viernes, 24 de noviembre de 2017

La ferocidad de ‘The Square’ y la espacialidad de Ruben Östlund



‘The Square’ es sin duda una de las películas más importantes que ha dejado el 2017. La película de Ruben Östlund se llevó la Palma de Oro en la edición del Festival de Cannes este año. Östlund ya había llamado la atención de forma especial con la película ‘Tourist’, apenas hace tres años. En esta ocasión, el cineasta sueco nos cuenta la historia de Christian (Claes Bang), el curador de un museo de arte moderno y contemporáneo, quien debe atender de forma simultánea las responsabilidades propias de su trabajo y el devenir de su vida privada, incluyendo sus roles como ciudadano, como hombre y como padre de familia, entre otros. El museo debe presentar una instalación titulada ‘The Square’, que indudablemente genera toda una reflexión en los directivos con respecto a la perspectiva y esencia misma del museo, a sus propias políticas y criterios. Todo esto se vincula de forma particular con la vida misma de Christian, quien puede tener gradualmente una visión amplia del ser social.

La construcción de la comedia en ‘The Square’ es sumamente especial, intercambiando las características del personaje y del contexto social. Christian es un hombre virtuoso, noble, generoso, solidario con todas las personas que están presentes de una u otra forma en su entorno cotidiano. Por otra parte, el mundo al que se enfrenta está absolutamente viciado. Desde su círculo más cercano, conformado por sus hijas, pasando por sus amigos, el museo que prácticamente dirige solo, incluyendo el medio artístico, absolutamente repleto de construcciones superficiales y falsas, hasta la ciudad misma, la sociedad en su conjunto. Para mostrar las tensiones propias de estos incidentes mayoritariamente cómicos, Östlund establece en el guion una serie de situaciones que llevará hasta el límite y que amenazará literalmente con resolverlas de la forma más temida posible, siempre poniendo al personaje entre la disertación más profunda y la urgencia más inmediata. Esto vincula a la película constantemente con la tragedia, siempre invitándola a la historia, lo cual recuerda por momentos la gran ‘Crimes and Misdemeanors’, de Woody Allen.

El concepto artístico y los recursos técnicos de Östlund son extensos y muy eficientes. Uno de los criterios más importantes radica en la utilización sonora, con una aplicación magistral del sonido en off, lo cual desemboca en un desarrollo espacial de gran potencia, que logra generar unas dimensiones extraordinarias que fortalecen la capacidad de generar sensaciones particulares, en medio de diálogos punzantes y que además fortalecen la trascendencia del close up, donde se reflejan intensamente las emociones de los personajes cuando confrontan las situaciones en las cuales se encuentran. Los movimientos de cámara revelan espacios extraordinarios y los cortes de edición revelan el contraste emocional entre los personajes y la relación que tienen con los espacios que ocupan. Toda esta espacialidad está especialmente relacionada con el tema mismo de la historia, que nos pone a este personaje en confrontación con círculos sociales diversos que prácticamente tienen representaciones específicas de espacios definidos, como su trabajo, su casa, su automóvil, la calle, la tienda de supermercado y más.

La experiencia que vivimos como espectadores es feroz ya que la película nos somete a tensiones espectaculares, nos confronta con un mundo que peligrosamente se asemeja al mundo contemporáneo. De hecho, se trata de un mundo feroz, desconsiderado, altamente irresponsable, que en cualquier momento puede desembocar en una desgracia. La miseria siempre está presente, los mendigos se multiplican por toda la ciudad, la corrección política representada en este personaje virtuoso se ve superado por los radicalismos, la inmediatez actual y las construcciones artificiosas del arte mismo. Se puede decir que es una reflexión sobre cómo afrontar la vida, el mundo, el escenario, “The Square”.

viernes, 17 de noviembre de 2017

La ilustración pictórica de Roy Andersson y la poesía desértica de ‘Una paloma reflexiona sobre la existencia desde la rama de un árbol’



Roy Andersson fue una de las presencias más relevantes en la primera década del siglo veintiuno. Lo consiguió solamente con dos películas ‘Canciones del segundo piso’ (2000) y ‘La comedia de la vida’ (2007), ambas promulgadas como las dos primeras partes de una trilogía conocida como ‘La trilogía viva’, dedicada a explorar las contradicciones que flotan en la existencia humana. Especialmente la primera película se convirtió en todo un clásico. Para la tercera película de este director de excepcionalidades notables con alrededor de cincuenta años de carrera tuvieron que pasar siete años más desde la segunda entrega. En el año 2014 apareció ‘Una paloma reflexiona sobre la existencia desde la rama de un árbol’ cosechando el León de Oro en la prestigiosa Bienal de Venecia. La película que representa el cierre de la anhelada trilogía tiene como columna vertebral de una narrativa coral la historia de Sam y Jonathan, dos viejos amigos (o amigos viejos) que venden bromas de novedad en medio de una depresión que contrasta intensamente con el perfil de los productos que venden.

‘Una paloma reflexiona sobre la existencia de la rama de un árbol’ es una película ilustrativa en todas las acepciones de ese término. El paso de cada plano es como el paso de las páginas en esos libros de grandes ilustraciones fotográficas o de estilo realista que nos deleitan desde niños y estimulan la evocación de todo tipo de procesos mentales con vínculos emocionales, como la memoria y la imaginación. Este estilo es propio de Andersson, especialmente en la trilogía mencionada y justamente el que le valió para conseguir la atención de todo el mundo en torno a sus más recientes obras cinematográficas. La historia de los extrañamente entrañables Sam y Jonathan avanza como si fueran con los ojos vendados, desprovista de construcciones falsas, con la potencia que representa la construcción misma del contexto que ha ideado Andersson. Se cruza además con las vidas de otros personajes que se asoman con notable belleza, desbordantes de humanidad y atormentados por las realidades sociales más insólitas y preocupantemente verídicas.

Por supuesto, para el espectador, el concepto de Roy Andersson representa muchas vertientes en la apreciación de la película. Es apreciable desde lo estético, desde lo narrativo, desde lo reflexivo, desde lo cinematográfico como conjunto ensamblado. También es una película que tiene la intención de construir una mirada acerca de la experiencia misma de la vida. Provoca risas desde la observación del patetismo, de la invalidez activa de los personajes, pero pronto irá por la conmoción, ya sea desde alguna pizca de enternecimiento hasta la que produce la crueldad plena, aquella que parte de la inconciencia o de la conciencia misma de ser cruel, todo ello sumergido en la más aplastante monotonía propia de la rutina, de la condena existencial que pesa sobre todas las cabezas humanas, sin excepción. No hay posibilidad de escapar de estar viñetas porque son la representación de las celdas mismas de la condición humana. Indudable y preponderantemente hay que considerar el extraordinario aporte de los diseñadores de producción Ulf Jonsson, Nicklas Nilsson, Sandra Parment, Isabel Sjöstrand y Julia Tegström además de la gran complementación con los elaborados planos generales de István Borbás y Gergely Pálos en la fotografía.

Roy Andersson nos construye un retrato muy elaborado y con diversas perspectivas sobre la condición humana. Es una película que verticalmente va desde lo más individual del ser hasta lo más colectivo de un sistema social completo. Horizontalmente construye relaciones intrínsecas que se vinculan como un efecto inevitable de la una sobre la otra, en un universo donde nadie escapa a la desolación. Todo esto de forma estrictamente poética, teniendo en cuenta que la poesía no excluye la desolación o el horror.

viernes, 10 de noviembre de 2017

El encantamiento de ‘The Killing of a Sacred Deer’ y la armonía de Yorgos Lanthimos






















Yorgos Lanthimos tiene una carrera que ya abarca formalmente todo lo que lleva de recorrido el siglo XXI. Es una figura que ha ido creciendo notablemente en el panorama cinematográfico mundial hasta despuntar definitivamente con su particular ‘The Lobster’ (2015), ganadora del Premio del Jurado en Cannes y merecedora de una nominación en los premios Óscar por el guion. Lanthimos ha vuelto, ahora para sacudir el año 2017 con ‘The Killing of a Sacred Deer’, también con paso exitoso por Cannes, donde cosechó el premio al mejor guion. La película cuenta la historia de la familia Murphy, integrada por Steven (Colin Farrell), médico cardiólogo de prestigio que trabaja en una clínica de alcurnia; su esposa Anna (Nicole Kidman), ama de casa estilizada; Kim (Raffey Cassidy), adolescente consentida en ebullición y Bob (Sunny Suljic), el niño especialmente tierno en todas las acepciones del término. Steven opera a corazón abierto con excesiva confianza y especial negligencia. Pronto será sometido a rendición de cuentas por el hijo de unos pacientes, el trastornado y psiquiátrico Martin (Barry Keoghan, de extraordinaria actuación).

‘The Killing of a Sacred Deer’ es un ejercicio ejemplar de ensamble cinematográfico, de montaje integral y omnipotente. Lanthimos coordina perfectamente todos sus elementos para crear una experiencia altamente eficiente, sofisticada, muy profunda, con aristas diversas que tocan campos amplios, desde la crítica aguda al entumecimiento que se suele apoderar de familias acomodadas en las adversidades, hasta la reflexión compleja alrededor del sacrificio y el karma como principios regidores de la existencia misma. Para conseguirlo, Lanthimos se vale de una puesta en cámara excepcional, con elegantísimos acercamientos y distanciamientos que nos contextualizan perfectamente el cuadro entero. El trabajo de Thimios Bakatakis, el fotógrafo de cabecera de Lanthimos, es sencillamente exquisito, lleno de intuiciones solo comprensibles desde un ojo privilegiado, con la capacidad de capturar la luz de forma dramática y de retratar espacios y personas como presencias que se sienten por momentos espectrales. El diseño de producción de Jade Healy logra construir una identificación precisa entre diversos entornos, aportando sustantivamente a la atmósfera apabullante y desoladora de la película. La celebérrima ‘The Shining’ de Kubrick pasa constantemente por la memoria al exponerse a la experiencia audiovisual propuesta por Lanthimos. Por supuesto, el guion de Efthymis Filippou y el mismo Lanthimos es de una elaboración precisa, con dominio evidente del suspenso y el terror, construyendo monstruos y víctimas con gran eficacia y extendiendo la tensión hasta el punto máximo, con una intención cruel y al mismo tiempo deliciosa. La historia por momentos también rememora a ‘Prisoners’ de Villeneuve. No se puede dejar de mencionar el estremecedor score musical, desde las estridencias terroríficas de Gyorgy Ligeti hasta piezas corales de Bach y Schubert. Todo esto se condensa armónicamente en la edición de Yorgos Mavropsaridis, quien se solaza en los encantadores e hipnóticos planos para construir un mosaico muy funcional.

‘The Killing of a Sacred Deer’ es una película que demuestra las capacidades para armonizar de Lanthimos, logrando estructurar muy positivamente una experiencia memorable para el espectador perceptivo a las sensaciones audiovisuales. Es una película que nos expone a la incertidumbre, al misterio. Que nos acoge, nos acompaña y nos abandona en medio de espacios que se vuelven como prisiones a campo abierto. Colin Farrell y Nicole Kidman se intercambian de forma armónica la identificación del espectador y se integran casi coreográficamente a un modelo detallado cuyos engranes han sido armónicamente posicionados por el director griego. Esta es una película que cruza las sensaciones y las emociones con solvencia, hasta llegar a los sentimientos y los pensamientos, desde lo individual hasta lo colectivo, desde la intimidad hasta la universalidad de designios sobrenaturales.

viernes, 3 de noviembre de 2017

La trascendencia de ‘Coco’ y la percepción aguda de Lee Unkrich



Lee Unkrich se consagró como uno de los grandes nombres en Pixar, los ya históricos estudios de animación, después de encargarse de la dirección de Toy Story 3, uno de los títulos más importantes de la compañía, después de hacer una notable carrera en diversos departamentos en diversas producciones con este sello. Está acompañado por una figura latina, Adrián Molina, de origen mexicano, que también hace su correspondiente carrera, quien muy seguramente se encargó de acompañarlo en la codirección de su segunda largometraje ‘Coco’, dedicado especialmente a la cultura mexicana y específicamente al Día de Muertos. ‘Coco’ cuenta la historia de Miguel, un pequeño niño del ámbito rural mexicano que hace parte de una familia dedicada generación tras generación a la fabricación de zapatos y que ha cultivado un desprecio ancestral por la música debido a historias familiares en las cuales no tiene nada que ver. Gran admirador de Ernesto de la Cruz, la más grande leyenda de la música ranchera en este México ilustrado (claramente vinculado a Pedro Infante), Miguel ha desarrollado una pasión irrefrenable por la música y que lo enfrentará ineludiblemente a su familia. El punto álgido de la confrontación llegará precisamente con el tradicional Día de Muertos.

‘Coco’ es una de esas películas que se extiende más allá del simple margen de influencia que de entrada tiene cualquier película por sí misma. El desarrollo investigativo ha sido una parte fundamental del proceso y lo más emocionante es que todo se integra de forma natural y rápidamente se integra como parte del contexto. La película tiene una trascendencia especial, desde lo más simple hasta lo más complejo. Desde la vida hasta la muerte, nada más y nada menos. Algunas situaciones de dimensiones diversas y situadas en contextos casi opuestos tienen la virtud de conectar muy profundamente, involucrando la música, la existencia, la memoria. Todo ellos temas que se repiten con apariencias muy diversas en nuestra vida. Es la trascendencia del músico al pulsar las cuerdas de su guitarra y la del alma en pena que ha roto los hilos con la memoria del mundo. Todo lo involucrado en el escenario elaborado desde lo narrativo hasta lo espacial está determinado por elementos identificables en México. Todo se percibe casi inconscientemente por el espectador, desde las esquinas de los pueblos, las plazas, la comida, las flores, la raza, el biotipo, las palabras, los gestos, las ideas, las pasiones. Es probable que la identificación rigurosa no se dé por completo, pero la sensación siempre corresponde con la realidad de la experiencia. Esto habla de forma muy clara acerca de la aguda percepción de Lee Unkrich, quien muy acertadamente ha logrado integrar todo en un fondo inmejorable, expresivo, en donde incluso ha tenido la capacidad de imaginar sin salirse del margen de la verdad. La vinculación entre lo que podría considerarse aquel viejo México, el de las luminarias, la majestuosidad y el esplendor, y aquel México rural persistente, encantador, arraigado, que sobrevive en escenarios que a su vez incluyen múltiples herencias. La utilización de la luz tienes una trascendencia que toca niveles simbólicos evidentes, especialmente con el trasfondo profundo que tiene en el Día de Muertos la relación entre la luz y la sombra.

‘Coco’ es una película que virtuosamente ha conseguido hacer de la particularidad un asunto universal. La verticalidad y la horizontalidad en las relaciones se expresa de forma armónica, con tantos matices que deriva en una experiencia memorable para el espectador. La muerte como elemento que impulsa la vida. La vida que requiere de la muerte para suceder. El niño masculino Miguel y la anciana femenina Coco, ambos desde su más profunda mexicanidad universal, se requieren mutuamente, cruzando las generaciones, las décadas y las épocas, como si tomaran del otro un soplo de vida que tiene la capacidad incluso de abrirles la percepción, como si se tratara de un proceso espiritual y mágico, tradicional en México durante toda la historia.