todo el mundo como una expresión de la interacción de influencias en un escenario global artístico que ha sido progresivamente más heterogéneo. Uno de los más importantes representantes de este fenómeno ha sido el castellano Pedro Almodóvar, uno de los cineastas más influyentes de su generación. Con su más reciente película, ‘Dolor y gloria’ (2019), Almodóvar tuvo un paso exitoso por el más reciente Festival de Cannes, que tuvo como cosecha el premio al mejor actor para Antonio Banderas, uno de los viejos conocidos de su filmografía. ‘Dolor y gloria’ nos pone frente al ocaso en la carrera de Salvador Mallo (Antonio Banderas), un cineasta de buen prestigio que se enfrenta a diferentes dolores que ponen en perspectiva toda su vida, especialmente su infancia como fundamento de toda su existencia integral. Es entonces cuando poco a poco el arte va surgiendo como un bálsamo que va curando e iluminando la existencia misma de Salvador.
Almodóvar establece un paralelo constante entre su personaje adulto y él mismo como niño, en una película evidentemente autobiográfica, como pocas en su filmografía. El niño (Asier Flores) es un pequeño sabio, fascinado desde siempre por la cultura, por el conocimiento, por las imágenes y las letras. Mientras tanto, vemos como el Salvador mayor ha extraviado sus intenciones artísticas por su gradual decadencia a punta de depresión y dolor de espalda, algo que de todas formas lo ha hecho mucho más consciente de su propia corporeidad. Como espectadores, vamos visitando simultáneamente esos dos escenarios en la vida de este hombre trascendente, pacífico pero lleno de tormentas en su interior. Con su tradicional destreza para el color y los fondos que resultan sustrato fértil para destacar la humanidad de sus personajes, Almodóvar nos habla sobre la naturaleza del arte, sobre la potencia mística de la expresión artística. La purga de sus penas solamente es posible a través del encuentro con su arte, con su pasión transformadora. El trabajo de Antonio Banderas resulta fundamental para sostener esta obra. Con un posicionamiento físico impecable y una potencia emocional simple pero contundente, Banderas hace de Salvador un personaje nos abraza con calidez, que nos acoge naturalmente. Navegamos en esta observación sin prejuicios con respecto a los avatares mismos de la vida. Podemos adaptar la connivencia con este personaje entrañable que representa para nosotros un alivio en medio de un presente cada vez más artificial. Salvador rehúye a lo intrascendente, no se solaza en su posición profesional y poco a poco se encuentra cada vez más, en una conexión que atraviesa el tiempo, con ese niño de mirada poética que se fundía de manera febril con el mundo que lo rodeaba, con el cielo que lo cubría. Ese viaje profundo y conmovedor es el que termina convirtiéndose en la pócima que purga la miseria del personaje adulto.
En ‘Dolor y gloria’, Almodóvar nos envía una declaración de principios y al mismo tiempo nos pone frente a la naturaleza misma de la vida. Nos plantea la asimilación de la culpa, el dolor, la nostalgia, la melancolía y el miedo con la madurez más afable posible. Se trata de la disposición para vivir, del caminar mismo, con todo lo que implica la frágil y azarosa condición humana. Nos reencuentra con la fascinación absoluta que emana de la cultura, de la cultivación, del conocimiento, de las palabras, de las imágenes, de los sonidos, de las obras. Todo en esta película se refiere al vínculo profundo entre el arte y la humanidad, a la vida y la obra de un artista que se pone como medio para resarcirnos del letargo contemporáneo. Es una invitación para sumergirnos en las aguas purificadoras de la cultura profunda, del conocimiento, del arte, en busca de la verdad, del alivio, de la dicha. Almodóvar nos obsequia una película a la cual podemos recurrir cuando necesitemos de calor, de lamernos las heridas.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario